Hubo
un tiempo en que si uno andaba por ahí gritando “el fin está cerca” le tildaban
de chiflado, alguien a quien no se podía tomar en serio. Hoy día, sin embargo,
todas las personas de bien van por ahí advirtiendo del desastre que se avecina.
De hecho, uno tiene prácticamente que sumarse a las fantasías del apocalipsis
fiscal para que lo consideren respetable.
Y
quiero decir fantasías. Washington se ha pasado más de tres años aterrorizado
por una crisis de la deuda que sigue sin producirse y que, en realidad, no
puede ocurrir en un país como Estados Unidos, que tiene su propia moneda y
adquiere sus préstamos en esa moneda. Pero los pájaros de mal agüero no dan su
brazo a torcer.
Fíjense,
por ejemplo, en Stanley Druckenmiller, el inversor multimillonario, que hace
poco causó un revuelo con sus advertencias sobre la carga que representan
nuestros programas de ayuda social. (¡No me diga! ¿Cómo es que a nadie más se
le ha ocurrido usar ese argumento?). Podría haber hablado de los problemas a
los que tal vez nos enfrentemos dentro de una o dos décadas. Pero no. Parece
sentirse en la obligación de advertirnos sobre la inminente amenaza de una
crisis financiera peor que la de 2008.
O
piensen en la organización Fix
the Debt [Arreglen la Deuda], siempre gruñendo por el déficit,
dirigida por los omnipresentes Alan Simpson y Erskine Bowles. Supongo que era
de prever que Fix the
Debt respondiese al último pacto presupuestario con un comunicado
de prensa que intentase centrar la atención en su tema preferido. Pero la
organización no se ha contentado con afirmar que los problemas presupuestarios
a largo plazo de Estados Unidos siguen sin resolverse, cosa que es cierta.
Tenía que advertir de que “seguir posponiendo el momento de hacer frente a
nuestra deuda es dejar que siga ardiendo un fuego que podría descontrolarse en
cualquier momento”.
Como
ya he indicado, hay dos cosas llamativas en esta especie de catastrofismo. Una
es que los catastrofistas no se han replanteado sus premisas a pesar de haberse
equivocado una y otra vez (quizá porque los medios de comunicación siguen
tratándolos con inmenso respeto). La otra es que, por lo que yo sé, nadie, y
subrayo lo de nadie, del universo del apocalipsis inminente ha intentado
explicar cómo tendría lugar exactamente el desastre que pronostican.
Respecto
a los gritos de “que viene el lobo”, en cierto sentido resulta realmente
asombroso darse cuenta de la cantidad de tiempo que llevan las advertencias
sobre un desastre inminente llenando las ondas y las páginas de opinión. Por
ejemplo, acabo de releer un artículo de opinión de Alan Greenspan en The Wall Street Journal
advirtiendo de que nuestro déficit presupuestario haría que se disparasen la
inflación y los tipos de interés. ¿Qué pasa con la realidad de la baja
inflación y los tipos de interés bajos? Eso, afirma él en su artículo, es
“lamentable, porque está fomentando una sensación de complacencia”.
Resulta
curiosa la facilidad con la que personas que normalmente se inclinan ante la
sabiduría de los mercados afirman que los mercados se equivocan por completo
cuando no se dejan llevar por el pánico del modo en que supuestamente deberían
hacerlo. Pero lo verdaderamente llamativo de este ejemplo es la fecha: el
artículo de Greenspan se publicó en junio de 2010, hace casi tres años y medio
(y tanto la inflación como los tipos de interés siguen siendo bajos).
¿Y
se ha replanteado su opinión el antiguo maestro tras haber estado tan
equivocado durante tanto tiempo? Ni lo más mínimo. Su nuevo (y bastante malo)
libro afirma: “La tendencia hacia un gasto deficitario sin restricciones es
nuestro principal problema interno”.
Mientras
tanto, en relación con esa crisis de la deuda a menudo profetizada y que nunca
llega, en una declaración ante el Senado hace más de dos años y medio, Bowles
advertía de que probablemente nos íbamos a enfrentar a una crisis fiscal unos
dos años después e instaba a quienes le escuchaban a “detenerse un minuto a
pensar en lo que pasaría” si “los banqueros de Asia” dejasen de comprar nuestra
deuda. ¿Pero han intentado verdaderamente él o alguno de los suyos pensar
detenidamente en lo que pasaría? No, en realidad no. Simplemente dan por hecho
que los tipos de interés se dispararán y habrá una debacle económica, cuando la
teoría y las pruebas indican que no es así.
¿No
me creen? Fíjense en Japón, un país que, como Estados Unidos, tiene su propia
moneda y adquiere sus préstamos en esa moneda, y que, en relación con el PIB,
tiene una deuda mucho más alta que la nuestra. Desde que llegó al cargo, el
primer ministro Shinzo Abe ha maquinado, de hecho, exactamente la clase de
pérdida de confianza que temen quienes se preocupan por la deuda; es decir, ha
convencido a los inversores de que la deflación ha acabado y la inflación está
a la vuelta de la esquina, lo que hace menos atractivos los bonos japoneses. Y
los efectos en la economía japonesa han sido todos positivos. Los tipos de
interés siguen bajos porque la gente espera que el Banco de Japón (el
equivalente a la Reserva Federal) los mantenga bajos; el yen ha caído, lo cual
es bueno porque hace que las exportaciones japonesas sean más competitivas. Y
el crecimiento económico japonés, de hecho, se ha acelerado.
¿Por
qué, entonces, deberíamos temer un apocalipsis de la deuda en EE UU? Se podría pensar
que seguramente alguien de la comunidad del apocalipsis de la deuda habrá
ofrecido una explicación clara. Pero no ha sido así.
De
modo que la próxima vez que vean a algún hombre trajeado y de aspecto serio
afirmar que estamos al borde del precipicio de la catástrofe fiscal, no se
asusten. Él y sus amigos se han equivocado en todo hasta la fecha y,
literalmente, no tienen ni idea de lo que dicen.
Comentarios
Publicar un comentario