Las penas pesan en el
corazón …
por José Natanson para Le Monde Diplomatique Cono
Sur
El estallido
de la primera fase de la crisis financiera global, en agosto del 2008, terminó
con la etapa de “crecimiento fácil” que había beneficiado a las economías
latinoamericanas desde el inicio del boom de los commodities allá por el 2003.
Increíblemente positiva y, mirada desde hoy, bastante breve, esta fase dorada
ha quedado atrás, y desde hace algunos años la región atraviesa un ciclo
económico menos diáfano, que se vuelve todavía más difícil para las economías
más grandes y diversificadas (Brasil, México, Argentina), que crecerán
comparativamente menos que aquellas que descansan en la exportación de uno o
dos recursos naturales cuyos precios se mantienen por la estratósfera (Perú,
Bolivia, Chile). La Cepal estima que, luego de cinco años de crecimiento a una
tasa promedio del 5 por ciento, este año la región crecerá apenas 2,2. La
tendencia se verifica, agudizada, en Argentina, que atraviesa el momento
económico más delicado de todo el ciclo kirchnerista. Lejos de las tasas
chinas, los superávits gemelos y la mejora de prácticamente todos los
indicadores sociales registrada en los años iniciales, desde hace un lustro la
economía enfrenta una serie de dificultades que sería insensato atribuir
exclusivamente al cambio de contexto internacional y que incluyen la
preocupante acumulación de cada vez más tensiones macro: una inflación que
oscila entre el 25 y el 30 por ciento, contra menos de 6 de promedio regional,
una caída de las reservas mayor que la registrada en otros países y últimamente
una disminución del consumo y un aumento del desempleo, todo lo cual marca una
diferencia significativa en tiempo (con la primera etapa del kirchnerismo) y
espacio (con el resto de los países latinoamericanos, que sufren algunos de los
mismos problemas pero, salvo en el caso de Venezuela, de manera menos intensa).
Y es que no hace falta ser un latinoamericanista consagrado para comprobar que
los países vecinos no registran los índices de inflación a los que nos hemos
acostumbrado en Argentina, que pueden recurrir a los mercados internacionales
para financiarse a tasas razonables y de este modo morigerar la restricción
externa, y que no deben lidiar con un mercado de cambios desdoblado e incierto
(con la excepción, una vez más, de Venezuela). Por supuesto, parte de la
explicación radica en causas de largo plazo que exceden al actual gobierno,
como el hecho de que Argentina fue el único país latinoamericano que produjo un
default en el tránsito al pos-neoliberalismo o, yendo incluso más atrás, la
tendencia a la profecía inflacionaria autocumplida y la pasión por el
atesoramiento en dólares de una sociedad habituada a la gimnasia de un
estallido económico cada diez años (las penas pesan en el corazón). Pero
también habrá que reconocer que muchos de estos problemas se generaron o
potenciaron durante la desdichada etapa policéfala de conducción económica,
cuando el manejo de las finanzas se dividía entre un quinteto de funcionarios
entre los que se destacaba Guillermo Moreno, y que estaban presentes antes de
que estallara el conflicto con los fondos buitre. Que de todos modos puso
las cosas patas para arriba. Unificada en Axel Kicillof, la economía se
encaminaba razonablemente a la normalización del frente financiero mediante los
acuerdos con el Club de París, Repsol y el Ciadi, como condición para la
búsqueda de capitales que permitieran enfrentar la restricción externa, cuando
el fallo de Thomas Griesa cambió el escenario. Y aunque todos sabemos que, con
28 mil millones de dólares de reservas, un sistema financiero sólido y fondeado
en pesos y una deuda externa manejable, la posibilidad de un estallido es
realmente lejana, preocupa en cambio el escenario de “crisis sin desenlace”, la
perspectiva recesiva que se intuye para un futuro gris y sus posibles impactos
sociales: este año, por primera vez desde el 2003, los salarios aumentarán
menos que la inflación, mientras que el mercado de trabajo comienza a mostrar signos
de un evidente deterioro, lo que resulta tanto más grave si se tiene en cuenta
que, como sostiene Gabriel Kessler en su completa investigación sobre la
evolución de la desigualdad en Argentina, los avances sociales más importantes
de la última década estuvieron en general vinculados a las mejoras en el
mercado laboral. Tras el volantazo de devaluación y aumento de tasas de
enero pasado, la estrategia económica parece limitarse hoy a políticas
sectoriales orientadas a contener los efectos recesivos de aquellos cambios:
repros, desgravaciones impositivas, planes de aliento al consumo, precios
cuidados... La pregunta es si este abordaje es suficiente, si las tensiones de
la macroeconomía se pueden resolver con el esfuerzo de la microeconomía y el
voluntarismo del Estado, o si más temprano que tarde no será necesario un nuevo
ajuste que ponga en línea las principales variables (la inflación, por ejemplo,
ya se comió parte del efecto competitivo del nuevo tipo de cambio). Desde
luego, algunas decisiones deben ser analizadas con discreción antes de ser
comunicadas (las devaluaciones, por ejemplo, son como los primeros besos: jamás
hay que anunciarlos). Por otra parte, resulta muy comprensible el rechazo que
genera en el equipo económico el recuerdo de los planes de shock y los
paquetazos sorpresivos típicos del pasado, cuando el ministro de Economía se
sentaba frente a las cámaras de la cadena nacional para notificar a una
población azorada un conjunto de medidas que trastocaban todo (el síndrome
Gilberto Manhattan Ruiz). Pero ahora, en el otro extremo, pareciera como si los
responsables de las finanzas públicas directamente se negaran a hablar de los
cambios en la macroeconomía: de hecho, algunos funcionarios siguen diciendo
“adecuación de precios” en lugar de inflación y se refieren a la devaluación de
enero como un... ¡deslizamiento cambiario! Algo similar ocurre con la crucial
decisión de bajar las tasas de interés aplicada en las últimas semanas: más
allá de si se trata o no de una estrategia adecuada, lo cierto es que nadie nos
ha explicado sus motivaciones y sus objetivos. Falta, en suma, un esfuerzo de
pedagogía que haga más explícitas y comprensibles las líneas fundamentales de
la macroeconomía en tiempos difíciles.
La política
No deja de resultar notable que, en un contexto económico turbulento, la política se mantenga serena, casi diríamos en paz. El oficialismo luce cohesionado detrás del liderazgo firme de Cristina, cuya imagen positiva aumentó a raíz del conflicto con los fondos buitre, y la perspectiva de una gran PASO de todo el peronismo no opositor contribuye a contener la interna presidencial, frente a una oposición que sigue enredada en las ambiciones y los egos de su feria de vanidades. Alejando un poco el foco del día a día resulta fácil comprobar que, aún en plena campaña presidencial, pareciera existir una suerte de consenso tácito alrededor de algunas líneas económicas elementales, consenso evidenciado en la heterodoxia moderada, una especie de lavagnismo difuso, que parece resumir la fe económica de los referentes de los principales candidatos presidenciales, muchos de los cuales fueron de hecho funcionarios kirchneristas (Roberto Lavagna, Miguel Peirano y Daniel Arroyo en el massismo, Martín Lousteau y Alfonso Prat-Gay en UNEN). En cuanto a Mauricio Macri, y aunque algunos de los economistas que lo acompañan muestran efectivamente un perfil diferente, no cuesta mucho imaginárselo ofreciéndole el manejo de la economía a un lavagnista (o incluso al mismo Lavagna, a quien, recordemos, en su momento tentó como candidato porteño). Pero maticemos. Esto no implica negar las diferencias entre oficialismo y oposición, que son muchas y muy notables, sino simplemente señalar que las principales alternativas para el 2015, incluyendo a las kirchneristas, resultan económicamente menos contrastantes que los escenarios polares estilo dolarización/devaluación típicos del pasado. ¿La economía gira al centro? Todavía es pronto para decirlo, pero en todo caso, y retomando la perspectiva latinoamericana del comienzo de este editorial, el contexto regional acompaña. En efecto, en el marco de una economía sin grandes crisis pero menos próspera que la de hace algunos años, la oposición a los gobiernos progresistas de América Latina aparece como populista en materia de seguridad pública, liberal (aunque no totalmente neoliberal) en materia económica, y lo suficientemente inteligente como para mostrar una cara social: Henrique Capriles, Mauricio Rodas, Aecio Neves, Massa, Macri, Unen... El motivo es simple: estamos en otra etapa. Como señaló Pablo Stefanoni, la “fase heroica” del giro a la izquierda ha quedado atrás, y hoy atravesamos un momento caracterizado por el amesetamiento de los procesos de integración, la moderación económica de los liderazgos (incluyendo los más radicales, como el de Evo Morales) y la marginación de las propuestas al estilo socialismo del siglo XXI, un poco por la interminable crisis interna de Venezuela y otro poco porque nunca pasó de la vistosa hiperactividad de Chávez. Siguiendo a Stefanoni, podríamos decir que no sólo la izquierda, también la oposición se “luliza”, en la región y en Argentina.
Lo que todavía no sabemos es si se trata de una buena noticia.
¿Sabe qué opino?
ResponderEliminarNecesitamos más militantes y menos analistas.
El militante devenido "analista" me produce arcadas.
Saludos.
Esta bien lo de Natanson y está bien lo tuyo. Una cosa no quita la otra. Para mi necesitamos más militantes y más analistas, y si se puede que ambas condiciones se encuentren al mismo tiempo.
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