COMO EN EL 2011 a por los oficialismos...




El peso de los oficialismos

Por Marcelo Leiras y Luis Schiumerini para Le Monde diplomatique


Como en el boxeo y el fútbol, la condición de local pesa en la política. El ciclo electoral del 2011 demostró que los oficialismos se impusieron en casi todos los comicios que se disputaron. Comprender esta ventaja es importante para evaluar la calidad de la democracia argentina. Ocurrió en las semanas previas a las primarias nacionales. En las elecciones de Santa Fe y en las de la Ciudad de Buenos Aires, los candidatos del Frente para la Victoria quedaron muy lejos del primer lugar. En Córdoba ni se presentaron. Dado el peso de estas provincias, muchos se apuraron a pronosticar una primaria difícil para Cristina Fernández de Kirchner. Después del 14 de agosto y de la reelección obtenida el 23 de octubre, parece que esas elecciones provinciales hubieran ocurrido hace mucho tiempo o en otro país. Pero no: el momento y la sociedad que produjeron esos resultados aparentemente contradictorios son los mismos.
Una interpretación sencilla, que aparece en la mayoría de los análisis del ciclo electoral de este año, explica así el contraste entre el resultado nacional y los provinciales: como la situación económica y social es buena, las mayorías eligieron votar a los oficialismos. La interpretación parece convincente pero es errónea. Las condiciones económicas buenas no favorecen a todos los oficialismos. Hay ventajas de los oficialismos que son independientes de la situación económica. Aunque resulta difícil interpretar de un modo riguroso su magnitud, puede proponerse algunos argumentos para entender cómo operan. Comprender bajo qué condiciones ser oficialismo ayuda a ganar elecciones es importante tanto para evaluar la calidad de la democracia argentina como para entender la dinámica del gobierno democrático en general. Veamos por qué.


Es la economía


La idea de que la evolución de la economía incide sobre las decisiones de los votantes es una de las tesis más influyentes en el estudio del comportamiento electoral en las democracias modernas. Esa influencia está respaldada en abundante evidencia empírica. Hace diez años, Larry Bartels y John Zaller, luego de comparar casi todos los modelos estadísticos propuestos previamente, encontraron que la predicción más precisa de los resultados presidenciales en Estados Unidos surge de considerar la evolución del Producto Interno Bruto, la del empleo y las bajas en conflictos bélicos en el período previo a las elecciones. Esta interpretación se conoce como “hipótesis de pan y paz” y fue propuesta originalmente por Douglas Hibbs. Más tarde, una multitud de estudios confirma resultados análogos para otras democracias, incluidas las latinoamericanas. 

Aunque no es sencillo elucidar los mecanismos, el consenso entre los especialistas es que los votantes juzgan la evolución de la economía prestando más atención a su entorno social que a su situación individual, a los resultados pasados más que a las expectativas sobre el futuro, y a lo que ocurre casi inmediatamente antes de las elecciones más que a los eventos más remotos. En síntesis, el voto recompensa o castiga según cómo la economía evolucione en general en el corto plazo. 

La lectura dominante sobre el año electoral argentino, consistente con lo anterior, postula además que la recompensa o el castigo afectan a todos los oficialismos por igual, tanto al nacional como a los provinciales. No es un postulado descabellado. Uno podría pensar que, como es difícil discernir exactamente si la buena performance económica obedeció a las políticas del gobierno nacional o a las de los gobernadores, votamos con una regla “salomónica”: que se queden todos si las cosas andan bien; si andan mal, que se vayan todos. 

El postulado es verosímil pero contrario a las conclusiones de los estudios sobre el comportamiento electoral en nuestro país. Dos trabajos de Francois Gélineau y Karen Remmer y uno más amplio de Jonathan Rodden y Erik Wibbels  encuentran que los electores atribuyen responsabilidad por el desempeño de la economía al gobierno nacional (no a los provinciales). Estos hallazgos son consistentes con la reflexión teórica más general sobre la influencia de la economía en las elecciones. Puesto que en las democracias contemporáneas una multiplicidad de actores incide sobre las decisiones de gobierno, para premiar o castigar a quien decide es necesario, primero, identificarlo. Las instituciones (por ejemplo, el carácter presidencial o parlamentario del sistema) facilitan o dificultan esa identificación y, como un reflector, concentran la atención del electorado en una u otra región del escenario político. En los países federales como el nuestro, el reflector se posa sobre el gobierno nacional. Esto sugiere que, ante la dificultad de identificar a quién debemos premiar o castigar, en lugar de la regla salomónica, parece operar una regla de responsabilidad tácita: si no estás seguro de quién decidió, apuntale al jefe. In dubio, pro Caesar.


Es el oficialismo


Si la tendencia es tal cual lo expresado, y considerando que la economía anda bien y que esto se traduce en premios o castigos a las autoridades nacionales, ¿los candidatos del Frente para la Victoria no deberían haber obtenido mejores resultados en las elecciones provinciales? Seguramente sí; acaso por ese motivo los oficialismos provinciales opositores eligieron, como en la Ciudad de Buenos Aires o en Santa Fe, separar los comicios locales del nacional. Los candidatos provinciales del FPV en estos distritos no estuvieron tan lejos de la cosecha de la Presidenta el 23 de octubre pero la separación de las elecciones, aunque no mucho, parece haberlos perjudicado. La pregunta entonces es por qué un conjunto de ciudadanos que apoya electoralmente la gestión del gobierno nacional no acompaña a sus figuras provinciales.
Una lectura posible es que las imágenes personales pesan más que las identidades partidarias en el tejido de los lazos representativos y, por lo tanto, en las decisiones electorales (5). Esta tesis es persuasiva en general pero no explicaría lo que parece haber ocurrido en algunas elecciones provinciales argentinas: sucede que ese grupo –al que le gusta Cristina pero no los candidatos locales del Frente para la Victoria– no vota a cualquier otro, sino que se inclina mayoritariamente por los oficialismos provinciales. 

Esto significa que, junto con el mecanismo de voto económico, estaría operando otro, compatible con la tesis de personalización: una ventaja estructural a favor de los oficialismos. Esta ventaja es análoga a la que disfrutan los campeones del mundo en el boxeo: para sacarles el título hay que noquearlos porque, como los jueces tienden a favorecerlos, es casi imposible ganarles por puntos. Observemos que se trata de una ventaja independiente de cualquier otro resultado, una cosecha electoral extra que recibe el oficialismo por el mero hecho de ser tal.
¿Puede existir una ventaja de este tipo, independiente de los resultados de gobierno? La literatura especializada sugiere que sí. El análisis de la ventaja de los oficialismos interesa a los analistas del sistema político estadounidense desde la década de los 70 del siglo pasado. En ese país esta tendencia se viene profundizando y opera en las elecciones para todos los cargos de gobierno. Stephen Ansolabehere y James Snyder calcularon que durante los 90 los gobernadores disfrutaron de una ventaja estructural atribuible al cargo de 10%, los senadores de una de 9% y los diputados de una de 5% (6). No existen cálculos análogos para Argentina, pero cabe observar que en 2011 de los 24 candidatos oficialistas en las provincias solamente perdieron dos (Catamarca y Río Negro). Este resultado no es novedoso: desde 1987, en siete ciclos electorales, los oficialismos provinciales se impusieron el 80% de las veces. En siete provincias el partido oficialista nunca perdió una elección. Esta no es evidencia concluyente de que haya una ventaja estructural a favor de los oficialismos pero sugiere fuertemente que en las elecciones provinciales los partidos de gobierno juegan de local.
¿Y por qué el mero hecho de ejercer el gobierno, independientemente de los resultados, ofrecería una ventaja electoral? Combinando la incipiente elaboración teórica sobre el tema con algunas conjeturas propias, entendemos que los oficialismos disfrutan de dos tipos de ventajas: materiales y cognitivas. 

Las ventajas materiales derivan, en general, de la capacidad de utilizar los bienes y las políticas públicas para recompensar a los votantes y a los colaboradores del partido. La inversión proselitista de los recursos públicos no sólo alcanza a procedimientos ilegítimos, como la distribución condicional de la ayuda social, sino también a otros menos visibles pero igualmente importantes, como la adopción de medidas económicas cuyos beneficios se concentran en algún sector o región en particular. Buena parte de la política pública consiste en la producción de bienes total o parcialmente excluibles: las plazas, por ejemplo, están abiertas a todos, pero las disfrutan más los que viven más cerca de ellas. Los electorados recompensan a quienes los distinguen en la distribución de bienes; los gobiernos, anticipando esta distinción, orientan la inversión pública procurando maximizar su repercusión electoral.
Las ventajas cognitivas derivan de la incertidumbre que entraña la competencia electoral y de la visibilidad de la que disfrutan quienes ejercen cargos de gobierno. Votar implica comparar un resultado conocido (que el oficialismo haga algo parecido a lo que vino haciendo) con uno incierto (que alguno de los partidos de oposición haga lo que dice que va a hacer). Todos los votantes pueden determinar cuánto les gusta o les disgusta lo que conocen y estimar la probabilidad de que se repita lo que ha hecho el oficialismo. Por supuesto, se puede juzgar a los partidos de oposición de acuerdo con sus campañas, sus plataformas y su comportamiento previo. Pero este juicio es más vago y la estimación de probabilidad más incierta. Para algunos votantes, las peores realizaciones son preferibles a las mejores promesas simplemente porque son más ciertas. Para esos votantes, la boleta oficialista siempre es tentadora.
Por otro lado, competir en elecciones demanda distinguirse no sólo de otros partidos y candidatos sino de otros personajes y discursos que demandan la atención pública. La visibilidad pública depende en buena medida de las agendas periodísticas y éstas, a su vez, del atractivo narrativo de las noticias y de los intereses de los grupos mediáticos. Es mucho más probable producir un evento político dramáticamente interesante desde el Estado que desde la sociedad civil y, dentro del Estado, desde el Ejecutivo que desde el Congreso. Para compensar esta ventaja narrativa, las figuras de la oposición suelen recurrir, no solamente en Argentina y no solamente en la escala nacional, a la grandilocuencia y a la diatriba, pagando así, como enseña la fábula del pastor y las ovejas, notoriedad con credibilidad. También aquí la luz se concentra en alguna región del escenario y esa región la ocupa el oficialismo.


¿Qué es?


Es difícil estimar de un modo riguroso la magnitud de las ventajas de las que goza el oficialismo. En Argentina, durante 2011, parecen haber sido suficientes para facilitar que los gobernadores adversarios de la Casa Rosada, separando las elecciones provinciales de la nacional, consiguieran revalidar sus mandatos (como en Capital) o los de sus partidos (como en Santa Fe), a pesar del contexto económico favorable y de la ventaja oficialista de la que también disfruta el gobierno nacional.

Desde el punto de vista normativo, creemos que entender la naturaleza de esta ventaja oficialista es crucial. Como la localía en los deportes, como la condición de campeón en el boxeo, la ventaja oficialista no desnaturaliza la competencia sino que refleja las condiciones en las que ella tiene lugar. A diferencia de estas ventajas deportivas, la ventaja política del oficialismo puede facilitar su propio crecimiento, por ejemplo cambiando las reglas de juego de modo de consolidar la tendencia. Puesto que la democracia requiere que los oficialismos pierdan elecciones con probabilidad razonablemente alta, ese crecimiento es indeseable. Para evitarlo es necesario neutralizarlo, fundamentalmente en sus fuentes cognitivas. Esto no requiere oposiciones intransigentes, histriónicas ni especialmente diestras en el uso de las tecnologías de comunicación. Más modestamente, requiere inteligibilidad y consistencia, productos frecuentes de una de las armas más viejas de la más vieja política: la retórica.

Fuente: Le Monde diplomatique


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