EN LA MISTERIOSA BUENOS AIRES DE LAS MARMICOC Y LOS CORTES DE LUZ OCURREN COSAS POR LAS CUALES NADIE HACE SONAR EL TRONAR DE LAS CACEROLAS Y MENOS AÚN SON DIFUNDIDAS POR LOS MEDIOS DOMINANTES.
El trabajo esclavo porteño
por Felipe
Deslarmes para Miradas al Sur
Si no querés, no
vengas más”, es la muletilla preferida de Mónica Mariel Bolo, dueña de una
fábrica textil que lleva su nombre, ubicada en Zañartú 607. Le encantaba
decírsela a los 85 trabajadores que tuvo en situaciones de enorme precariedad y
que desde diciembre están en vigilia en la puerta denunciando que Bolo no les
pagó los últimos meses de trabajo, cerró sin previo aviso y sin indemnizar y
vació el taller en un fin de semana.
La fábrica había
empezado desde febrero a hacer vestimentas para, entre otras, las firmas
Cheeky, Wilson, Yagmour, Montagne Prestige y Stone. Para reclutar oficiales
maquinistas había acudido a una radio, La Favorita, con un aviso pago que
explicitaba que necesitaba empleados con experiencia y que el trabajo era “en
blanco”.
Entre los que
ingresaron en esa primera camada está Shirley, que, desde el cierre del taller,
es delegada: “Me probaron y me confirmaron en el instante que empezaba a
trabajar al día siguiente. Mónica era la que estaba siempre allí, encima
nuestro, viendo cómo estábamos trabajando; y también era la que nos metía
presión, más que los encargados, porque decía que era ella la que pagaba y que
los encargados eran como nosotros, empleados. Era también la que pedía siempre
más producción y exigía que nos quedáramos más horas. Como necesitábamos ganar
un poco más, siempre accedíamos. Yo estoy desde el principio y me había dicho
que mi horario era de 7 a 17, pero a los que ingresaron después, directamente
les decía que el horario era de 12 horas, de 7 a 19”.
Lourdes es de las
trabajadoras que ingresó después: “Yo empecé en julio, la fábrica empezó en
febrero. Llegué por un aviso de una radio. Me dijeron que iba a trabajar por
hora, y que para empezar me pagarían $20 la hora. Desde un principio, me habían
dicho que serían 12 horas, de 7 a 19. El primer mes cumplieron con el pago.
Cobré $ 5.500, en efectivo y con un recibo trucho que decía que trabajaba media
jornada. Ni siquiera nos dejaban leer lo que firmábamos; nos apuraban y decían
que si no firmábamos nos podíamos ir. Ya al segundo mes, cobré menos ($ 4.600)
porque hubo feriados y no se pagaban. Obviamente, sabíamos que sí se debían
pagar. Pero, además, nos hacían trabajar los sábados para recuperar los
feriados. Yo les preguntaba ‘si son feriados y no se pagan, ¿por qué voy a
venir a trabajar?’ Pero había compañeros que venían. Y la respuesta era siempre
la misma: ‘Si no querés, no vengas más’”. Todos entraban a las 7 y estaban las
doce horas sentados frente a una máquina. Sólo paraban para un desayuno de 15’
que les daban a las 9: un té con un pan (cuando el estatuto del sector exige
que sea leche) y para el almuerzo a las 12, de media hora, escalonado por
sector donde cada uno debía traerse su comida de su casa. El trabajo era en
cadena y hacían las prendas desde cero. Para eso les exigían experiencia como
oficiales, aunque sus recibos indicaran otra cosa para eludir pagos al fisco de
forma aún más alevosa. “El último mes empecé a tener que levantarme para
repartir los cortes –observa Lourdes– porque habían echado al encargado del
sector que era quien repartía los cortes y se ocupaba de acercarnos las telas y
decirnos cómo debían ir”. También era quien les decía cuántas prendas tenían
que hacer. “Nos pedían 500 prendas por día, pero es imposible, sólo llegábamos
a 100; no eran prendas fáciles”.
El lugar no estaba
en condiciones. Era una casa de dos plantas que en la planta baja tenía una
mesa de corte y, a la derecha, dos sectores del taller. Hacia el fondo, todo un
sector con máquinas y apenas espacio para caminar. En la planta de arriba, una
mitad la ocupaban más máquinas y la otra mitad era la vivienda de Mónica. Había
dos baños para los 85 trabajadores, en el aire había polvillo y no les daban
barbijos. No fichaban; un encargado marcaba en un papel el horario de entrada y
salida de cada uno y no les quedaba registro a los trabajadores del horario que
hacían (algunos lectores también se preguntarán para qué, si más allá de que
les corresponde, en definitiva les hacían hacer siempre 12 horas). Si alguno
pretendía irse, por ejemplo, a las 17, como habían pactado los que habían
entrado primero, les exigían que se quedaran hasta las 19 “porque había que
entregar las prendas” y, si no, la muletilla de Bolo recordándoles la fragilidad
de su relación laboral. Entonces, todos se quedaban.
Casi de manual, el
problema comenzó cuando en septiembre la empresa comenzó a retrasar los pagos
de salarios. Les daban de a puchitos. Los trabajadores reclamaron cuando se les
debió un mes y pidieron también sus aguinaldos. La empresa respondió
despidiendo a nueve trabajadores. En ese momento, los empleados de la parte
superior del edificio se plantaron pidiendo su reincorporación. “Ahí Mariel
llama a su abogada, y nosotros al sindicato”, recuerda la delegada.
Llamaron al Soiva,
que nunca se había presentado antes para chequear las condiciones laborales de
estos agremiados, pero encontraron como respuesta sólo que debían reclamar que
se reflejara en sus recibos que trabajaban jornada completa y el cargo real
(oficiales).
Con abogados
presentes, la dueña del taller se comprometía a darles un vale el lunes y que
el 19 de diciembre cancelaría la deuda con los despedidos. Quedaron en que el
lunes 9 se iba a trabajar.
“Eso fue un viernes
–recordó Shirley– y cuando llegamos el lunes estaban las puertas cerradas con
un cartel que decía que se había cerrado. Al vernos en la puerta, los vecinos
se acercaron a decirnos que en el fin de semana habían llegado varios camiones
de mudanza y se habían llevado todas las máquinas”. En ese momento decidieron
quedarse y acampar en la puerta.
Al día siguiente,
el esposo de Mariel salió a decirles que pensaron que iban a tomar la fábrica y
que por eso sacaron las máquinas de ahí. Pero también intentó sacárselos de
encima diciendo que debían reclamarles a las marcas. “No nos molesten a
nosotros”, les dijo. El miércoles, desde la ventana, Mariel y su hija los
insultaron y llamaron a la Policía para que las ayudaran a irse, sin dudar en golpear
a los trabajadores explotados para abrirles lugar.
Los trabajadores
comenzaron a organizarse. Shirley nunca había sido delegada ni sabía sobre
organización sindical: “Por mi carácter, fui elegida por los compañeros para
representarlos junto a otra compañera. Nunca había tenido un problema así.
Nunca pisé un juzgado. Y es porque se dio así que estoy aprendiendo de leyes y
derechos. Ahora hay mucha gente ayudándome a ver cómo puedo ayudar a solucionar
esto. Y ahora sé cómo tengo que defender los derechos de mis compañeros. No
insulto a nadie, no amenazo, sólo digo lo que pasó”.
Shirley recibió
amenazas de la abogada de la dueña tratando de silenciarla advirtiendo que le
enviarían cartas documento si seguía haciendo declaraciones públicas, a lo que
respondió que sabía que podía decirlo porque sabía perfectamente lo que pasaba.
“Yo lo padecía ahí mismo. Acá nos adeudan desde octubre. Nosotros acatamos las
leyes y levantamos el acampe como pedía la conciliación obligatoria. Sólo
dejamos a algunos compañeros en vigilia para que no saquen lo que queda. Es la
única garantía. Quedan pocas máquinas y toda la mercadería de las marcas… La
Alameda nos está ayudando. Gustavo Vera vino varias veces a la vigilia y nos
asesora. Nos está llevando por un buen camino. El sindicato jugaba con la
patronal y arreglaba reuniones por atrás de nosotros. Nunca se metían a ver las
condiciones en que trabajábamos y esperaron a que nosotros los llamáramos por
aquel despido para venir y decirnos lo poco que dijeron”.
Gustavo Vera es diputado
por UNEN en la Legislatura porteña e integrante de La Alameda, una organización
con representación gremial que, desde sus inicios, denuncia la trata de
personas, los abusos a trabajadores y el trabajo esclavo. En diálogo con
Miradas al Sur, Vera sostuvo: “El caso de la textil Bolo es un caso típico de
estrago laboral con trabajo forzoso, que se maneja con un recibo laboral que
acredita cuatro horas cuando en realidad trabajan 12 y les pagan mucho menos de
lo que indica el convenio colectivo de trabajo, no les pagan horas extras y les
desconocen sus derechos. Es un caso de trabajo forzoso con fraude laboral para
poder engañar a los inspectores, cuando vienen”.
Respecto del
accionar del sindicato, Vera sostuvo que “Soiva jugó abiertamente para la patronal
durante el conflicto hasta que los trabajadores tomaron el Soiva. Desde hace
mucho tiempo viene jugando en forma bochornosa a favor de las patronales. No
por casualidad una gran parte de las comisiones internas fueron recuperadas con
direcciones alternativas a la de Soiva; algo que crea una situación de doble
poder dentro del Soiva, donde por un lado está el poder formal, el del aparato,
el de una burocracia totalmente desgastada y entongada con la patronal, y por
el otro lado, las comisiones internas con un movimiento importante y un apoyo
muy fuerte a los trabajadores de esta textil”.
Según descubrió La
Alameda, en la CABA hay 104 marcas denunciadas en el Juzgado Federal por
violación a la ley de trabajo a domicilio y a la ley de migraciones y, en varios
casos, por trata de personas con fines de explotación laboral.
Vera recordó la
megacausa donde se hallaron culpables a responsables de talleres clandestinos
pero reconoce que hay más talleres “en otros juzgados”. También recordó que el
30 de diciembre de 2013 hubo una primera sentencia con varios imputados
talleristas de firmas como Montagne, Lacar, Rusty y Kosiuko donde dieron penas
de entre 9 y 30 años de prisión y se realizó un decomiso de máquinas que serán
dadas a la comunidad para dar servicio a la sociedad que van a determinar en
los próximos meses. “Hay alrededor de 3.000 talleres clandestinos en la ciudad.
Talleres que trabajan para las grandes marcas o para La Salada, y algunos, para
los dos".
Según indica un
informe de La Alameda, lo que invierte la marca en la confección de una prenda
es el 20% del valor final que tiene esa marca en el local; un porcentaje
compuesto por el 5% en el costo de confección de la prenda y un 15% en lo que
es insumos (básicamente el corte y materia prima), y donde los valores
restantes quedan en intermediarios, franquicias, impuestos y un alto margen de
ganancia que en la mayoría de los casos supera el 30%; rentabilidad mucho más
alta que en cualquier otra rama de la economía donde lo habitual es un 8%.
La marca Cheeky
pertenece a la familia Awada, y Juliana, la esposa del jefe de Gobierno porteño
Mauricio Macri, está incluida y según marca la ley, es corresponsable de esa
explotación y por esos trabajadores. En la marca Awada, de la que es única
titular, se encontraron casos de trabajo esclavo que desde La Alameda
denunciaron en juzgados federales. “En el caso de Cheeky son agravadas, porque
en 2007 lo denunciamos junto con la Defensoría y en 2012 volvimos a reiterar la
denuncia, esta vez acompañados por la secretaría de DDHH de la CGT. Y en caso
de Juliana Awada, denunciamos dos talleres clandestinos, que estaban en Villa
Ballester en 2006 y uno más en 2009 en Capital Federal”, sostuvo Vera, que
acusa al gobierno porteño de hacer la vista gorda y revela que muchas de las
denuncias que disparan las investigaciones no provienen de un costurero
explotado sino de un vecino común y corriente; que no saben concretamente cuál
es la marca específica que está trabajando en ese taller pero toman luego
conocimiento por empleados de agencias, tanto comunitarias como de la
Secretaría de Trabajo, que entre los listados de los varios cientos de talleres
que les pasaron, encontraron uno bastante bochornoso que era de Juliana Awada y
que no hicieron público. “Hubo inspectores que descubrieron talleres
clandestinos de Awada y no indicaron públicamente cuáles eran. Nosotros tenemos
filmados por dentro los talleres de Awada, varios de los de Cheeky y, frente a
los cuales, en general, el Gobierno de la Ciudad tuvo una política de
encubrimiento”.
Para Vera, debería
generarse un sistema de auditoría que fuera obligatorio y que reflejara un poco
el modelo que el INTI impulsó en 2007 que se llamaba “Compromiso Social
Compartido”. Se trataba de un programa que invitaba a todas las marcas a
dejarse auditar en toda su cadena de valor, para que certificaran que están
libres de trabajo esclavo. “Estamos proponiendo que sea de carácter
obligatorio, que esté bajo la tutela del Ministerio de Producción y controlado
y fiscalizado por la Legislatura. Y que quienes no se auditen tengan una escala
de sanciones que vayan desde multas o restricciones al crédito hasta la
imposibilidad de operar en el ámbito porteño hasta que no regularice su
situación”, reclama el diputado y advierte que no sólo debería tratarse de una
multa sino que además debe hacerse público desde la Secretaría de Empleo o a
través del Ministerio de Producción el listado de marcas que no estén
cumpliendo los requisitos y que no estén confeccionando según las normas de
higiene y seguridad básicas y elementales. “Pero veo que en la Ciudad de Buenos
Aires no hay una política activa para combatir la trata y las mafias.
Encontramos situaciones graves donde, además de los talleres clandestinos,
tenemos 1.200 prostíbulos, cientos de puntos de venta de droga. Desde el
Gobierno de la Ciudad nadie lleva una política activa para erradicar esto”.
En el caso puntual
de los obreros textiles de los talleres que esta semana cortaron cruces viales
para hacer visibles sus reclamos, ya que ninguna de las marcas ni la dueña de
la empresa se presentaron en las audiencias, están investigando por qué y
adónde se llevaron las máquinas: “Sabemos que Bolo recibió de las marcas un
monto de dinero el día que debía pagarnos. Pero a ella no le dio la gana de
pagarnos y se fugó”, dijo la delegada Shirley, que afirmó que ya tienen algunos
datos pero que necesitan confirmar antes de hacer públicos. Respecto de sus
lazos con el sindicato, dijo: “Todavía creemos en el sindicato, que está para
defender a los trabajadores, pero ya veremos cómo se resuelve todo. A la larga,
todo se sabe”.
Fuente: Miradas al
Sur
Es verdad. Ni un mísero cacerolazito por semejante barbarie.
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