Los dos Estados. Por Horacio González para La Tecl@ Eñe... El veredicto macrista: ¡Culpables! ¡Alto, Prefectura! ¡Disparen! ¡Ahogarlos en la parte más profunda!






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Un Estado hace cuentas, desesperadamente, a ver cómo  quitan de los jubilados para destinar la cosa a este otro o a aquel de más allá, es decir, a ellos mismos. El otro Estado cabalga sigilosamente junto a los fantasmas del General Roca, junto al rumor de la soldadesca, también haciendo cuentas, tantas cabezas de indio, tantas hectáreas. El billete de cien pesos todavía conmemora a Roca en el famoso cuadro de Blanes. Muy pronto será reemplazado, quizás no por un ejemplar de “nuestra flora y fauna”, sino por un hombre pertrechado de la Prefectura o la Gendarmería gritando “¡Alto! ¡No tenemos que probar nada”!

Como si un camino inexorable guiara los pasos de una conclusión resabida, el remate final para un enigma, poco tarda en llegarse a la palabra corrupción. Exponerla, mascullara, lanzarla a los vientos, significa resolver de un empellón fantástico todas las culpas que abriga la historia de un país. El lugar donde se radica la culpa es sencillo de localizar, no hace falta leer la la Divina Comedia o a San Agustín, pues todo lleva al gobierno anterior, a sus funcionarios y en especial a una persona.
La culpa es un proceso complejo de creación de una instancia de conciencia que se desgaja mirándose a sí misma. Pero aquí y ahora, con la culpa del otro –pues la culpa es el otro-, se pretende colonizar a la fuerza las áreas argumentales del yo público y del yo privado. El lenguaje de la culpa busca una reparación inmediatista cuando decide adjudicarla a un evento exterior, o haciéndola permanecer largos años encerrada en su pantano inmóvil, rigiendo todos los actos públicos, haciéndolos visibles pero irreales, a la hora que corresponda. La vida política en general y en especial hoy en la Argentina- está comandada por una villanía revestida de atrocidades incalculables, que absorben como imán siniestro a todas las voces que imprecan con fervor contra el pasado inmediato y el último nombre que cargan exánime en su cabalgata sombría: el de Rafael Nahuel.

Gobiernan desterrando sus culpas, terratenientes de su propia salvación como individuos carentes de las preliminares de un examen del yo culpable. Se vuelcan como un torrente contra un blanco selecto. Como un arco voltaico funesto, en la otra punta de Nahuel o de Maldonado está Cristina Kirchner. Aquí no hay peritaje, ni siquiera existe su simulacro. Porque la culpa originada en un hueco recóndito de las conciencias, que reproducen los flechazos más venenosos de la historia nacional, tiene un conducto mitológico ya preparado de antemano. Suprime instancias intermedias, desvíos, autoexámenes, prudencias reflexivas y nociones más complejas sobre la accidentalidad trágica. Con esa maquinaria de callosidades gobierna el macrismo. Veredictos: ¡Culpables! ¡Alto, Prefectura! ¡Ahogarlos en la parte más profunda!
        
El trágico hundimiento del submarino San Juan originó de inmediato una vergonzosa deriva de todos los medios oficialistas –que son, efectivamente, todos-, para comenzar a inclinar la opinión ciega, fustigadora, hacia el gobierno anterior. Tienen obstáculos públicos de por medio para concretar el deslizamiento hacia el pasado, ellos aprobaron todo, pero se tientan con crear otra gran escena. Exploran el camino, revisan expedientes, hablan súbitamente como expertos en licitación de baterías; un periodista de Clarín es habilitado para preparar el clima: “Mientras la fuerza de la versión estatal se va debilitando y corriendo del centro al transcurrir el tiempo sin novedades de los 44, ya aparecen voces que se animan a deslizar un “Cromañón del agua”, el fantasma de que la corrupción haya podido volver a matar. Por ahora es sólo un contrarremato, pero amenaza con incomodar”. También cita una novela de Aira, El todo que surca la nada, que no tiene nada que ver pero trata justamente de la lógica absurda de las conversaciones. Los escenógrafos están al acecho. Ensayan combinaciones, Cromagnon del agua es una burla lúgubre, una perfidia subacqua.
        
La excursión sistemática por la palabra culpa los lleva a hacer un balance de las últimas décadas de historia donde resuenan palabras como “atraso tecnológico”, “denigración de las fuerzas armadas”, aprovechando un accidente que nadie podrá explicar con las facilidades que da siempre el prejuicio y el rencor, para realizar una reivindicación del terrorismo de estado. No por nada, las nuevas funciones  y armamentos ocupados por el plan del gobierno hablan de narcotráfico y terrorismo. Ambas palabras, repletas de conflictualidades. El tráfico de “narcóticos” es una categoría interna de la circulación capitalista, una moneda imaginaria tan efectiva como las Lebacs. Es un combate de un ente consigo mismo. Lo mismo la palabra terrorista, terrorismo. Es palabra dúplice, tríplice. Como terrorismo de Estado, el terror a secas tiene un significado específico, fusiona una institución pública con su contracara secreta, a fin de denudar de ley a una grupo humano y convertirlo en laboratorio para cautiverios autoinfrigidos. Los va considerando un campo total de experimentación del miedo y del gobierno técnico de los cuerpos. Empleado por fuerzas insurreccionales no estatales el terror tiene variadas expresiones, una de las más extremas es la que implica puntos abstractos de ataque, elegidos por su significación genérica, más allá de las personas que afecte, por lo general masivamente. Así fue el evento de las Torres Gemelas, un forma inusual de la guerra donde la ordalía  totalizadora es de una crueldad ilimitada, pero las víctimas son consideradas sólo una serie globalizada e indeterminada, cuyo significado expresa enérgicamente el ataque a una nación, a una extensísima identidad social, cultural, religiosa o nacional. A diferencia de este terror global, que construye imágenes duraderas en la conciencia pública y establece un enrarecimiento perdurable de la cotidianeidad, el terror de la revolución francesa –aunque cobró numerosas víctimas- fue principalmente entre los actores fundamentales de la revolución, los nobles, los jacobinos, los girondinos. La Guillotina era el Estado, se movía hacia todas direcciones, su rapidez implacable sustituía a la justicia y equivalía a la expulsión de individuos previamente seleccionados de sus grupos. Era individualizada, pero con seccionamiento y sangre. No es fácil palabra el terror cuando la historia le ofrece tantas combinatorias. No se juega con ella.

A cualquiera de las variaciones de este tema –qué duda cabe, es uno de los horizontes posible de un mundo acribillado de tragedias-, quieren introducirnos ahora. Con todas las hipótesis que les permite la tragedia del San Juan. La culpa del pasado versus la Intangibilidad del presente; los oscuros expedientes de los que hay que sospechar y un jefe de ojos azules incorruptibles entrando en la sala de situación de la Armada impartiendo órdenes. Así pinta Morales Solá a Macri.
Exportar la culpa es la consigna del macrismo.  De ahí el modo en que recubre sus acciones represivas contra el pueblo mapuche. Primero, definiéndolos como un grupo minoritario de terroristas, que “desconocen el estado argentino”. En vez de sacar lecciones profundas de esta expresión de los grupos mapuches más politizados, siguen cabalgando hacia Choele-Choel con su onírica patrulla de caminos. Hubiera sido la oportunidad para que el Estado argentino repiense su propia historia. No, estos brutales personeros del macrismo se lanzan a reproducir la campaña roquista si se quiere con  mayor desdén y sin temor a recaer en conductas criminales.

Con Maldonado, la culpa era desterrada del accionar de la gendarmería con innumerables señuelos; ahora, con el asesinato del joven Nahuel, el Estado aduce Gobierno nacional y ya ha definido que esto se realizó por una “manda judicial”. También se aprende a hablar así. Nosotros. Dicen, no tenemos que probar lo que hacen las fuerzas de seguridad, es decir, la culpa la tiene la Prefectura –ya estamos cerca del Estado que a través de la ministra Bullrich intenta desprenderse de la responsabilidad- pero nuevamente vuelve la legitimidad de la represión y la explicación de un asesinato por culpa del asesinado. “Están ocupando tierras del Estado, de la Argentina”. Nos parece una frase extraordinaria por su necedad. Precisamente no habrá “Estado Argentino” ni “Argentina” si no se desmantela la actual política de culpabilización al Otro, y no se comienza a estudiar un nuevo cuadro de esa intencionalidad asociativa de carácter histórico en el territorio de lo que llamamos la Argentina. Para que una territorialidad en la planicie -tierra firme-, y marítima recobre su sentido, debe repensarse todo su andamiaje social, productivo, lingüístico y étnico.
        
En todos estos aspectos, el gobierno busca crear misteriosos asesinatos donde no los hay: Nisman. La culpa se dirige hacia zonas tenebrosas, ¿Y que emerge allí? Seguramente cierto nombre de una futura senadora. Milagro Sala: la destrucción de una obra urbanística, arquitectónica y habitacional construida como una experiencia con el Estado pero al margen del Estado, ha sido aplastada con topadoras y su máxima representante está presa, bajo riesgosas condiciones, por su propia culpa. El Estado, indiferente en su racionalidad represiva, tampoco “tiene nada que probar”. Es una absorta justicia la que ha actuado. Tanto el presidente afirmó que quería jueces a su medida, como ahora se alega tranquilamente que si se asesina, se induce al ahogamiento, se hace pasar un suicidio por un asesinato, el Estado no está allí, se ausenta, está ocupado en andar en bicicleta, revisa expedientes añejos, imagina peritajes. En su ausencia, otros que actúan por él, y que también responden por el nombre de Estado, reprimen, se endeudan, culpabilizan y recalculan el ciclo irresponsable de reversión de la percepción de la renta nacional.

Un  Estado es la República intangible, la sonrisa llana y el golpecito de afecto en la espalda. El otro Estado escudriña avieso con su periscopio artero a quién echarle las costas de la corrupción, imperativo categórico que lo rige y que envuelve tres cosas: el narcotráfico, el terrorismo y el kirchnerismo, sobre todo este último, con sus enmascarados venidos de Ucrania, Calafate y Avellaneda. Las tres cosas, como en las grandes implicaciones dialécticas, son sólo una.
        
Así como el Estado siempre tiene el monopolio de la fuerza y el beneficio de la duda –según dice una de sus máximas teóricas-, el otro Estado distraídamente se escinde del poder judicial después de haberlo colonizado por completo, y goza de vida etérea con los santos pliegos de su mayéutica: la corrupción mata. Este concepto no está de este modo siquiera en la Biblia, que entre tantas cosas, es un libro sobre todos los tipos de corrupción de la carne, en su aspecto terreno, celestial, metafórico y comestible. En verdad, ningún estado, ni el terrenal ni el celestial –ni el macrismo represivo ni el macrismo moralista-, pueden mostrar la relación determinista y directa entre corrupción y muerte. Aceptando el concepto de corrupción en su sentido habitual, no bíblico sino periodístico (o mejor, judicial, donde habría que aplicar cuatro o cinco figuras jurídicas específicas), no necesariamente termina en muertes, así como se introduciría una compuerta de infinitas dimensiones para juzgar las causales de muerte por todas las razones imaginables: tragedias colectivas, guerras, terremotos. ¿La naturaleza mata? ¿Dios tiene designios de ese calibre respecto a castigos finalistas por Él definidos? Es la disusión de Voltaire sobre el terremoto de Lisboa en el siglo XVII.

El mapa argentino hoy tiene sus límites entre el lugar hasta ahora ignoto en que se halla el desdichado submarino, motivo de un justificado llanto colectivo, y las líneas de fuerza de tipo geopolítico que alrededor de esa catástrofe se mueven con “las tecnologías no atrasadas”. Orgullosamente, un país más avanzado que otro país vecino, la República Autonomista de Malvinas (RAM), acude con sus fuerzas científico-técnicas a ayudar a ese otro país más pobre –fraternidad naval mediante, de la de ninguna manera nos burlamos-, llamado Argentina, con el cual tiene ciertas cercanías, por lo que concurre más velozmente en su ayuda. Es que estamos ante el macrismo, que goza viendo aterrizar el avión ruso más grande del mundo y el buque más poderos de la NASA. Bien explicada la fraternidad, es una cosa. Es otra cosa cuando un Estado mira para el lado de las acusaciones fáciles, y el otro Estado balbucea sobre las cuarenta y cuatro vidas en las profundidades del mar –eso es el espanto sin más. Lo indecible por antonomasia-, mientras hace acuerdos armamentistas. El llanto silente y respetuoso, que es inevitablemente rozado por la inquietud del horror, se retraduce entonces en decisiones que provisoriamente pueden llamarse “integrarse al mundo”, alegoría muy parecida a la extinción de la Argentina, nombre que sin embargo se le impone a fuego, “por manda jurídica”, según una ministra, a los mapuches rebeldes. ¿No les llama la atención que una soldado del ejército argentino estuviera entre ellos? Era mapuche. Clave esencial para depositar allí el óbolo de una gran reflexión sobre este país desdichado, que el macrismo impide.
        
La Argentina limita al Sureste marítimo con el ARA San Juan, el buque repentino que se hunde en nuestros propios lamentos, al suroeste fluvial con Santiago Maldonado (cuyo peritaje el sentido común puede y debe poner en duda, una ciencia presuntamente exacta, en casos como éste, no es superior a evidencias de la empirie más llana), y también con Rafael Nahuel, tiro en la espalda, prefectura diciendo redundante “Alto Prefectura”. Voces de las entrañas del Estado Argentino. El “otro” Estado dice yo no fui. Y al Noroeste linda con Milagro Sala, su martirio. En este trazado se mueven las fuerzas de reposición de lo justo. Nos referimos a las nuevas formas del sindicalismo, los nuevos estilos frentistas, todo aquello que quede en pie, que no será poco, y lo que aun estén dispuestos a ofrecer los antiguos movimientos populares.


 Fuente: La Tecl@Eñe

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