Una
Historia completamente absurda
Giovanni Papini
y Adagio en Mi bemol "Notturno"
Franz Schubert
Hace
ya cuatro días, mientras escribía con ligera irritación algunas de las páginas
más falsas de mis "Memorias", oí que golpeaban levemente a la puerta,
pero no me levanté ni respondí. El llamado era demasiado débil y no quiero
saber nada con los tímidos. Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar
nuevamente y esta vez los golpes eran más fuertes y resueltos. Pero tampoco ese
día quise abrir, porque en verdad no me gustan los que se corrigen demasiado
pronto. Al otro día, siempre a la misma hora, se repitieron los golpes, ahora
violentos, y antes de que pudiese levantarme vi que la puerta se abría y
avanzaba hacia mí la mediocre persona de un hombre bastante joven, con el
rostro un poco encendido y la cabeza cubierta de cabellos rojos y rizados,
quien se inclinaba torpemente sin pronunciar palabra. Apenas descubrió una
silla, se echó encima, y como yo había permanecido de pie, me indicó el sillón
para que me sentara. Después de obedecerle; me pareció tener el derecho de
preguntarle quién era y le rogué, con acento nada cortés, que me comunicara su
nombre y el motivo que lo había animado
a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se desconcertó y me hizo comprender bien
pronto que deseaba seguir siendo lo que era hasta entonces para mí: un
desconocido.
—El
motivo que me trae a su casa —prosiguió
sonriendo— está dentro de mi valija y se lo haré conocer en seguida. Advertí,
en efecto, que traía en la mano un sucio valijín de cuero amarillo con cierre
de latón oxidado. Lo abrió de golpe y sacó de él un libro.
—Este libro
—dijo poniéndome ante las narices
el
grueso volumen encuadernado en papel
antiguo con grandes florones de bermejo orín— contiene una historia imaginaria
que yo he creado, inventado, compuesto y copiado. Sólo he escrito esta historia
en toda mi vida, y me permito creer que no le desagradará. Hasta ahora lo
conocía únicamente por su fama y sólo hace unos pocos días una mujer que lo
estima me ha dicho que usted es uno de los pocos hombres que saben no aterrarse
de sí mismos y el único que ha tenido el coraje de aconsejar la muerte a muchos
de nuestros semejantes. Por todo ello, he resuelto leerle esta historia mía,
que narra la vida de un hombre fantástico al que acaecen las más singulares e insólitas
aventuras. Cuando la haya escuchado, me dirá qué debo hacer. Si mi historia le
agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no le gusta, me
mataré dentro de dos días. Dígame si acepta esas condiciones para que pueda
empezar.
Comprendí
que no podía hacer otra cosa que persistir en la conducta pasiva que había
observado hasta entonces y le anuncié,
con un gesto que no consiguió ser amable, que estaba dispuesto a escucharlo y a
hacer todo lo que me pedía. El hombre comenzó la lectura. Las primeras palabras
se me escaparon. A las que siguieron presté más atención. De pronto agucé el
oído y sentí un pequeño escalofrío en la espalda. Dos o tres minutos más tarde mi cara se ponía encarnada,
mis piernas empezaban a moverse nerviosamente, y no pude menos de levantarme.
El desconocido suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con
todo el rostro. Yo también lo interrogaba con la mirada, pero estaba demasiado
estupefacto para arrojarlo a la calle y le dije simplemente, como cualquier
imbécil mundano: Continúe, se lo ruego.
La
extraordinaria lectura prosiguió. Yo no podía quedarme quieto en el sillón. Los
escalofríos me corrían no sólo por la espalda, sino por la cabeza y todo el
cuerpo. Si hubiese visto mi cara en un espejo, quizá me habría echado a reír y
todo habría pasado, porque probablemente se reflejaban en ella un abyecto temor
y una incierta ferocidad. Traté por un momento de no escuchar las palabras del
tranquilo lector, pero sólo conseguí turbarme más, y en consecuencia oí entera,
palabra por palabra, pausa por pausa, la historia que el hombre leía con la
cabeza rojiza inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Qué debía hacer,
qué podía hacer yo en estas singularísimas circunstancias? ¿Apoderarme del
libro, desgarrarlo, pisotearlo, echarlo al fuego? ¿Aferrar al maldito lector y
echarlo del cuarto como a un fantasma inoportuno? Mas, ¿por qué debía hacer
todo esto? Y, sin embargo, esa lectura me producía un fastidio indecible, una
penosísima impresión de sueño absurdo y desagradable sin esperanza de
despertar.
Al
fin concluyó la lectura. No sé cuántas horas había durado, pero observé, a
pesar de mi confusión, que el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de
sudor. Cerró el libro y lo guardó en el valijín. Después me miró con ansiedad,
pero sus ojos ya no eran tan ávidos como antes. Mi abatimiento era tan grande
que él mismo lo advirtió y su asombro creció enormemente cuando vio que me
frotaba un ojo y no sabía qué responderle. En aquel momento me parecía que jamás
podría volver a hablar, y las cosas más simples que me rodeaban se me antojaron
de pronto tan extrañas y hostiles que casi tuve miedo de ellas. Todo esto
parece demasiado vil y vergonzoso, inclusive a mí, y no tengo la menor
indulgencia para mi turbación. Pero la razón de mi desconcierto era bien
fuerte: la historia que había leído ese hombre era la narración precisa y
completa de toda mi vida íntima y exterior. En ese lapso yo había oído la
crónica minuciosa, fiel, inexorable de todo cuanto había sentido, soñado y
realizado desde que vine al mundo. Si un ser divino, lector de corazones y
testigo invisible, hubiese estado a mi lado desde mi nacimiento y hubiese
escrito lo que había visto de mis pensamientos y de mis actos, habría compuesto
una historia perfectamente igual a la que el desconocido lector declaraba
imaginaria e inventada por él. Todas las cosas más pequeñas y secretas estaban
registradas, y ni siquiera un sueño, o un amor, o una vileza escondida o un
cálculo innoble habían escapado al escritor. El terrible libro contenía
inclusive hechos y matices de pensamiento
que yo mismo había olvidado y que solamente ahora, al oírlos, recordaba.
Mi confusión, mi pavor, provenían de esa exactitud impecable y de esa
inquietante escrupulosidad. Yo
no
había visto jamás a ese hombre; ese hombre afirmaba no conocerme. Yo vivía muy
solitario, en una ciudad adonde nadie acude si no es llevado por el azar o la
necesidad, y a ningún amigo —si acaso los tenía— había confiado mis aventuras
de cazador de engaños, mis viajes de ladrón de almas, mis ambiciones de
voluntario de lo inverosímil. Jamás había escrito, ni para mí ni para los
demás, una relación completa y sincera de mi vida, y justamente en esos días
estaba fabricando unas fingidas memorias para permanecer oculto a los hombres
inclusive después de la muerte. ¿Quién, pues, podía haber dicho a ese hombre
todo lo que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso libro encuadernado en
papel antiguo de color de la herrumbre? ¡Y él afirmaba haber inventado esa
historia y me mostraba, a mí, mi viaje, toda mi vida, como una historia
imaginaria! Me sentía terriblemente turbado y conmovido, pero de una cosa
estaba bien seguro. Ese libro no debía llegar a conocimiento de los hombres.
Antes, era preferible que éste muriese. No podía permitir que mi vida fuese
divulgada en el mundo, entre todos mis
enemigos impersonales.
Esta
decisión, que sentí bien firme dentro de mí, consiguió tranquilizarme. El
hombre seguía contemplándome con aire espantado y casi suplicante. Habían pasado
solamente dos minutos desde el momento en que cesó de leer, y no parecía haber
comprendido las razones de mi turbación. Finalmente conseguí hablar.
—Perdone,
señor —le dije—, pero, ¿me asegura que
esa historia ha sido inventada exclusivamente por usted?
—Justamente —respondió el enigmático lector, ya un poco
sublevado—. La he pensado e imaginado durante largos años, y de tanto en tanto
he efectuado algunos retoques y modificaciones en la vida de mi héroe. Pero
todo es inventado por mí.
Estas
palabras me inquietaron aún más, pero atiné a formular otra pregunta:
—Dígame,
se lo ruego, ¿está seguro de no haberme conocido antes de hoy? ¿Jamás oyó
contar mi vida a alguien que me conozca?
Ante
esas palabras, el desconocido no pudo disimular una sonrisa de estupor.
—Ya
le he dicho —respondió— que hasta hace
poco tiempo sólo conocía su nombre y que sólo algunos días atrás me han dicho
que usted suele aconsejar la muerte. Pero eso es lo único que he sabido de
usted. Era necesario que su condena no tardase en ser ejecutada.
—¿Está
siempre dispuesto— le pregunté con solemnidad— a cumplir las condiciones
estipuladas por usted mismo al comenzar la lectura?
—Sin
ninguna vacilación —respondió con un
leve temblor en la voz—. No me queda otra puerta adonde llamar, y esta obra es
toda mi vida. Estoy convencido de que no podría hacer otra cosa.
—Entonces —le dije con idéntica solemnidad, atemperada
por cierta pesadumbre—, debo decirle que su historia es estúpida, tediosa,
incoherente y abominable. Lo que usted llama su héroe no es más que un odioso
malandrín que repugnaría a cualquier
lector delicado. Y no le diré más para no ser excesivamente cruel.
Comprendí
que el hombre no esperaba estas palabras y observé con espanto que sus ojos
se cerraban de golpe. Más en seguida
advertí que su dominio de sí mismo era igual a su honestidad. Tornó a abrir los
ojos y me miró sin miedo y sin odio. —¿Quiere acompañarme? —preguntó con voz demasiado
dulce para ser natural. —Por cierto —respondí, y después de ponerme el sombrero
salimos ambos sin decir palabra. El desconocido conservaba siempre en la mano
la valijita de cuero amarillo y yo lo seguí, aturdido, hasta la orilla del río
que corría desbordante y fragoroso entre las negras murallas de piedra. Después
de mirar en torno y comprobar que no había nadie con aspecto de salvador, se
volvió hacia mí, diciendo: —Perdone si mi lectura lo ha fatigado. Creo que ya
nunca volveré a molestar a un ser viviente. Olvídese de mí lo antes posible.
Y
en verdad éstas fueron sus postreras palabras, porque descolgándose ágilmente
del parapeto se lanzó con rápido impulso al río, sin abandonar su valijita. Me
asomé para verlo por última vez, mas ya las aguas lo habían tragado. Una
muchacha tímida y rubia había presenciado el fulminante suicidio, pero no pareció
maravillarse mucho y siguió su camino comiendo avellanas. Apenas entré en mi
cuarto me tendí en el lecho y me adormecí sin esfuerzo, abatido y humillado por
lo inexplicable. Esta mañana me he despertado muy tarde y con una extraña
impresión. Me parece estar ya muerto y aguardar solamente que vengan a
sepultarme. Siento que pertenezco a otro mundo y que todo la que me circunda
tiene un aire indecible de cosa pasada, concluida,
sin ningún interés para mí. Un amigo me ha traído flores y le he dicho que
podía esperar a ponerlas sobre mi tumba. Me pareció que sonreía, pero los
hombres siempre sonríen cuando no comprenden.
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