Las manos del escritor
Porque dan al universo, a ellos mismos, como
algo consabido.
No se asombran de nada. No piensan que es extraño que estén vivos
Jorge Luis Borges
Desde hacía un par de años había comenzado a
percibir un constante hormigueo en las manos a la par que sentía a sus muñecas
fatigadas, algo haraganas quizás. Daba por sentado que el asunto radicaba en un
simple dilema de posición. Los escritores, pensaba, sufren síndromes
equivalentes a su actividad. Al igual que existe la cintura del transportista,
el codo del tenista y la rodilla del futbolista, las manos y las muñecas del
escritor debían ostentar banalidades por el estilo. Consideraba que las ocho o
diez horas diarias que desde hacía treinta años le dedicaba a su profesión
debían estar pasándole viejas rendiciones, facturas que por antiguas y
siniestras acumulaban gravosos intereses. Con ejercicios varios, baños de
hielo y una dosis de calmantes, trataba de aplacar ciertas incomodidades que
por momentos resultaban insoportables. Solía descansar acabestrillado desde los
pulgares hasta las articulaciones de forma tal impedir que aquel hormigueo se
expandiese subrepticiamente. Acaso percibía que sus manos y muñecas lo estaban
poniendo sobre aviso que sus juveniles solvencias habían decidido abandonarlo.
Desechaba visitar especialistas. La neurología siempre le pareció una
especialidad ciertamente mefistofélica, plagada de sortilegios y embustes en
donde lo irreversible tiene tonalidades inquebrantables.
El mayor temor radicaba en esa invasión a la
cual su cuerpo podía ser sometido. Sus ojos, sus oídos, su olfato, su limitada
motricidad aplacando la única razón valedera que encontraba para mantenerse con
vida. Varias veces un cuento o un relato resultaron excelentes excusas para
alejar los fantasmas del suicidio. De todas formas en cada ocasión donde el
vacío literario imponía condiciones dichos espectros regresaban preanunciando
novedosos dilemas, acaso preanunciando nuevas luchas, nuevos cosquilleos. Las
crisis y los vacíos aguzaban sus interlineas. Ellos se presentaban sin solución
de continuidad impidiendo lugares de sosiego. Sus talentos, en consonancia con
sus manos, exhibían los mismos remordimientos, la pantalla en blanco era el
síntoma más violento. Actualmente su vida era la espera del próximo cuento,
estado de víspera excitante que esa pantalla ciega le proponía como desafío y
excusa. Al igual que Borges pensaba en la muerte como vida vivida, y a la vida
como muerte que viene, de modo que ese estado de víspera era el sitio ideal
para instalarse cuando la angustia sucede.
Sus manos no eran sus manos, ni sus muñecas,
ni su cuerpo, sus manos eran sus miedos, sus anticipos, el inexorable devenir,
el triste, solitario y final que nos espera como héroes, exclusivos
protagonistas de historias tan pequeñas como únicas.
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