Flores no tuvo la culpa...
(Cuento)
Como
tantos recién llegados Rogelio respiraba la ciudad con aires de pánico. Hacía
pocos días había regresado de Paris, capital sembrada de recuerdos aparentes y
amores de turismo. Paisajes fríos, inertes, un idioma sin caudillos a evocar,
adolescente de guerras intestinas propias y traiciones compartidas. Tendrán las
suyas pensaba. Lejos estaba de la asociación ilícita que lo viera nacer, crecer
y escapar. Urbe que le concede a los premios y castigos el mismo rango,
metrópoli permisiva, intrigantemente anfitriona. En Buenos Aires no habitan
Dioses antagonistas en pugna de la eterna redención, tanto ángeles como
demonios coexisten amablemente, concediéndose perdones mutuos, aún sin
necesidad.
Entre
su extensa lista de prioridades – justamente esa extensión morigeraba de manera
substancial la categoría prioridad – figuraba tratar de completar su carrera de
Psicólogo, estudios que tuvo la obligación de postergar a mediados de los
setenta por cuestiones de fuerza mayor, o como siempre comenta en confianza:
“por culpa de un Mayor con demasiada fuerza”. Errasti, milico de la Federal, se
había encargado personalmente de cagarlo bien a trompadas, picanearlo e
intimarlo para que en un plazo no mayor a siete días abandonase el país. Su
compañera de entonces, Claudia Azorey, había oficiado de nexo para que la
emboscada se precipite en el propio departamento de alquiler que compartían.
Nunca se interesó por saber si la forzaron o se trataba de un servicio. La
había conocido en la facultad a fines del año setenta y cuatro, ambos militaban
en el PRT. Se llevaban muy bien, era bonita, supuestos problemas en la pensión
en donde la joven vivía apuraron una inesperada convivencia. Rogelio se había
independizado a comienzos del setenta y tres, seis meses antes de que su mamá
falleciera, y a pesar de la insistencia de su padre no deseaba regresar al
hogar, de algún modo se entendía como una molestia importante.
La
vida parisina congelada en un lustro, y un lustro a los veintitantos es la
eternidad en solitario. Un lustro sin Piaget, sin Freud, sin Lacan, sin pasión,
sin culpa ni remordimientos, pateando para más adelante las cartas, las
llamadas, conocer sobre la suerte de los compañeros, la salud del viejo, cosas
que a su criterio podían esperar... Tampoco gustaba de relacionarse con
exiliados argentinos, no quería saber nada de su tierra, prefería socializar
con chilenos u orientales. Gracias a su
compañero de pensión, “El Tupa” Wilson Núñez, aprendió a manejarse con el
idioma pudiendo emplearse como repositor en un supermercado del barrio latino.
El mismo Tupa fue quién lo presentó. El propietario del lugar, Profesor de
Filosofía, había sido uno de los tantos que protagonizaron el movimiento
universitario de Mayo del sesenta y ocho.
A
principio del ochenta y uno las comunicaciones con Ismael, su padre, eran
asiduas y distendidas. Por intermedio de él se enteró que el regreso no
constituía una utopía. Más allá de que la situación política no se había
modificado, la cacería de opositores había mermado notoriamente luego de aquel
triste episodio de la contraofensiva del setenta y nueve, operatoria que apenas
llegara a sus oídos, gracias a datos que le suministrara el propio Wilson, la
consideró bastante siniestra. A esas alturas los vencedores consideraban como
enemigo menor a todo aquel que no coincidía con sus principios: soberbia,
impunidad, país sitiado, todo controlado...
Bajo
de estatura, algo afrancesado y sombrío, acaso resignado y con infinidad de
preguntas que el tiempo se encargó en palidecer, observó aquel momento como el
oportuno para emprender su regreso. Volver a ser porteño, cuestión por la cual
no sentía el mayor de los orgullos, pero que por aislados instantes lo acercaba
humanamente a la nostalgia. Nostalgia que aprendió a valorar a la distancia y
que de pibe aborrecía por su marcado disgusto al tango, fastidio musical que
los años de exilio se encargaron de sanar.
Descendió
del avión observando el nuevo mundo entre paréntesis, como quien va descubriendo
la soledad y el desamparo, asumiendo que pasajeros y transeúntes cargaban su
misma desesperanza, su mismo desinterés quizás. Sólo su padre estaba al tanto
del regreso al cual le pidió encarecidamente no divulgar la novedad. Desde
hacía cinco años se había acostumbrado a no importunar. Abrió la puerta del
primer auto disponible indicándole a chofer con suma precisión la ruta de
olvidos y certezas que debía seguir. Conocía los vicios y las dispersiones de
los taxistas porteños cuando de turistas se trataba gracias al recuerdo de su
amigo de la infancia Lucho. Rogelio y Lucho cursaron la secundaria en el José
Ingenieros de Flores, allí se hicieron amigos, compartieron toda la
adolescencia y hasta jugaron juntos en las inferiores de Argentinos. Finalizado
el secundario Lucho se metió a tachero, cuestión que siempre lo deslumbró y
Rogelio ingresó en la Facultad. Nunca hablaron de política, ambos sabían que el
tema los iba a enemistar, no por pensar distinto sino por el marcado desinterés
que Lucho mostraba en la materia, asunto que ofendía el espíritu militante de
Rogelio.
Flores
seguía tan triste y oscuro como en los tiempos de los Falcon. Los borrachos de
Plaza y las putas de Bacacay se habían procreado exponencialmente, Memphis,
gracias a su enorme talento musical logró escaparse de Tarot y el gran imitador
correntino Sapucai se había transformado por obra y gracia de la tele en un tal
Nito Artaza. Un Cinzano en el Odeón fue el descanso obligatorio, diez minutos
de recuerdos y un par de carambolas a tres bandas sumergieron a Rogelio en la
necesidad de descubrir nuevas viejas caras, nuevas viejas voces, acaso esos
nuevos y viejos olvidos.
Por
Varela, a treinta metros de Rivadavia, se instaló en el porche del edificio en
donde recordaba vivía su viejo amigo Lucho. De inmediato tocó el timbre
correspondiente al departamento “C” del quinto piso.
-
¿Quién es? – se escuchó preguntar a una voz femenina -
-
Estoy buscando a Lucho Cifuentes. (Cómo disfrutábamos con ese hijodeputa de las
noches sabatinas en la puerta de Musicats a la espera de ser responsables de
que alguna veterana desquite sus fantasías con nosotros. Cosa que por cierto
nunca sucedió.)
-
¿De parte de quién? - inquirió la voz –
-
Rogelio Verón. Soy un viejo amigo de Luis. Cursamos juntos
en el “Pepe” Ingenieros.
-
No señor. El Señor Cifuentes no vive más aquí.
-
Disculpe...
Hubo
confusión. Le llamó la atención el previo pedido de identidad para luego
negarlo. De inmediato concluyó que las prevenciones de la época provocaban en
las personas ciertos recorridos extremadamente sinuosos. Descartó toda acción
desdorosa. No podía ser que la infección colectiva haya quebrado aquellas
sonrisas y placeres del pasado, cuestiones adolescentes que no había razones
para maldecir. Si bien la cosa estaba jodida Lucho no era de esos, pensó. Era
como mi hermano... y un hermano no te caga, no te niega. Un hermano sufre con
tu dolor, le arden tus cicatrices... Vuelvo otro día, se dijo, pues la señora
parecía enfadada. Por lo menos intentaría indagar su nuevo domicilio.
Prefirió
pernoctar en un hotel de la zona. Estaba todo el día con el viejo, pero aún
mantenía sus deseos de nocturna privacidad. Le pidió a su padre una portátil y
el ejemplar que tenía en su modesta biblioteca de El Banquete de Severo
Arcángelo de Marechal. No necesitaba mayores excusas. Música y lectura: el arte
como placer ecuménico.
- Imposible
Señor Verón. Lamentablemente el paso del tiempo y los cambios programáticos
determinan que aquellas asignaturas no rendidas hayan caducado; esto por fuera
de que algunas otras aprobadas ya no cuentan en el presente formato de la
carrera. De modo que es mi obligación advertirle que de las veinte materias que
usted tiene acreditadas deberá rendir equivalencias de doce. Calculó que con
esas ocho asignaturas reconocidas usted podrá incorporarse sin inconvenientes
al segundo cuatrimestre del tercer año de la carrera, siempre y cuando rinda
las equivalencias de esas doce que le mencioné. Esta carrera es una de las que
ha sufrido mayores modificaciones estructurales.
-
¿Y si decido no rendir dichas equivalencias?
-
Deberá comenzar a cursar el segundo año como alumno regular. Una opción
que le recomiendo, y que muchos ex alumnos que estuvieron fuera del país han
adoptado, es compilar la documentación y presentarla en alguna de las
universidades privadas que han proliferado últimamente. Esas casas de estudios
ostentan flexibilidades que la UBA hoy no tiene. Es probable que le reconozcan
todo lo aprobado - finalizó el encargado del departamento de alumnos de la
facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires –
Un
país privado pensó Rogelio, con negocios privados, con senderos privados, con
ilusiones y amores privados. Un país privado de su libertad. Y todo continúa
como si nada lo fuera...
-
¿Quién es? – la misma voz femenina reiteraba la pregunta -
- Buenos
días, soy Rogelio Verón, la misma persona que vino la semana pasada. Me
gustaría saber si usted tiene el domicilio actual de mi viejo amigo Luis
Cifuentes.
- Lamento
informarle que hace tiempo hemos perdido contacto con él y su familia. Nosotros
somos apenas inquilinos de modo que nuestra relación con esa persona existió
hasta que se cancelaron todas las cuentas que tenía el inmueble. Discúlpeme,
estoy muy ocupada...
El
brutal sonido del portero eléctrico descolgado fue asociado de inmediato con
aquella ráfaga de metralla que tuvo la suerte de evitar hace un lustro en la
esquina de Caracas y Bogotá. Disparos que dieron por tierra con Romero, con
Fito y con la Turca. No quiso volver a esa esquina, sabía que las manchas de
sangre todavía estaban allí, más allá que doña Carmen, dueña de la casa,
seguramente seguía baldeando la vereda como todos los santos días de su
miserable vida.
Rogelio
quedó mirando en dirección a Rivadavia, se prendió un Parisiense. Antes de
partir hacia la casa de su padre dio unas vueltas por el barrio, la galería San
José, la Boulevard, observó los restos mortuorios de los boliches bailables
Crash y La Naranja Mecánica, y los de La Cuyana, pizzería de dos plantas que
enfrentaba de plano al centro neurálgico del barrio. Ingresó también a la
descomunal Parroquia pero como amante de la arquitectura, no como ámbito de fe,
cuestión que había licenciado en sus años militantes. Percibía que nada había
cambiado demasiado, permanecían indemnes los quebrantos del pasado, no existían
lectores predispuestos a leer esas viejas historias recientes, de hecho notaba
a la gente extrañamente feliz, acaso malamente habituada.
De
regreso por Varela y sin ninguna intención de constatar olvidos observó que en
la vereda impar, frente al edificio de la negación, un hombre de rasgos
familiares plumereaba su taxi mientras el motor tomaba temperatura. Se quedó
contemplando como sacudía las alfombras, como repasaba con un paño los vidrios,
espejos y cromados, como finalizaba la tarea lanzando en el interior del
vehículo una buena cantidad de desodorante de ambiente. Trató de comprenderlo,
no pudo. Al percibir que está pronto a descubrir su banderita para iniciar su
jornada laboral reclama con firmeza por sus servicios...
-
Taxi
Al
escuchar la advertencia el chofer se abstiene, no mueve el vehículo, esperando
por su primer pasajero del día, el de la buena suerte. En ocasiones el
retrovisor del taxista ostenta más pulgadas de las habituales: la belleza de
una dama, alguna persona del ambiente artístico, cuestiones que promovían
atenciones adicionales. Esta era una de esas oportunidades pero no por las
mismas razones. Y aparecieron vergüenzas, infracciones, mentiras y agonías,
ilustrando la imagen de un festejo mundialista que no pudieron compartir.
Rogelio también festejó aquella victoria deslucida en su soledad parisina,
amaba el fútbol, supo y pudo separar los tantos. No estimaron necesario
recordar las carambolas del Odeón, menos aún las chicas de Bacacay, los libros,
los muertos, las inferiores en Argentinos y las amarillentas ilusiones truncas.
De hecho Cifuentes, de manera intempestiva, censuraba toda posibilidad de
diálogo.
-
¿Adónde te llevo, Verón?
-
¿Verón?.. Como quieras... Primero llevame al Hotel Royal. Allí recojo mis
pertenencias, arreglo las cuentas y seguimos para lo del Viejo. Espero te
acuerdes la dirección.
-
Por supuesto que la recuerdo.
-
Le doy un abrazo y seguimos para Ezeiza. Regreso a Paris en el primer vuelo
-
Excelente viaje. Prometo hacerte un buen descuento.
-
No es necesario Cifuentes. Nuestros distantes apellidos atentan malamente
contra aquella historia adolescente. A estas alturas no existe ninguna razón
para tan sublime acto de gentileza, de lo contrario vas a obligarme a
prescindir de tus servicios...
-
Hecho
-
Sólo te pido que cumplas con tu parte en silencio, muchas gracias...
Es tu triste de ojeras y regado
son motas con asfalto de neblina
son motas con asfalto de neblina
la ciudad de
desliza cristalina
taimada por un
tango renegado.
De tahúres, de
cafiolos y de yuta
camina modelando
su acuarela
silentes
merodeando por Varela
rumbo al bajo, en
busca de la ruta.
Bañados anegados
de pobreza
la porción
olvidada del ostento
casonas
remangadas y pereza
el humor de
disfraza de violento
no hay consuelo
ni males ni fiereza
es un gris que se
hospeda a fuego lento.
Autor: Gustavo Marcelo Sala
Comentarios
Publicar un comentario