Historias de guerra
No es gatillo fácil, son solo escenas repetidas de esta guerra
Casi nadie puede
entender la bala en la nuca del Negrito, ni siquiera él que le disparó. Nadie
lo felicita por ese disparo, ni una palmada en la espalda recibe esta noche.
“Mataste un nene, pelotudo”, le dice un oficial en el patrullero, y él baja la
vista mientras escucha lo pelotudo que es. No lo puede creer, no quiere creer
que sea verdad. No puede creer que tenga la edad de su sobrino. Se sienta en la
oficina del oficial principal, no quiere preguntar si está detenido pero se
imagina que sí. Sabe cómo son los procedimientos, lo sabe porque no
es la primera vez que dispara. Él sabe lo que es poner el pecho y se banca las
consecuencias, pero no puede creer que sea un nene. Pidió llamar a su vieja y
le hicieron señas para que use su teléfono.
El sabe lo que son
los pibes en moto, lo que pueden, lo que hacen, el miedo que desatan cada vez.
Lo sabe porque alguna vez trabajó con ellos. No quiso dispararle a un nene,
pero sabe lo que hacen esos guachos con esas motos rompiendo la noche.
Sabe cómo esos
pibes en esas motos se escurren como agua entre esas calles donde ellos casi
nunca llegan. Esos atrevidos rompen la noche y se nos escurren, se repite
mentalmente de forma tal para que alguien lo entienda. Porque ese nene, ese
pibito, estaba con los otros que en moto son capaces de todo. Porque
esos pibes son sus enemigos, porque él no quiso que tenga 11 o
12, la edad de su sobrino. Él no quiso que ese negrito estuviera en esa moto.
Él pensó que podía tener 15 o 20, como esos dos que agarraron la otra semana en
el bajo y que terminaron cociéndose a tiros, o como esas pibas que les juraron
que eran mayores y nadie iba a desmentirlas. Él pensó que era solo una noche
más, una noche cualquiera, que los pibes eran chorros y donde él hacia lo que
tenía que hacer. Pero el nene tenía 11. Él creyó ver el brillo de un fierro en
la cintura de uno de ellos y esto lo va a jurar donde sea necesario.
Sabe que la cagada
está hecha. Piensa que tal vez ni siquiera vayan a protegerlo, y un poco lo
entiende, aunque después del reto el oficial dijo que ellos no dejan a nadie
solo. Sabe que
disparar es una orden no dicha, sabe que es un ruego silencioso, un grito
ahogado, sabe que disparar es mejor que ser un gil, y que si no disparaba esos
atrevidos no lo iban a respetar nunca. Sabe que se tiene que hacer respetar
porque así es la calle, sabe que el miedo que genera es su mejor arma.
Siempre dispara,
siempre hace lo que se le pide, siempre soporta, siempre cumple, siempre
obedece, siempre calla todo lo que sabe, siempre cumple con los de arriba,
siempre mantiene la cadena de mando, siempre es parte del todo, siempre es
parte del problema y la solución, pero esta vez es un nene y se siente
horrible, porque hasta en esta guerra está mal matar nenes.
Por Diego Valeriano
para Lobo Suelto.
Fuente:
Disparar al excedente
Un adolescente
acribillado en el auto que intentaba robar. Tenía un arma de plástico. Las
balas de la novia del policía aeroportuario eran reales. El chico, que ni
siquiera muerto tuvo nombre, tenía cuatro agujeros rojos en el cuerpo. El auto,
ocho. Fue en Monte Grande. Operarios de AySA confundidos con delincuentes por
un policía sin uniforme. Iban en un auto gris, a jugar al fútbol. El policía
buscaba ladrones en un auto gris. El derecho a gatillar a impulso, legitimado por el
flamante paradigma, lo hará disparar contra cualquier vehículo
gris. Fue en Wilde. La vida pasa a ser un disvalor, relegada frente al
supervalor de la seguridad, ancho territorio que excusa las extensas formas de
la muerte.
Disparan y
dispararán, ciegos por el beneplácito hacia esa muerte del remanente. Serenos
por la seguridad del gatillo impune.
Las nuevas
doctrinas limitan a la justicia y reformulan la calle como arena sin ley. Se
muere con muerte anónima, sin nombre, como el chico de 16 dentro del auto al
que ni siquiera pudo arrancar. Ocho veces disparó el policía aeroportuario el
arma de la novia policía aeroportuaria.
Con el gatillo
avalado, la muerte camina por las esquinas, se esconde en las ochavas, acecha
entre las sombras. Hay balas dentro de las armas, hay decisión de dispararlas.
Hay complacencia generalizada, hay pasaporte seguro a la muerte con respaldo.
Al crimen con premio. Como pena de hecho, sin juicio ni defensa.
Las siluetas del
descarte caen, sin empatía del otro, con la naturalidad ganada a la
indiferencia social. Se mata con la sencillez del asesino. Con la
propiedad del permiso del estado. Y bajo la orden del estado.
El estado regidor
de la voluntad colectiva: que puede acotar la irracionalidad con vestido de
tolerancia cuando legisla ampliaciones de derechos. O puede abrir las puertas a
los hombres para que sean lobos de otros hombres. Y salgan a cazar excedentes,
o aquello que confundan con excedentes.
El estado que
cambia los paradigmas de la vida y de la muerte. El que define la duda como
beneficio para los que monopolizan su brazo armado para conceder la vida o
propinar la muerte. El mismo estado, con su máscara política de circunstancia,
dispone la agenda de debate en la despenalización de la interrupción del
embarazo. Y embarca a quien se embarque en la estéril discusión sobre la
defensa de una vida de doce semanas de gestación. Mientras
las otras vidas, las de niños y jóvenes remanentes, caen en los basurales
sociales con el desprecio militarizado de los tiempos.
Solos, castigados
por origen, muertos en serie. Eliminados con balas, veneno y hambre. Parias de
una higiene que no los incluye. De un mundo que los barre a la periferia. Donde
la vida se ve desde afuera. Desde lejos. Apenas y a penas.
Por Silvana Melo par Agencia Pelota de trapo
Fuente:
DOS PIBES DE 20
En la
avenida de ingreso a Coronel Dorrego, a las seis de la mañana del jueves
pasado, un pibe de 20, pibe nacido en el pueblo, mal llevado, sacado, con
antecedentes de cometer desmanes de toda clase y tenor mató de un balazo en la
nuca a una piba de 20, policía, piba nacida en el pueblo, linda, querida.
Sospecho que el pibe de 20 no fue a matar ya que no llevaba armas, sin embargo
mató. Parece que dentro de su lógica marginal entendía que abrir autos por la
zona y a esa hora era una cuestión aceptable. Luego de una previsible y urbana
denuncia llegó la piba de 20, con su móvil, con sus atuendos y petates
reglamentarios. Después de un forcejeo con un compañero de la piba de 20, el
pibe de 20 logra capturar una de las armas reglamentarias y dispara y mata, quiere
escapar robándose el móvil policial, no lo logra, vuelca con el auto en una
zanja, es aprehendido. Dos chicos de 20, que muy probablemente hayan compartido
recitales, bailes y fiestas, han muerto en Coronel Dorrego, la piba en el acto,
lo del pibe será más lento. La piba de 20 murió cumpliendo su función de cuidar
los bienes de la sociedad, el pibe de 20 intentando apropiarse de esos mismos
bienes. Una locura naturalizada. El pibe de 20 no debió estar allí
abriendo autos, la piba de 20 tampoco debió estar allí tratando de que no los
abra. Ambos habían nacido y crecido en tiempos en donde esta sociedad, hoy
denuncista y timorata, que le exige con rigurosidad cumplir con su deber a esa
piba de 20, expulsaba a cientos de miles de personas hacia la marginalidad y la
pobreza. ¿Dónde estuvimos los adultos durante todos estos años, con nuestras
elecciones, egoísmos y decisiones sociales, para que esos pibes de 20 lograran
abstenerse del encuentro en esa fría y horrible mañana de jueves?... La piba de
20 nos duele en el alma, acaso parte de nosotros merecería morir un poco con
ella, mientras que el pibe de 20 nos debería hacer reflexionar ya que existen
miles de ellos debido a causas que siento no tenemos el suficiente valor para
asumir. En ambos casos hemos fracasado y nos debemos hacer cargo... No es
necesario marchar para pedir justicia, sin dudas habrá justicia para ese pibe
de 20 y tendrá una pena conforme a su delito. Tristemente la que no tendrá
justicia completa será la piba de 20, ya no está entre nosotros, no será madre,
no podrá disfrutar de recitales, de fiestas, ni podrá ser la fiel amante del
amor de su vida, porque si bien su matador irá preso con todo el peso del
cógigo penal, nunca iremos presos los que permitimos que una bella y tierna
adolescente tenga que estar a las seis de la mañana de un día cualquiera
jugándose la vida debido a que sospechamos que nuestros bienes materiales así
lo justifican...
Si bien
sabemos que la violencia social es inevitable y que el delito tiene que ver con
cuestiones más profundas que una simple rigurosidad jurídica, sólo espero que
nunca más una piba de 20 tenga la imperiosa necesidad profesional, obedeciendo
a una extremada necedad institucional, de tenerle que poner su joven y frágil
cuerpo a las miserias que como colectivo social supimos edificar.
Por Gustavo Marcelo Sala
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