Mutilación Narcisista
César Aira
Al parecer Mansilla vivió con el temor
de disgregarse. No salía a caminar de noche por miedo a los perros sueltos, que
lo estaban esperando para separarle brazos y piernas a dentelladas. Acariciaba
el curioso terror de perder los dedos uno a uno. Si se quedaba diez minutos
solo, veía flotando en el aire una cabeza de indio.
La digresión, agazapada como una bestia ya en su decisión de ponerse a hablar,
era implacable en el descalabramiento del discurso; y como su única defensa
contra la disgregación era ponerse a hablar, y seguir hablando, tuvo que hacer
de necesidad virtud, y el cambio de tema fue su estilo y su elegancia. Había un
antecedente familiar-político, no sólo en las degollaciones, ni sólo en la
inevitable dispersión de miembros que produce la intervención de la política en
la familia.
Su tío el Restaurador, inflando con fuelle a sus enanos, había propuesto un modelo de explosión creadora; se diría que
los fragmentos de enanos fueron a incrustarse en la imaginación de Mansilla;
cuando él mismo fue objeto de una variante del experimento, con el arroz con
leche, se vio obligado a escribir sus mejores páginas, él que ponía todo su
refinamiento en no escribir demasiado bien, con demasiado ahínco. Fue la única
vez que todos sus temas confluyeron, en el miedo que precede y hace nítidas las
catástrofes. Mientras Rosas inflaba sistemáticamente la vejiga y el estómago
del chico, observándolo de reojo a la espera del estallido, solidificaba el
tiempo leyéndole un larguísimo Mensaje a la Legislatura, uno solo y sin
digresiones porque no había cambio posible del único tema, que era la
conservación del poder. La Suma del Poder Público, por ser “suma”, ya aludía a
una mutilación previa, como lo vio Ascasubi cuando puso a Isidora la Mazorquera
a admirar la colección de orejas de unitarios que tenía Manuelita. Mansilla no
escribió poesía, que era lo que convenía a ese momento histórico de cortes
abruptos y restauración del sentido; el equivalente en la prosa de la sucesión
de los versos es el cambio de tema, y ésa fue su especialidad. De ahí que fuera
un hombre “disperso”, como dijeron todos. Eso le impidió llegar a Presidente, y
cuando atenuó sus pretensiones como aspirante a Ministro, tampoco pudo. Se
quedó en conversador brillante, brillo consolatorio que nadie tuvo reparos en
reconocer y elogiar, porque era inofensivo. El poder es lo único que congrega
todos los temas en un solo emisor; cuando la realidad no condesciende a darle
poder al emisor, éste se ve obligado a manipular la dispersión como un sueño de
poder: poder cambiar de tema. Fue una curiosa época de la Argentina, en la que
un escritor tenía que llegar a Presidente, o quedaba al borde de la anarquía
personal. La época se llamaba: la Organización Nacional. Los miembros dispersos
se restituían con violencia a su lugar. Era lo contrario de una mutilación,
pero en el espejo narcisista sucedía al revés: la
Desorganización Personal. El único modo de aferrarse que encontró Mansilla fue
la autobiografía, y como había fracasado en llevar su vida a un ápice de
dominio unificador no pudo contar más que anécdotas; lamentablemente, las
anécdotas se terminan pronto, de modo que para que no se hiciera el silencio
tuvo que pasar de una a otra con la velocidad del frenesí. Se estableció un
curioso círculo vicioso: para justificar el cambio de tema, hay que rebajar la
importancia del tema que se abandona; pero el único tema de Mansilla era él
mismo, y si llegaba a sugerir siquiera que su interés había disminuido lo
suficiente como para ponerse a hablar de otra cosa, se abría un vacío, y el
dandy se desarmaba en un torbellino de miedo. Condenado a no cambiar nunca de
tema, debía cambiar todo el tiempo, como los teólogos que siempre están
hablando de Dios pero no pueden decir más que la variedad desconcertante de sus
manifestaciones.
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