LECTURA PARA PROTORREVOLUCIONARIOS y una mirada integral sobre lo que Salvador Allende llamó: La VÍA hacia el Socialismo


Las mil vetas de Salvador Allende
por Jorge Arrate



 


El conductor de la “vía chilena al socialismo” no fue sólo un líder valiente y coherente que pagó con su vida la defensa de sus ideales. Salvador Allende fue un finísimo político y un hombre profundamente democrático, que trató siempre de sumar sectores sociales a su proyecto y de sintetizar opiniones disímiles.
Allende es inagotable. Su perfil político, sus circunstancias y el proyecto que levantó le otorgan la singularidad de un sujeto único e irrepetible. Esta característica hace que Allende y el allendismo sigan produciendo nuevos reflejos a medida que pasa el tiempo. La imitación es imposible, entonces el aura del original no deja de producir destellos confiables, es decir inútiles para la falsificación y en cambio indispensables para despertar la inspiración que requieren las obras nuevas.
En primer lugar debo precisar un par de cuestiones que han sido recurrentes consultas de los lectores de mi libro Salvador Allende: ¿sueño o proyecto? Algunos han interpretado que tendí a encasillar las candidaturas de Allende de 1952 y 1958 en una matriz “frentepopulista”, una proyección de la izquierda de 1938, y a las de 1964 y 1970 en posiciones más radicales. Si eso surge de mi texto, he incurrido en una simplificación. Reafirmo, sin embargo, que es posible considerar las dos primeras candidaturas como una “proyección” del esfuerzo unitario de 1938 sin por ello desvincularlas de las campañas de 1964 y 1970. En particular, pienso que la mirada externa sobre Allende, sobre todo la estadounidense, se modificó fuertemente por el triunfo de la Revolución Cubana en 1959. De este modo, mientras antes la izquierda chilena podía ser analizada como un factor emergente pero en un marco incontestable de dominio norteamericano en América Latina, a partir de la Revolución Cubana la izquierda chilena pasó a representar un grave peligro para los intereses estratégicos de Estados Unidos. Es evidente, además, que la experiencia cubana modificó y radicalizó el pensamiento de la mayoría de las corrientes que constituían el allendismo.

La dictadura del proletariado

Un segundo tema sobre el que he sido consultado es respecto al concepto de dictadura del proletariado. Uno de los principales puntos de mi examen de la Unidad Popular es que los partidos que la integraban no tenían una total sintonía con la elaboración que Allende llamó “vía chilena al socialismo”. En el caso del Partido Comunista esta falta de sintonía se expresó mayormente en un plano puramente teórico y en relación precisamente con este concepto, como lo ha señalado el propio Luis Corvalán en uno de sus libros. No ignoro que dicha idea, en la interpretación comunista chilena, es una manera clásica de denominar una forma particular de democracia en la que el proletariado ejerce la hegemonía. El punto es otro: el concepto tenía (y tiene) una carga generada por el uso del término “dictadura” y por su práctica en los países de Europa del Este. En este sentido, constituía una pieza que no calzaba en el engranaje conceptual sostenido por Allende. En todo caso, es adecuado precisar que era una idea no sólo parte del bagaje teórico comunista sino también del que inspiraba a otros sectores de la Unidad Popular y del propio Partido Socialista.
Allende fue un orfebre de la política y supo aunar las diferencias en un ideario básico compartido. Reitero: aunar, más que zanjar. Allende era un demócrata en su práctica política, respetaba a los partidos como expresiones de voluntad colectiva, negociaba, limaba, comprometía, convencía. Nunca fue un líder con rasgos autoritarios, siempre aceptó las críticas que le hacían los suyos y nunca las descalificó aunque no las compartiera. No es que le faltara carácter, capacidad de mando o claridad de propósitos. Por el contrario, tenía una recia personalidad, uno de cuyos rasgos destacados era el coraje. Pero las decisiones que adoptó durante su gobierno calibraron cuidadosamente la opinión colectiva de quienes lo apoyaban. Si bien he sostenido que las diferencias de parecer en el allendismo eran legítimas y que no existen procesos revolucionarios, como era el de la Unidad Popular, que fueran lineales, con freno y acelerador bajo total control y con una dirección única sin dificultades, admito que esa diversidad –a veces una contraposición de puntos de vista– hizo más difícil la aplicación del método de Allende. El hecho influyó en los meses finales de su gobierno, al fracasar el diálogo con una Democracia Cristiana que le exigía una rendición prácticamente incondicional. Si se miran los acontecimientos con las ventajas que dan cuarenta años de perspectiva, pudiera conjeturarse que Allende demoró en exceso la convocatoria a plebiscito y que seguramente influyó en la toma de decisiones la postura contraria de la mayoría de la dirección socialista. También es posible especular sobre qué hubiera ocurrido si en vez de adoptar la opción menos radical en materia militar, es decir la de no ejercer las facultades legales para reemplazar los altos mandos de las Fuerzas Armadas, el gobierno de la Unidad Popular hubiera procedido a hacerlo. El general Carlos Prats supuso que una resolución de ese tipo se adoptaría al asumir Allende, pero más tarde desaconsejó usar ese instrumento legal por temor a que estallara un conflicto dentro de las Fuerzas Armadas y eso apresurara a los golpistas. En fin, cuatro décadas después de la batalla, podemos y debemos analizar todas las alternativas, aunque sin olvidar que entre 1970 y 1973 cada decisión no podía ser extensamente analizada y las circunstancias exigían adoptar opciones que debían definirse al instante.

Una valentía sensata

Salvador Allende no tenía aversión al riesgo, pero lo calibraba. El cálculo que Allende debió hacer durante su vida política fue siempre difícil. En su época universitaria discrepó de sus compañeros de izquierda en el Grupo Avance y fue exonerado de la agrupación. En la primera mitad de la década de 1940 culminó su disputa de liderazgo con Marmaduke Grove y el Partido Socialista se dividió. En 1951 renunció a su militancia, junto a un reducido grupo de adherentes, en protesta por el apoyo del socialismo a la candidatura presidencial del general Carlos Ibáñez del Campo. En 1961 aceptó la decisión de la dirección partidaria y fue candidato a senador por Valparaíso, una circunscripción donde tenía muy escasas posibilidades de vencer. En aquellos años defendió la vía no violenta al socialismo como una opción válida para la realidad de Chile en la Conferencia de la OLAS, donde la inmensa mayoría promovía la vía armada. En 1964 intentó discretamente tender un puente con el radicalismo laico –acción que no dio resultado– cuando la derecha se volcó a la candidatura de Frei Montalva, y desafió de este modo la estricta línea política de los socialistas, que rechazaban todo acuerdo con partidos considerados pequeño-burgueses. A fines de la década acompañó personalmente a guerrilleros provenientes de Bolivia para garantizar su seguridad. Y en su gobierno asumió riesgos desde el primer momento y todos los días.
Allende fue un político de una especie hoy día extinta. Tras la dictadura, quienes ejercimos posiciones dirigentes pisábamos sobre huevos. La llamada transición a la democracia se veía frágil, asediada por los oscuros personajes del pinochetismo, que conservaban las más importantes palancas del poder. Transcurridos los primeros años las direcciones políticas y de gobierno se sintieron más tranquilas cuando el piso se hizo tierra firme. Y más cómodas. La comodidad se convirtió en conformismo y el conformismo en autoalabanza. Y las élites en castas de matriz conservadora. Durante un cuarto de siglo la política chilena evitó los bordes, los acantilados, las cornisas. El temor al vértigo y a la caída libre en el vacío fueron los espantos que alentó la derecha para consolidar la timidez política como conducta. Al cumplirse cuarenta años del golpe militar de 1973 hay síntomas de una voluntad masiva y consistente de recuperar de modo fecundo el espacio indispensable de los bordes. Allí es donde se tensiona la pugna política, social y cultural y se descubren nuevas platabandas, caminos y territorios poco explorados o desconocidos que afloran desde el terreno escarpado.
Entonces, la figura de Allende pasa a ser objeto de una silente pero obvia disputa. Por una parte están los que acentúan su idealismo, su sensibilidad social, su heroísmo, cualidades todas que efectivamente tuvo, pero evitan las asperezas de su vida política, los rebordes de sus actuaciones. De este modo Allende se convierte en un recuerdo nostálgico, objeto de repetidos ritos que principian a erosionar su significado más valioso. Por otra parte, las generaciones más jóvenes comienzan lentamente a hacerse cargo de la herencia que les han ocultado. Empiezan a mirar a Allende en la dimensión de su audacia, en su capacidad de asumir riesgos, de situarse en las orillas, donde el terreno es resbaladizo, para lograr la extensión de la frontera. No sólo les interesan las bondades del personaje, también el debate sobre aciertos y errores, sobre abordajes e indecisiones y, en especial, respecto a lo que Allende significa como tentativa deslumbrante de empujar más allá los límites de lo que parece posible, de convertir los imposibles en objetivos alcanzables a través de la lucha social.
El gran marxista peruano José Carlos Mariátegui dijo, refiriéndose al valor de la historia y de la experiencia y sus límites: “ni calco ni copia”. La recuperación de Allende, una tarea todavía pendiente, debiera inspirarse en el criterio de Mariátegui. El pasado no es modelo para inventar un futuro. Todo futuro tiene una memoria que lo alimenta, pero que no pone barreras a la inspiración indispensable para descubrir nuevos espacios y nuevos senderos para conquistarlos. 

Fuente: Le Monde Diplomatique

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