Los eufemismos, la
violencia y el peligro
La huelga
convocada por la derecha y la izquierda argentinas –flamante oxímoron– acabó,
como era de esperarse, sin más logros que la alegría sobreactuada de los
señores Moyano y Barrionuevo, y la discreta felicidad del señor Etchevehere,
presidente de la Sociedad Rural, verdadera ganadora de la jornada. Pero también
con piquetes y amenazas, destrozos menores en el subte porteño, la intimidante
presencia de patotas y barras bravas al servicio de lo peor del otrora glorioso
sindicalismo argentino y algunas escaramuzas violentas. Es esto último lo que
inspira estas líneas, porque si hay algo que este país ya no debe tolerar es la
violencia.
Para reflexionar el asunto hay que, primero, entender que estamos en
presencia de un vocabulario que ha venido siendo sistemáticamente
distorsionado. Los eufemismos siempre confunden, y los que se especializan en
echar nafta al fuego –y en especial algunos diarios y la telebasura– son
también responsables de lo dificultoso que es vivir en paz en la Argentina. En
eso comparten el podio con cierta dirigencia política que, incapaz de ideas
propias, baila al compás de ese periodismo tendencioso que diariamente practica
violencia textual y oral mientras acusa de violentas a las autoridades elegidas
democráticamente.
En nuestro país y por lo menos desde la dictadura, cada tanto se
popularizan y asumen nuevos eufemismos. Decir una cosa por otra, para eludirla
o suavizarla, disimularla u ocultarla, es una vieja tradición argentina. Y
aunque no es el caso analizarlas todas ahora, sí cabe refrescar velozmente que
esto empezó a ser grave y peligroso en tiempos de las juntas militares y
después durante el gobierno de Carlitos. Y evocarlo se impone en estos días
porque todo eufemismo, aun en su aparente inocuidad, es violento en tanto modo
elusivo, engañador y gelatinoso.
Por otra parte, hace casi veinte años, y en estas mismas páginas,
sostuvimos con Osvaldo Bayer una durísima polémica acerca de la discutida
legitimidad de “matar al tirano”. Y creo recordar que acaso el único punto en
que estuvimos de acuerdo fue en que la violencia es un trauma que atraviesa
toda nuestra ensangrentada historia, y al decir toda incluyo los siglos XIX y
XX completos.
Pero si la violencia ha constituido un trauma nacional que sólo podrá
ser superado si se lo reconoce en totalidad, hay que reconocer también, y aquí
y ahora, que en estos tiempos eufemismos y violencia han prohijado una
desdichada, repudiable manera de construcción política. Que es necesario y
urgente desterrar mediante el único camino que cabe en democracia: el estricto
cumplimiento de las leyes, sin falsas laxitudes ni durezas impostadas.
He ahí, entonces, la enorme trascendencia que adquiere la también
necesaria y urgente sanción de los nuevos códigos –Civil y Penal– que es
evidente que están demorados nada más que por la tenaz y hasta violenta prédica
de dirigentes políticos argentinos que la van de “jóvenes” y “modernos”, pero
son ideológicamente ultraconservadores. No casualmente fueron esos mismos
dirigentes los que más demoraron en condenar categóricamente los recientes
linchamientos. Y es legítimo sospechar que lo hicieron forzados por sus
asesores, no por convicción.
Hace poquito, el asesinato de David Moreira en Rosario, y los sucesivos
linchamientos contra presuntos delincuentes, tuvieron una obvia y bastante
miserable repercusión en los medios, producto de lo cual se profundizó y agravó
la deslegitimación de la sanción jurídica. Lo que es gravísimo, porque a la
falta de condena se suma lo que en la vida cotidiana puede verse como estimulación
irresponsable a la repetición de los linchamientos. Una vez más los eufemismos
canallas: “Hacer justicia por mano propia”; “golpiza justiciera”; “paliza al
delincuente”; “el que mata debe morir”.
Así, el vocablo “castigo” deja de ser “pena que se impone a quien ha
cometido un delito o falta”, pasando a ser “venganza violenta que aplicamos
nosotros, en civilizada patota –otro oxímoron– “porque estamos hartos de que
nos roben y acá nadie hace nada”. Con lo que además ese “nadie” deviene
automática acusación a las autoridades y a los tres poderes de la república. Y
claro: el “hacer algo” que se reclama supone matar, liquidar, aniquilar.
Lo fenomenal de todo esto es, además, que incluso legisladores y
legisladoras que aparecen como adalides de la paz, caen permanentemente en
discursos apocalípticos y por ende violentos, muchas veces sin darse cuenta de
que los medios que les dan espacio los están utilizando para generar más furia
colectiva.
Y es notable, además –y esto se aprecia en cualquier conversación entre
amigos–, cómo los discursos del odio promueven una especie de violencia
inconsciente en personas habitualmente pacíficas. Cualquier ciudadano/a puede
ver hoy, encendidas por un resentimiento inexplicable, a personas de sus
amistades hasta ahora tranquilas y respetables, de pronto convertidas en
justificadores de cualquier barbaridad. Asombra ver cómo justifican con
eufemismos atrocidades que hasta ayer ellos mismos hubiesen condenado con
dureza y con razón.
La así llamada “justicia por mano propia” no existe. Es una tara de la
convivencia, y en la Argentina es urgente reencauzar la cuestión, reinscribirla
en los cánones constitucionales y hacer docencia cívica. Es demasiado peligroso
distraerse en este punto.
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