"Se muere escuchando el noticiero,
donde cuenta como le dan caza
se muere mirando el noticiero
donde cuentan como le dan caza.
Paisaje transmitido entre los nervios
mientras le alcanza".
El
telediario es el modelo comunicacional por excelencia, el más seguido por la
audiencia, el más influyente, debido precisamente a su instantaneidad, no
igualada por ningún otro medio. Durante años, el telediario ha sido la única
fuente de información sobre la actualidad para mucha gente. Su corta duración
implica que el tratamiento de las noticias del día ha de ser necesariamente
conciso, superficial. Las noticias deben llamar poderosamente la atención del
espectador, lo que significa que se descartan aquellas que no cumplen esta
característica. Las informaciones de corte sensacionalista, o frívolo, tienen
así más oportunidades de ser seleccionadas que las de tema político o social,
que pierden importancia porque atraen a menor número de televidentes. La imagen
predomina sobre el contenido. Lo que interesa realmente es la espectacularidad,
aquello que despierta la atención visual del espectador: la sangre, las
catástrofes, las guerras (algunas, no todas), violencia callejera, crímenes,
deportes. El propósito es entretener, no informar. O mejor dicho: la anécdota
se convierte en información, el espectáculo se disfraza de información. Un
acontecimiento sólo es digno de reseñar si se tienen imágenes de él. Y así
todas las informaciones adquieren parecida importancia, lo que contribuye a su
banalización. El telediario sigue las mismas reglas que determinan el show business: la dramatización,
la búsqueda permanente del clímax, de la emoción y de la creación de empatía
entre el espectador y los protagonistas de la noticia. Está concebido como un
film de suspense, en el que “se procura no terminar con una nota trágica o
excesivamente grave (…) Las leyes del happy
end (…) exigen terminar con una nota optimista”. El objetivo final
es tranquilizar a la audiencia, provocar confianza en las instituciones, dar la
impresión que trabajan para resolver los problemas y los conflictos
escenificados durante su emisión, provocar sumisión hacia ellas en el
espectador, en definitiva.
El
telediario clásico ha evolucionado hasta dar lugar a una relativamente nueva
forma de comunicación: el programa de información continua y sin interrupción:
el modelo CNN, lo que más se aproxima hasta ahora al ideal de instantaneidad
informativa. La CNN y otras emisoras similares producen la sensación de
ubicuidad, de estar en todas partes y de verlo todo, lo cual acaba confirmando
en muchos televidentes que lo que no muestra la televisión, no existe. Creen
que asisten en directo a la noticia, al acontecimiento en sí, lo que los convierte
en testigos de la misma, aumentando la sensación de credibilidad y, por tanto,
las posibilidades de manipulación de la realidad.
El
colmo se alcanza cuando la televisión se convierte en objeto de información en
sí misma, en noticia, en referente, del cual parte y al cual debe volver todo
lo que se considera digno de reseñar. La televisión, en los reality shows, crea a sus
propios personajes y les confiere una historia a su medida, con el único
objetivo de emocionar y entretener, pero disfrazando todo el proceso de
información periodística. Ha nacido la telebasura.
La realidad ha dejado de ser necesaria para informar.
Construir un discurso televisado ya no necesita de un objeto extraído de la
realidad, ni siquiera para falsearla. Lo paradójico es que se muestra al
televidente como la realidad más real de todas: Gran Hermano es el ejemplo perfecto de ello. Busca
convertir al espectador en voyeur,
en testigo privilegiado de relaciones íntimas entre personas que responden a un
mismo patrón, pero es una mentira muy bien construida, porque todo es
escenificación, dramaturgia. Los protagonistas de los realities son como conejillos de
indias en un experimento: se les introduce en un entorno adecuado y se les
estimula como al perro de Pavlov, provocándoles emociones que lleguen
fácilmente al espectador, como si fuera carnaza ofrecida a los tiburones. La
televisión, aparentemente, se limita a mostrar lo que ocurre, esa capacidad de
sugestión es su poder máximo.
“La
televisión construye la actualidad, provoca el shock emocional y condena prácticamente al silencio
y a la indiferencia a los hechos que carecen de imágenes”. La imagen del
acontecimiento –ver es comprender– se erige en sustituto mismo de la
información. Se llega al extremo de que lo que no aparece en televisión no
existe.
Volviendo
al papel que cumple el periodista en todo esto, Ramonet nos recuerda que la
profesión ha sufrido grandes cambios, al mismo ritmo que los cambios que se han
producido en la naturaleza misma de la información y en el funcionamiento de
los medios. “Hay una taylorización de su trabajo.” El periodista actual ha
visto reducido su espacio hasta casi desaparecer como tal. Muchos se limitan a
ser meros retocadores de las informaciones procedentes de agencias o de otros
medios. La mercantilización de la información provoca que el periodista se
parezca más a un obrero de una cadena de montaje que a un profesional estudioso
de la realidad social. El periodista renuncia al papel que tenía de analista e
intérprete, su función se limita a la de simple transmisor del acontecimiento
en sí mismo, que se confunde con
la información: ver es comprender. Su trabajo consiste en impedir
que la máquina deje de girar, deje de suministrar noticias que ocultan y ahogan
otras noticias, informaciones vitales quizá, para comprender aquéllas. En el
mejor de los casos, dispone sólo de un día para analizar el acontecimiento, sus
implicaciones, sus causas. Está completamente sometido a la práctica
instantaneidad que le impone el flujo informativo.
Fuente: http://elproblemadeorwell.wordpress.com
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