Repasar las secuencias de conformación de la figura del intelectual, con su papel interpretativo, crítico, acusador de un presente o de la memoria de las cosas, significa ingresar de lleno en la historia de las ideas modernas, percibir cómo se gesta el espacio de esa subjetividad, y de qué forma es recibida la misma por la sociedad y los poderes. Escuchar a esa conciencia intelectual por lo general independiente, muchas veces solitaria, o adscripta a un credo, involucrada en la política, en lo social, en las ciencias, es como oír detonaciones posicionales que se disparan como un plus de esfuerzo desde la filosofía, la literatura, el arte, la sociología, la teoría crítica, el psicoanálisis, la propia religión. Es una crónica de secuencias intensas que algunas veces se eslabonan, otras no: otras serpentean como caminos apartados uno de otro por la montaña de una edad histórica. Hoy que el intelectual navega entre ser sólo referencia de un mercado cultural, vendido como el que piensa por usted, como autoayuda que simplifica y aplana lo complejo, o reformulado como figura desprovista de toda intensidad por la burocracia y rutina académica donde ya no aspira a otra cosa que a fichar un viejo libro o decir que todos ya suponen sin su ayuda, hoy precisamente recobra sentido discutir, rastrear o actualizar su derrotero político.
Sitio del
intelectual, rol del intelectual, papel del intelectual, misión del
intelectual, son variantes para pronunciar una tarea que cubre a Occidente
desde Europa como madraza de las ideas; tarea que bañó la tierra americana de
una manera rotunda y libre desde principios del siglo XIX (que tuvo en
Argentina las figuras de Moreno, Castelli, Monteagudo, Belgrano), y que implica
partir hacia su recorrido biográfico, hacia un mundo de pensamiento crítico,
inconformista, rebelde, de avanzada, preguntándose desde qué encrucijada
intelectual, desde qué actualidad se inicia este viaje que se remontará por dos
siglos y medio hasta las rumoreadas fuentes de su figura. La pregunta es desde
qué situación con respecto a esta discutida fragua intelectual se va en busca
de sus perfiles. Las cuestiones históricas adquieren significado cuando se va
en pos de las genealogías a partir de estar advertidos de qué se discutió, allá
atrás, sobre lo que todavía tenemos visible o neblinoso delante de la vista,
cerca, denominando zonas del presente. La arqueología de una problemática, en
este caso entre un actor singular y la sociedad, sólo cobra un valor porqué
(más allá de la simple erudición) es el presente el que nos solicita el
desmonte de sí mismo para ver los conflictos que llevan a repensar el pasado
para una actualidad desguarnecida la mayoría de las veces. La historia del
intelectual es la biografía de un pensamiento inscripto junto a la política y a
la cultura. Significa dejar constancia o abrir la cerrazón de lo político desde
el pensamiento y la crítica. Es fabular esa misión frente al intelectualismo
frío, la academia inerte, el periodismo rutinario, y asentado en la historia de
las ideas.
Se trata al menos de
plantear como prólogo y a grandes rasgos la intervención crítica y los lugares
ideológicos y políticos del intelectual en el proceso argentino de los últimos
años y en la presente escena del país; de revisar su participación pública en
este tiempo democrático teniendo en cuenta los distintos marcos de referencias
que resulta importante situar en relación con esa intervención. Podría hablarse
de la incidencia de un marco político siempre muy complejo, donde jugaron
distintas presencias de gobiernos a los largo de más de dos décadas. Puede
hablarse de la relación entre la tarea intelectual crítica, los poderes
políticos y la situación social y nacional. O de la vinculación entre los
posicionamientos intelectuales y el mercado mass mediático cultural, como así
también el mundo de prácticas profesionales con sus ofertas, casilleros y
formas de ordenar sus productos, sus lenguajes artísticos y sus consumos, ya
sean obras, sujetos, perfiles, campo temáticos, géneros, objetos de estudio,
casos periodísticos.
En definitiva,
pensar ese rol intelectual dentro de contexto mayor de una cultura democrática
con sus momentos esperanzadores, con sus crisis severas y recaídas permanentes.
Trabajar sobre ese tema significa, en principio, discutir no tanto sobre la
crítica, sino sobre las atmósferas que impregnaron o motivaron esa crítica;
biografiar en esos parajes una práctica de difícil caracterización,
desconsiderada, bastardeada, y a la vez mitificada en la historia de la ideas
modernas, que nadie solicita pero que a la vez las circunstancias de los
acontecimientos o el simple interés del mercado demanda y organiza.
La función de un
intelectual en una determinada y precisa historia presupone que existe una
tarea crítica intelectual. Ser parte entonces de una herencia intelectual
nacional e internacional. De una historia intelectual que es necesario repasar
y situar como extenso trayecto. Aunque indudablemente es lógico que la primera
pregunta recale hoy en la índole de esta práctica. ¿Escribir ensayos, aparecer
opinando en una revista o un diario, tomar la palabra en una mesa redonda,
intervenir en un programa de televisión sobre el tema de la semana, dar cuenta
de una interpretación crítica de las otras interpretaciones? ¿Eso es una
práctica diversa a otras prácticas intelectuales? ¿A las de un médico, un
geógrafo, un bioquímico, un jefe de sección bancaria, un director técnico? Ser
parte de la hipótesis de que sí es una faena particular con su historia, y
sobre ella se trataría de analizar su recorrido.
Esta tarea, la del
intelectual reflexivo, que nadie exige y sin embargo tiene su lugar, podría ser
definida de distintas maneras, y así registra la historia de las ideas. Una de
las definiciones, tal vez la de mayor amplitud, es comprender tal trabajo
crítico como un esfuerzo de sentido ahí
donde es difícil desentrañarlo. Donde no aparece, o no existe o donde se
considera que se plasmó una explicación equivocada. Donde el sentido es la
confrontación contra un poder cultural hegemónico. Esfuerzo de enunciación en
la jungla de portadores de enunciaciones explicativas, donde las profesiones,
las corporaciones, los suplementos culturales, los locutores de noticiero, la
voz de la universidad, los circuitos de ideas, los conductores de programas
aportan o conspiran contra la necesidad de interpretación.
La cuestión de la
crítica intelectual sería en definitiva un esfuerzo por un otorgamiento de
sentido ahí donde la realidad supuestamente se presenta casi ciega a sí misma o
generadora del unanimismo del sentido común, o uniformada por las grandes
emisiones mediáticas o el abuso de políticas totalizantes o totalitarias. En
tales circunstancias, el intelectual se piensa llamado a intervenir. ¿Qué
significa esta última frase?¿Quién llama al intelectual? Nadie. ¿En dónde está
inscripta, en cada circunstancia concreta, su pretendida “misión”? En ninguna
parte. ¿Qué espacio de la cultura establecida le reconoce su lugar
impostergable? Ninguno. Y es precisamente esta ausencia de necesidad de ningún
intelectual crítico con que se muestra el mundo daría neutralmente,
ingenuamente, lo que construye finalmente su significado actoral. La crítica
ausente que pasa desapercibida, o como natural condición de un mundo no pensado
en lo que vela al mundo, lo posterga, lo incumple, lo cierra, lo absuelve, lo mal
traduce: esa ausencia le confiere al intelectual la idea de su misión. ¿Quién
se la otorga? Una genealogía en la historia de las ideas modernas que creó en
la intensidad de la historia intelectual, en la toma de conciencia como tarea
intelectual crítica, la condición de la propia modernidad en tanto infinita
respuesta insatisfecha, ya no emitida sólo desde los gabinetes y laboratorios
de una elite, sino en y hacia los mundos de la política, hacia el conflicto
expuesto, hacia el plexo de la polis.
El intelectual hoy,
como un rostro a la vez frecuente, legitimado por demandas de mercado cultural,
por un juego democrático que se repite al escucharlo dentro de la comarca de
las opiniones, al mismo tiempo es, para muchos, una figura más intrascendente
que antes. Es un producto de un determinado consumo, es parte de la estrecha
ciudad culta, lectora, a diferencia de una noción pretérita de compromiso que
se tenía hasta hace tres décadas sobre el valor de una posición intelectual en
el campo de la política, de las irreversibles luchas sociales, de las ideas y
los mundos que lo vinculaban con los destinos populares. Hace treinta años la
figura del intelectual de izquierda, la mayoría de las veces de manera anónima,
estaba profundamente relacionada con el proyecto de la revolución social, con
sus teorías, fórmulas, versiones, pasos, éticas y objetivos mayores y menores.
Se situaba entonces
el intelectual en la Argentina de manera férreamente contestataria frente a
tiempos dictatoriales, persecutorios, censores, proscriptores de la política de
los partidos y de la democracia, o frente a democracias proscriptivas. Su
propia misión estaba inhabilitada de ser ejercida con libertad. La opción
entonces pasaba a ser su renuncia a esas formas de una democracia inexistente,
en cuanto a exponer de manera pública voces y escrituras del disenso. Para el
objetivo se buscó inscribir las ideas en este caso en perspectivas
revolucionarias, que no sólo luchasen contra un sistema capitalista burgués
carcelario, sino que también esa participación intelectual metamorfoseada, sin
nombre y apellido, orgánica, debatida de manera colectiva, productora de textos
y argumentos serviciales a una causa, se reuniese de alguna forma real o
imaginaria con el proyecto de las clases subalternas, explotadas en la
producción: con aquellos sectores jamás vinculados con los “mundos
intelectuales”.
Esta tarea férrea,
militante, antiindividualista, que se apartaba del mundo de los autores y
nombres del mercado cultural, enmascarada constantemente, gestó a la vez, por
la misma politicidad que la ceñía, una subjetividad intelectual dogmática, en
ocasiones soberbia, a menudo profética, por lo general fanatizada o militante
crística, para cumplir con la palabra programática establecida, para obedecer
textos canónicos que ya habían definido teórica y científicamente el curso de
la historia y sólo bastaba darles cumplimiento. Se situaba con sus compromisos
estéticos, políticos, ideológicos, en relación con una causa explícita,
identificable, inexorable. Desde esa elección de lugar y escritura, ejercía una
lectura reunificante, reductora, un hilo conductor que articulaba la conducta
intelectual de manera existencialmente integral: desde una frase de un texto
hasta cómo se debía agarrar el tenedor, ver un filme, relacionarse sexualmente,
tomar el futuro poder social. Un hilo denso y aseverativo unificaba lo que era
dable de interpretar y valorar, cómo actuar, cómo pensar, cómo enfrentarse a la
lectura de un periódico, a la propia sociedad, a sus distintos actores sociales.
El intelectual crítico de izquierda, independiente o como cuadro político, se
planteaba desde una verdad por venir con la revolución.
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