Ernesto Sábato
El Porvenir de la Ignorancia
Dice Bertrand Russell que las explicaciones
populares de la relatividad dejan de ser inteligibles justamente en el momento
en que comienzan a decir algo de importancia. Excelente síntoma de lo que pasa
con los conocimientos actuales y anuncio de la catástrofe futura.
El Universo es diverso pero también es uno: por
debajo de la infinita diversidad ha de haber una trama unitaria que debe ser
descubierta mediante esfuerzos de síntesis; pero cada día que pasa va siendo
más difícil realizar las síntesis por la creciente abstracción, complejidad y
masa de hechos diversos que hay que abarcar; y cuando surge alguno capaz de un
esfuerzo de universalidad —como Whitehead— es parcialmente entendido y
equivocadamente juzgado.
Por otra parte, un Whitehead no es universal en el
sentido en que lo era Leonardo, quizá el más completo de esta fauna en
extinción. Esta clase de hombres se interesa por el universo total: por lo
concreto y por lo abstracto, por lo intuitivo y por lo conceptual, por el arte
y por la ciencia. Pero el desarrollo de estas distintas fases de la actividad
humana ha ido obligando a la especialización. ¿Quién es hoy a la vez capaz de
pintar como Velázquez, construir una teoría científica como Einstein y una sinfonía
como Beethoven? El solo estudio de la física hoy lleva toda la vida; ¿cuándo
aprender a pintar como Velázquez, aun suponiendo que se tengan condiciones
naturales como él? ¿Y cómo aprender todo lo que la química, la biología, la
historia, la filosofía y la filología han hecho por su lado? Y, sobre todo,
¿quién ha de ser capaz de realizar la síntesis de este mundo casi infinito?
A los hombres de espíritu universal sólo les queda
el recurso de la melancolía. Ya Valéry representa un poco esa situación, en que
la realidad será suplantada por un conjunto de añoranzas y de insatisfechos
deseos de universalidad. En Passage
de Verlaine cuenta cómo veía
pasar al poeta casi todos los días: flanqueado por sus amigos, asombraba la
calle con su majestad brutal y sus bárbaras palabras, deteniéndose de vez en
cuando para dar salida a sus invectivas; algunos minutos antes pasaba un hombre
de una especie diferente, encorvado, grave, silencioso, de mirada ausente y
fija, moviéndose con torpeza en un universo de los tantos geométricamente
posibles: Henri Poincaré. Dice Valéry: “Me era necesario elegir, para pensar,
entre dos órdenes de cosas admirables que se excluyen en sus apariencias, que
se asemejan por la pureza y la profundidad de sus objetos...”
¡Cuánto hubiera dado entonces Paul Valéry por ser
algo así como la suma de Verlaine y Poincaré! Pero Atenas estaba ya muy lejos y
también lo estaba el Renacimiento. Sólo restaba soñar con Leonardo y añorar l’uomo univenale.
El futuro estará en manos de especialistas, lo que
no creo pueda ser motivo de orgullo o alegría; hay muchas personas que
desconfían cuando ven a un hombre como Whitehead hablar de política o de moral:
creen que ignorar a fondo la lógica, la ciencia y la filosofía es un buen
antecedente para constituir estadistas y sociólogos.
La ciencia moderna —y sobre todo la técnica— deben
tanto al especialista que el hombre de la calle, siempre dispuesto a la
adoración de fetiches, ha creado el fetichismo de la especialización,
confundiendo una lamentable consecuencia del progreso de la ciencia con su
motor principal.
No es que quiera negar el valor de la
especialización: las ciencias han llegado a un grado de desarrollo tal que un
hombre está condenado a especializarse, si quiere llegar hasta el frente donde
se lucha con lo desconocido; también es cierto que el enorme aporte de hechos
por los especialistas ha sido y es constantemente factor de progreso (basta
recordar el descubrimiento de la radiactividad, del efecto fotoeléctrico y
tantos otros). Pero es necesario observar que los grandes avances del
pensamiento científico no están constituidos por hechos sueltos sino por
teorías, por síntesis
conceptuales, y no se comprende cómo los especialistas puedan ser capaces
de realizar síntesis que desbordan el campo de su actividad. Un especialista es
Madame Curie, que aísla pacientemente un nuevo elemento químico; un hombre de
síntesis es Einstein, que reúne en una gran teoría miles de pequeños hechos
aportados por especialistas. Es la distancia que hay entre un investigador
común y un genio. Un hombre es capaz de realizar síntesis sólo en la medida en
que es capaz de elevarse sobre su propio territorio para determinar, a vuelo de
pájaro, su situación respecto a los territorios vecinos. Pero a medida que pase
el tiempo la vida en cada uno de ellos se va haciendo más complicada, más rica;
el lenguaje, que era una variedad dialectal de la lengua madre, se separa, se
convierte en algo autónomo y parcialmente incomprensible para el vecino. Cada
día se hace más difícil encontrar los vínculos, el rastro materno. El dilema es
irremediable y parece que hemos de chocar con un límite, más allá del cual todo
progreso será imposible.
La evolución de la física es ejemplar, por ser la
más simple de las ciencias de la naturaleza y, por lo tanto, la que ha llegado
más lejos. Como en todas las ramas del conocimiento científico, su marcha ha
sido marcada por sucesivas unificaciones. Newton demuestra que la caída de un
cuerpo y el movimiento de un planeta son fenómenos regidos por la misma ley;
Oersted y Faraday demuestran que la electricidad y el magnetismo no son
autónomos sino dos expresiones de una misma realidad: Mayer y Joule demuestran
que el calor y el trabajo están esencialmente vinculados; los físicos de hoy
intentan unificar los fenómenos gravitatorios y electromagnéticos. Pero cada
unificación ha sido más difícil que la anterior, y a medida que se ha ido
avanzando ha parecido que se acercaba al límite de lo racionalizable. En un
momento se creyó que los cuantos eran ese límite; más allá se
extendía el vasto y extraño continente de lo irracional. Como en una casa
desconocida y sin luz, los físicos ambulaban ciegamente, sin acertar con las
puertas y escaleras. La física de antaño, clara y lógica, cumplía con su misión
fundamental: explicaba y preveía. Ahora, los hechos son raros y a menudo vienen
sin que nadie los espere; luego, los teóricos inventan complicadas hipótesis
para justificarlos. La especialidad de la física actual parece ser la profecía
del pasado. ¡Qué lejos están los buenos tiempos de Leverrier, cuando un
astrónomo, sentado en su escritorio, con lápiz, papel y una máquina de calcular
descubría un planeta! Ahora estalla un átomo de uranio y los físicos, confusos,
pero siempre vanidosos, tratan de asegurarse la paternidad del estallido con
abundantes telegramas post
factum.
Metidos en una maraña de ecuaciones, los hombres de
ciencia son observados con suficiencia por filósofos que, no habiendo querido
tomarse el trabajo de comprenderlos, prefieren hacer de espectadores y extraer,
de vez en cuando, apresuradas conclusiones a partir de frases que no entienden.
Así pasó con el principio de Heisenberg: se creyó que revelaba el libre
albedrío de la materia; se imaginó que la ciencia apoyaba postulados
irracionalistas; se vinculó este fenómeno con el auge de la subconciencia,
estableciendo alguna vaga vinculación entre Freud, Heisenberg y André Breton;
se supuso que de algún modo explicaba las guerras y la existencia del mal entre
los hombres.
La raíz de este fenómeno es que, simplemente, las
cosas se están poniendo muy complicadas; establecer la ley de la caída de los
cuerpos es un problema de niños al lado de las complicaciones conceptuales que
debe enfrentar la física contemporánea: el espacio-tiempo, la relación entre
masa y campo, la unificación de los campos gravitatorios y electromagnético, la
racionalización de los postulados cuánticos, la conciliación de la
reversibilidad mecánica con la esencial irreversibilidad de los procesos
reales.
¿Por qué suponer que estos dilemas marcan el límite
de lo racional y no el límite de la capacidad humana agobiada por el peso de
una formidable masa de conocimientos y de hechos que es necesario hacer encajar
en el Rompecabezas? Puede suponerse que es una incapacidad práctica y no
teórica para racionalizar la realidad. El desarrollo de la física ha llegado a
ser tan vasto que ha impuesto una especialización en cada uno de los capítulos,
con el agravante de que esos especialistas cada día se entienden menos entre
sí: uno que mide espectros puede ser incapaz de comprender a otro que se ocupa
de las teorías del núcleo.
Si esto pasa entre dos físicos que se ocupan del
átomo, ¿qué podemos esperar sobre la mutua comprensión de un físico, un biólogo
y un sociólogo? El problema se plantea con máxima gravedad para los filósofos.
Ciertos optimistas suponen que la filosofía puede prescindir de la ciencia, lo
que me parece una curiosa forma de fomentar la universalidad. En los tiempos
felices, un filósofo era una especie de suma de los conocimientos de la época:
Aristóteles era físico, matemático, biólogo y sociólogo. Con el tiempo, esta
condición se convirtió en un lujo; todavía Descartes y Leibniz eran espíritus
universales, pero a partir de ellos comienza el éxodo de las ciencias
particulares. Algunos piensan que al salir todo esto la filosofía queda tan
purificada que no queda nada;
parece una opinión exagerada: quedarían la ontología, la gnoseología y la
lógica. Es decir, sólo quedaría lo universal. Pero es
lícito preguntar: ¿se puede establecer un límite entre lo universal y lo
particular? ¿Es acaso posible que un filósofo pueda establecer las leyes
generales del ser y del conocer ignorando las ciencias particulares? Los
grandes pensadores de todos los tiempos basaron sus investigaciones en la
ciencia de la época; pero como la ciencia se ha puesto intransitable, la
mayoría de los filósofos han decidido cambiar de sistema y parecen creer que la
firme ignorancia de la matemática, de la logística y de la relatividad es una
ventaja. No se ve, sin embargo, de qué manera los filósofos del futuro han de
poder encarar el problema del espacio, del tiempo y de la causalidad sin la
ayuda de la física y de teorías matemáticas como la de los grupos. No se piense
que este es un ataque a los filósofos: es un ataque a la ingenua idea de
poderse ocupar de lo universal prescindiendo de lo particular. El reverso de
esta ingenuidad es la de los hombres de ciencia, que creen poder ocuparse de lo
particular prescindiendo de lo general: es la ingenuidad de los especialistas.
El triunfo de las ciencias positivas en el siglo
XIX y la incapacidad de la filosofía idealista para resolver los problemas del
mundo físico trajeron el descrédito de la especulación filosófica en el campo
científico: los físicos, químicos, biólogos y hasta psicólogos se jactaron de
ignorarla y aun de detestarla. En esa época pareció que para investigar la
realidad bastaba con pesar, tomar temperaturas, medir tiempos de reacción,
observar células a través de un microscopio. Se originó un tipo de físico que sólo
tenía confianza en cosas como un metro o una balanza y que despreciaba la
filosofía; y esta tendencia se extendió hasta alcanzar a hombres alejados de la
ciencia, pero que admiraban su precisión (Valéry). El Dios de los filósofos ha
imaginado un castigo para los que hablan mal de la filosofía, incluyendo a
Valéry: que esas habladurías seantambién filosofía,
pero mala. A estos físicos les pasó lo que a esos campesinos que no tienen fe
en el banco y guardan sus ahorros debajo del colchón, que es un banco menos
seguro: si se analiza la estructura en que hacían
descansar sus observaciones se descubre que no era cierto que no tuvieran una
posición filosófica: tenían una muy mala. La falta de un criterio
epistemológico les hacía aceptar sin cautela artículos de discutible calidad,
bajo la creencia de que un buen instrumento no podía dar un producto execrable.
Basta pensar con qué paz un físico de esta clase creía no hacer especulaciones
filosóficas cuando medía un tiempo con un reloj; no obstante, se basaba en una
hipótesis metafísica —el tiempo absoluto— que invalidaba todos sus resultados
experimentales. Ignoraba que un reloj puede ser más peligroso que un tratado de
metafísica.
La relatividad y los cuantos iniciaron una nueva
era, marcada por un análisis del conocimiento científico: los físicos teóricos
tuvieron que convertirse en epistemólogos, del mismo modo que los matemáticos
acabaron en la lógica. El siglo pasado trazó una línea divisoria entre la
ciencia y la filosofía que pretendió ser definitiva, pero que apenas ha
resultado ser desastrosa. En The
Philosophy of Physical Science, Eddington discute las consecuencias de esta
actitud: formalmente, todavía se puede distinguir una división entre ciencia y
epistemología; pero no es más una división eficiente. La epistemología es el
territorio en que la ciencia se superpone a la filosofía, lo que no quiere
decir que la física ha de ser hecha ahora por los filósofos que se quedaron en
la filosofía; por el contrario, la física actual debe tener una proyección decisiva
sobre la concepción del mundo, tal como en el pasado sucedió con Copérnico y
Newton. Parece lógico pensar que esas síntesis sean hechas por los filósofos;
pero sucede que en general los filósofos ignoran la física y es poco razonable
abandonar el estudio de las consecuencias filosóficas de la física a las
personas que no la entienden. Pero tampoco parece posible que estas síntesis
sean elaboradas por los especialistas.
Resulta entonces que estas síntesis deben ser
hechas por una especie de matemático-lógico-físico-epistemólogo-gramático. Y
hay melancólicos motivos para suponer que este superhombre jamás existirá.
Tendría que resolver, en efecto, a más de los problemas de la física, los
referentes a la química, a la biología, a la historia; tendría que entrar en la
lógica con todo el moderno equipo de la logística y de la teoría de los grupos
matemáticos; tendría que vincular lo absoluto con los invariantes de estos
grupos, el espacio-tiempo y la causalidad con los problemas filosóficos del
progreso, de la moral y de la absolutidad o relatividad de los valores
estéticos. El lenguaje de estos monstruos también tendría que ser monstruoso:
quizá no se hablaría de sustantivos, adjetivos, verbos transitivos e
intransitivos; sino de invariantes, relativos, funciones, verbos inmanentes y
trascendentes. Este lenguaje dejaría de ser probablemente oral para
transformarse en un mudo e imponente desfile de símbolos abstractos, que el
hombre de la calle vería con asombro, terror y admiración. La razón —motor de la ciencia y de la
filosofía— habría
desencadenado finalmente la fe, pues el hombre de la calle, totalmente
incapaz de comprender, suplantaría la comprensión por el fetichismo y la fe.
No hay que abrigar, sin embargo, muchas esperanzas
en este sentido (si es que un lenguaje y una situación semejantes pueden
constituir la esperanza de alguien). Es cierto que el descubrimiento de nuevos
aparatos conceptuales podría multiplicar la capacidad mental del hombre, como
una palanca multiplica su fuerza física; pero la experiencia ha revelado que el
número y complejidad de los problemas crecen con mucha mayor rapidez que la
capacidad de comprensión del hombre. Todavía hoy viven hombres como Whitehead;
pero los acontecimientos sobrepasarán rápidamente la existencia de estos hombres
universales y entonces el pensamiento humano, embarcado alegremente en algún
puerto de la costa de Jonia, se encontrará perdido en un oscuro, inmenso y
embravecido océano.
Al comienzo era el Caos. Con el nacimiento de la
ciencia y la filosofía, el hombre fue ordenando el mundo exterior y tratando de
averiguar la idea de su Autor, si lo hay. Así apareció el Cosmos, el Orden, la
Ley.
Pero el afán de conocimiento desencadena una nueva
especie de Caos. Salimos de la ignorancia y llegamos así nuevamente a la
ignorancia, pero a una ignorancia más rica, más compleja, hecha de pequeñas e
infinitas sabidurías. El mundo que ignoraba Aristóteles era casi nulo: todos
los conocimientos de la época cabían en su mente poderosa; no había vitaminas,
ni tensores, ni grupos, ni reflejos condicionados, ni geometrías no
euclidianas. Pero la ciencia siguió avanzando y cada avance en la ciencia o en
la filosofía significó una nueva ignorancia que se incorporaba al espíritu de
los profanos. Cada día nos enteramos de que una nueva teoría, un nuevo modelo
de universo acaba de ingresar en el vasto continente de nuestra ignorancia. Y
entonces sentimos que el desconocimiento y el desconcierto nos invaden por
todos lados y que la ignorancia avanza hacia un inmenso y temible porvenir.
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