Nuestra mass media le da, sin saberlo, la razón a Voltaire: La civilización no suprime a la barbarie, la perfecciona y la hace más cruel..
De Civilizaciones y
Barbaries por Mario de Casas
La apelación al rechazo de la “vuelta al pasado” es
tanto cínica letanía como fundamento del discurso del oficialismo. Esta fórmula
es la punta de un iceberg que tiene distintos componentes, más o menos
encubiertos.
El más elemental es la falacia de la “herencia recibida”, que no
requiere mayor análisis por cuanto la realidad se encarga de desnudarla
diariamente; lo que no significa que las potenciales víctimas tengan plena
conciencia de que se trata de una argucia para justificar las políticas en ejecución,
y menos todavía de sus consecuencias.
Distinto es el caso de otros ingredientes de la diatriba, como
cuando se insiste en el imperativo de evitar el retorno de la “vieja política”,
del “populismo” o de los “personalismos”; cuestiones cuya enunciación genérica,
carente de toda historicidad, las convierte para el receptor inadvertido en
causas excluyentes del “problema argentino”. Si se suma la aparente convicción
con que los principales dirigentes de la alianza Cambiemos, sus intelectuales
orgánicos y algunos que se pueden considerar ajenos al oficialismo -pero
utilizan las mismas categorías para emitir juicios políticos- previenen sobre
tales “riesgos”, la cuestión necesariamente gana un lugar destacado en la lucha
político-ideológica que tiene al país por escenario.
Cuando se pretende dilucidar la génesis del kirchnerismo suele
destacarse una singularidad que también asoma cuando el objeto de análisis es
el peronismo. Me refiero a su aparición repentina -o falta de causas
evidentes-, que ha dejado y está dejando su marca en la trayectoria de estas
dos manifestaciones del movimiento nacional; parece que los elementos
ideológicos, políticos, económicos y sociales que las impulsaron se hubieran
combinado abruptamente en los momentos previos a su surgimiento, como si
hubieran brotado de la nada misma. En cambio, cuando Yrigoyen asumió el
gobierno en 1916 habían transcurrido 25 años de lucha, es decir que hubo un
período relativamente largo de gestación.
Mi hipótesis sobre los procesos que para el registro político
arrancaron en 1945 y 2003 va por otro carril: mientras la evolución real de la
sociedad argentina se gestaba en ámbitos ignorados cuando no despreciados, las
principales expresiones públicas de la cultura y la política proyectaban la
imagen de una república que seguía siendo igual a sí misma; políticos y
analistas, desconcertados por fenómenos que desbarataban sus planes y
pronósticos, desfiguraron lo que sucedía en sus narices y cayeron en el
reduccionismo de afirmar que se trataba de un pasajero renacimiento del tan
vilipendiado caudillismo. Así, a poco de andar, se invirtieron las relaciones
causa-efecto atribuyendo los presuntos “retrocesos” y/o “desmanes” a la
“demagogia” de un hombre; responsabilizando a Perón por la “segunda tiranía” y
a Kirchner por la “vuelta del populismo”.
Los argentinos hemos sido educados durante más de 100 años en el
repudio a los caudillos. Todavía hoy se enseña, desde los primeros grados hasta
la cátedra universitaria, que a nuestro país le aqueja una enfermedad
recurrente, y que no podemos considerarnos “civilizados” mientras no la
erradiquemos para siempre. Es el caudillismo con sus sucesivas manifestaciones:
montoneras, chusma yrigoyenista, descamisados o cabecitas negras del peronismo
y sometidos por el choripan del kirchnerismo. Los sociólogos, políticos y
opinadores deslumbrados por la decadente civilización europea ven en esas fases
la exteriorización, bajo formas distintas, de la misma “barbarie” sustancial no
extirpada. Sin embargo entre los caudillos de la mitad del siglo pasado y el
caudillo Kirchner media tanta distancia como entre las montoneras y la reacción
policlasista que estalló en diciembre de 2001.
Hay algo en las distintas manifestaciones de la “barbarie” que la
“civilización” no ha conseguido “superar”. Es que la civilización europea no se
expandió hasta arrancar de raíz la “barbarie” y borrar el pasado, como
pretendía Sarmiento; ni prendió y cuajó de raíz, según las esperanzas del joven
Alberdi. Propagó sus semillas en un medio social que, al fecundarlas, generó el
alumbramiento de una nueva civilización. La “barbarie” se civilizó al compás de
la expansión del modo de producción capitalista, pero no para hacer de la
Argentina el mero calco de las naciones pioneras del capitalismo. El autor de
las Bases pensaba que en un plazo breve nuestra sociedad se igualaría a las
idealizadas democracias anglosajonas, sin percibir que la expansión capitalista
generaba fuertes contradicciones en el orden social que impulsaba; la
fundamental tuvo origen en el desigual estado de desarrollo entre las potencias
imperiales -primero Inglaterra, después Estados Unidos- y el país de los
argentinos. Sin perjuicio de evaluaciones que exceden el alcance de estas
líneas, faltó a Alberdi y Sarmiento la perspectiva amplia de los fundadores de
una nueva civilización. No comprendieron las causas de la gran distancia entre
la “barbarie” indoamericana y el progresismo tecno-industrial anglosajón.
Lo dicho hasta aquí y las consideraciones que siguen vienen a
cuento porque la misma conciencia colonial que sólo concibe la imitación del
régimen de los colonizadores y nubló la visión de aquellos dos hombres clave
del siglo XIX, sigue vigente en la segunda década del siglo XXI; e implica un
desprecio por las masas, las de antes -nativas- y de las de ahora.
En efecto, primero fue la pasividad: los hombres de la
organización liberal de la República no fueron caudillos en el sentido de su
reconocimiento como jefes políticos por parte de las masas, sino todo lo
contrario, consagraron sus energías a quebrar los vínculos de los caudillos con
las masas; y como el tipo de dirigentes al estilo anglosajón que pretendían
imponer era un obstáculo insalvable para sustituir a los caudillos, apareció la
democracia renga que los socialistas castigaron con el epíteto de “política
criolla”. Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca, Juárez Celman y Pellegrini sabían
que la práctica del gobierno jurídicamente “democrático” -el único que convenía
a los intereses del capital extranjero y la oligarquía autóctona- demandaba que
las mayorías populares permanecieran pasivas: de movilizarse lo hubieran hecho
contra ese tipo de gobierno, resucitando el caudillaje.
Lo que no sabían es que iban a contar con el -tal vez
involuntario- respaldo de sociólogos de la época, quienes opinaban que la
pasividad era congénita en las masas nativas, y atribuían el caudillaje a ese
rasgo “natural” y por lo tanto insalvable: Carlos Octavio Bunge, uno de los más
respetados, veía -en 1903- al caudillo del ´900, instrumentado por la oligarquía
local con el objeto de sofocar la combatividad de las masas, como el caudillo
por excelencia: estaban fuera de su radar el caudillo anterior -el de las
montoneras- y el caudillo futuro -el que hasta hoy ha conducido las luchas
contra el coloniaje-. Éste no era un juicio aislado, formaba parte de una
especie de perversa “psicología social” que hizo historia y se constituyó en un
antecedente importante del pensamiento y comportamiento de quienes después
denigraron a los núcleos de las respectivas bases sociales de Yrigoyen, de
Perón y de Cristina.
Para Bunge la presunta inacción de las masas
era la causa excluyente de todo caudillaje, cuando en realidad desde Artigas en
adelante los caudillos de la primera hora revolucionaria se erigieron como
tales montando la ola de una fuerte actividad de las poblaciones. La
indiferencia colectiva que se observaba en la superficie política de la época
de Bunge no era consecuencia de incurables taras psicológicas, sino de la
incompatibilidad de vastos sectores populares con un régimen importado que no
surgía de ellos mismos y que se proponía transformarlos por la violencia, o
aniquilarlos.
En estos días, hemos sido testigos de la influencia de ese
positivismo sociológico, que presenta a las comunidades indígenas de nuestro
continente en estado de congelamiento definitivo, indiferentes a los cambios en
el mundo: en el contexto de la desaparición forzada de Santiago Maldonado,
mercenarios que trabajan para medios hegemónicos se burlaron incrédulos cuando
un testigo mapuche dijo que había visto a través de prismáticos a gendarmes
cerca de Santiago, que no había cruzado el río. Actitud tan insólita como
calificar de “terroristas” a los miembros de esa comunidad. Lo que sí es cierto
es que los pueblos originarios han dado trascendentes ejemplos
insurreccionales, y es probable que sus fracasos y la resistencia pasiva que
muchas veces les siguió hayan obedecido a diversas causas, como la falta de
conducciones que contribuyeran a romper con la disyuntiva entre un presente
ominoso y el retorno al pasado.
El período comprendido entre 1862 y 1916 permanece grabado en la
conciencia liberal-conservadora apuntalada por el positivismo como el único
tiempo -mitológico- de las esperanzas argentinas. Hay para ellos un antes y un
después de ese Tiempo de la República, paraíso perdido que sueñan recuperar;
apogeo de la “política criolla”, con el caudillo de viejo cuño domesticado;
cenit de la abundancia de los sectores primarios exportadores, de los
importadores y de los grandes bancos.
El período que lo precedió terminó con la muerte heroica de los
paraguayos en la guerra que denominan de la Triple Alianza, que el pensamiento
nacional llama de la Triple Infamia: un antes aniquilado por el colonialismo
capitalista a través del manejo de los ferrocarriles, los empréstitos y el
libre comercio. El período que le sucede llega hasta nuestros días.
Es evidente que tanto las distintas expresiones históricas de los
sectores conservadores y reaccionarios como las del movimiento nacional y
popular han fracasado hasta el momento en imponer definitivamente un orden
social. Las primeras para sumergirnos en la dependencia de las potencias
imperiales, para fiesta de unos pocos y frustración de las mayorías; las
segundas para consolidar las transformaciones que aseguren un desarrollo
relativamente autónomo y socialmente justo. Por eso el país está en disputa.
Soy consciente de que esta especie de empirismo histórico no
conduce directamente a las soluciones que desde el movimiento nacional, popular
y democrático necesitamos para romper ese eterno retorno, circularidad que se
prolonga sin solución de continuidad y estrangula el proceso argentino de
emancipación nacional y social; asimismo entiendo que este análisis no es para
oportunistas, que nunca miran más allá de sus intereses inmediatos ni más abajo
de la superficie, por lo que desconocen que una elección por sí no puede
cambiar para siempre el curso general del acontecer nacional. Pero ni el
presente ni el futuro pueden ser aprehendidos como si vinieran de un repollo,
tienen origen en el pasado, no como repetición mecánica, sino como asimilación
y rechazo; es decir, la concepción dialéctica del proceso histórico-social, no
la mera experiencia, nos puede orientar respecto de si la Argentina se está precipitando
en una etapa de decadencia irreversible o si siguen madurando en ella las
condiciones para cambios progresivos.
A partir de 1916, las masas han sido y son subestimadas no ya por
pasivas, sino por ignorantes. En la base de esta convicción de los sectores
dominantes y de importantes segmentos de las capas medias también está
ese liberal-positivismo que, como he sostenido más arriba, nunca entendió, ni
se preocupó por entender, las contradicciones que se agitaban en la sociedad
argentina en las vísperas del yrigoyenismo, del peronismo y del kirchnerismo
respectivamente; su característica sobresaliente sigue siendo la incapacidad
para concebir un país distinto de aquel que nació de la expansión colonialista
del siglo XIX. El pseudo-realismo que esgrimen sus epígonos se basa en creer
que las leyes sociales son rígidas y eternas, que siempre producirán el mismo
efecto, pues las asumen como si se tratara de la ley de la gravedad y otras
constantes de la naturaleza. En particular profesan una ciega adhesión a la
actual ortodoxia económica, que ya era dominante a fines del siglo XIX. Su nave
insignia es la Constitución de 1853 que, aun con sus modificaciones, se presta
a situaciones como la actual, que Cristina ha de denominado democracia precaria.
En los días que corren hemos sido testigos de una manifestación de
esa subsunción acrítica a todo lo que proviene de los países del norte, cuando
intelectuales y políticos de la alianza gobernante reaccionaron con admiración
ante la reelección para un cuarto mandato de la canciller alemana Merkel,
admiración del mismo orden de magnitud que el rechazo que les provoca toda
reelección en nuestras pampas de cualquier representante de los sectores
populares.
Esta crónica incomprensión de la situación nacional induce a
considerar los liderazgos populares como fenómenos aislados, consecuencia de la
perversidad de personajes ambiciosos en combinación con masas ignorantes -ya no
las nativas sino las que se conformaron con el aporte migratorio, externo e
interno-, y a reaccionar con estupor ante la reaparición del caudillo -ahora en
su versión moderna del líder popular- que una y otra vez creyeron sepultado
para siempre por la mediocridad liberal. Luego, se comprende que para el
macrismo y Cía. la contradicción fundamental sea “populismo-antipopulismo”, no
desarrollo autónomo-dependencia que equivale a la disyuntiva entre el Estado
bajo control popular o el Estado bajo control de las corporaciones; que el
impulso a un proceso de industrialización y el estímulo al consumo masivo sean
“despilfarros” y que “volver al mundo” sea someter toda decisión política a los
intereses de las potencias centrales, es decir, de las transnacionales y el
poder financiero global.
Es probable que de la indigencia ideológica -no de tecnologías de
marketing- que subyace al macrismo, y de sus políticas, no vaya a surgir un
líder popular; lo que también es probable es que el macrismo no se detenga en
su intento por destruir el único liderazgo popular vigente que, por definición
y antecedentes, es capaz de abortar sus planes: el de Cristina Fernández.
No está de más agregar que en esta instancia la derecha no sólo
pretende transformar regresiva y definitivamente las estructuras de la Nación:
aspira hacerlo con la aquiescencia mayoritaria, lo que implica la necesidad de
producir cambios culturales de amplio alcance. Es con este propósito que está
invirtiendo variados recursos, algunos modernos y sofisticados y otros viejos y
amañados, como los intentos por silenciar a uno de los más importantes intelectuales
argentinos vivo, Horacio Verbitsky, a sus compañeros en la investigación
periodística y a los medios en los que publica.
Sin embargo, no es aventurado asegurar que no le resultará fácil
alcanzar tan ambicioso objetivo. Los sectores populares argentinos no sólo
tienen conciencia de sus derechos, que pudieron ejercer cada vez que lograron
controlar el Estado, cuentan también con sólidas organizaciones y con historia
en luchas como la que está en curso. No olvidemos que en este país los
liderazgos populares siempre han representado el carácter nacional dominante, y
sus obras políticas las aspiraciones mismas de amplios sectores en un momento
particular de la historia; que el vituperado caudillo, en nuestro caso la
vituperada caudilla, marca con su sello toda una época, porque en realidad es
su época la que lo/a crea; que ni el odio ni la difamación pueden separar al
individuo histórico excepcional de su tiempo, al que representa no sólo en
términos de su emancipación nacional colectiva, sino también de sus
contradicciones. En tal sentido, el kirchnerismo y el antikirchnerismo existían
antes de Néstor y Cristina, y probablemente los sobrevivan. Por eso una
pregunta que hace las veces de brújula es ¿quiénes ungieron a Cristina líder y
quienes intentan destruirla?, o su equivalente: ¿qué hay detrás del
kirchnerismo y del antikirchnerismo?
Fuente: La
Tecla@Eñe
Los que nos acusan de pretender volver al pasado nos quieren empujar a tal pasado que se remontaría al pre-peronismo. Estos tipos se distinguen por acusarte de lo que ellos sí hacen y de manera multiplicada. Su cinismo no tiene límites.
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