Desde las ciencias sociales es mucho lo que
se puede dilucidar a partir de nuestras preferencias cotidianas. Vivimos en una
sociedad cuyo corte esencial no se da a partir de la ética, sino a partir de
los intereses particulares, legítimos e ilegítimos, y en defensa de ellos,
cuanto más turro y despiadado se es, más éxito se tendrá en el colectivo. La
mentira, la falacia, el descrédito, la sospecha, se han transformado en la
variable conceptual para el análisis de los fenómenos sociales, de modo que la
veracidad no es el fondo y el contenido de los dilemas sino una simple
atenuación, excusa conveniente para justificar nuestras propias percepciones.
Acaso algo secundario, cuestión menor y casual con la cual nos podemos
tropezar. Ser turro garpa, y bastante. No importa si nuestras conclusiones
acuerdan con los sucesos reales, lo que interesa es exhibir capacidad de daño.
Cuando uno comienza a conducirse por fuera de los carriles de la veracidad, más
allá que ésta nos satisfaga o nos disguste, automáticamente estamos alejándonos
de los caminos de la ética. Surge una pregunta: ¿Importa tal cuestión? Desde el
discurso formal todo pareciera indicar que dicha conducta tiene relevancia
debido a que se suele utilizar este quebranto humanístico como instancia de
crítica, pero a poco de andar notamos que inmediatamente tales quebrantos
suelen ser licenciados si es que afectan a camaradas de combate. La doble moral
y la credibilidad son los vasos comunicantes para el éxito del turro, de modo
que en tanto y en cuanto, como sociedad, decidamos colaborar con el diseño de
dichos recorridos, el abyecto tendrá garantizado, con marcado éxito, su lugar
en el mundo.
La ruta está construida por un sinnúmero de
sofismas que le permiten al turro circular con absoluta comodidad sabiendo que
su individualidad jamás tendrá que enfrentar la penosa experiencia de un vulgar
control de alcoholemia.
Estos tópicos más alguno que seguramente se
mimetiza constituyen los cimientos intelectuales del turro para ejercer sus
sentencias y demandas. Sería muy saludable discutir ciertos incisos desde la
política, pero se efectiviza desde la sospecha, el juicio taxativo que impone
el prejuicio y el poder inquisidor que tiene un armado periodístico que se
esfuerza por exponer tan sólo su capacidad de daño. Arquitectura del odio, formato
que le posibilita al turro fenomenales dividendos individuales (no sólo
económicos) usufructuando el hecho de que es la propia sociedad la que está
dispuesta a pagar y rendirle honores a semejantes profetas.
El turro basa su fortuna profesional en la
credibilidad y no en la veracidad. Todos los domingos por las noches observamos
que lo cierto, lo real, es algo que no tiene importancia política ni dimensión
argumental. De tanto mencionar a Hitler con el objeto de menoscabar a nuestra
conductora me convencieron que debo utilizar aquel fenómeno histórico-político
como ejemplo: podemos entonces afirmar, utilizando la misma lógica, que el
pueblo alemán creyó en el Tercer Reich sin permitirse atender a las verdades
que simultáneamente se estaban desarrollando en la coyuntura. El odio de raza,
la humillación de los tratados de Versalles y la victimización como elementos
movilizadores contribuyeron a convencer, a una gran porción de germanos
(eruditos y no eruditos), que la veracidad (ghettos, persecuciones, etc)
resultó un inciso secundario y dependiente de la credibilidad. Por entonces,
para el colectivo alemán Heidegger era creíble, Adorno, Benjamín y Horkheimer
no.
Heidegger, como operador nacionalsocialista
fue uno de los pensadores propagandísticos que más contribuyó para que la
verdad no sea expuesta, apostando al iluminismo que proponía su credibilidad:
“El estado de lo uno, la publicidad, el estado interpretado, la avidez de las
novedades, las habladurías”... Todo esto ayudó notablemente a la caída de la
República de Weimar. José Pablo Feinmann se pregunta, en cada oportunidad
que cita al creador de la teoría del Dazein (el ser ahí, el ser arrojado al
mundo) si podía, con su enorme inteligencia, ignorar que Auschwitz se estaba
gestando mucho tiempo antes de su concreta construcción. Pues los mencionados
estructuralistas de la escuela de Frankfurt sí, sin embargo no fueron creíbles.
A nadie le importó teorizar sobre el Iluminismo individualista y su
característica fundacional: relacionarse con las cosas como el dictador con los
hombres y menos aún que como razón instrumental era el que estaba gestando los
futuros campos de exterminio.
Aclaración: No es mi intención colocar en un pie de igualdad intelectual a Heidegger con la bolsa de fuking. Aunque sospecho que dicho saco de odio sostiene en algún rincón de su putrefacta geografía alguna leve aspiración de serlo.
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