La Lucha por la Libertad 
Bernardo de Monteagudo


Nadie, nadie es capaz de cortar el progreso de nuestra revolución: los siglos anteriores la preparaban en silencio, el estado general del globo político indicaba la necesidad de este acontecimiento, y en los decretos del tiempo estaba señalado el período que debía durar la esclavitud en las regiones del nuevo mundo. La sagrada tea de la LIBERTAD arde ya por toda la América: podrá quizá un déspota aventurero o un desnaturalizado parricida apagarla en alguna pequeña parte con las lágrimas y la sangre de nuestros mismos hermanos; pero las cenizas de su ruina no harán más que ocultar el fuego secreto que tarde o temprano ha de devorar a los opresores en su periódica explosión. Quizá podrá suceder que en el mismo día en que un pueblo suba al trono y anuncie su majestad, caiga otro menos feliz a los pies de un tirano insolente que le obligue a profanar sus labios gritando con un humilde furor: viva la opresión. Pero no importa: por una parte se multiplicarán los patíbulos, y en otra se cantarán himnos a la patria: los mártires de la LIBERTAD correrán en tropel a los sepulcros, y los apóstoles de la independencia subirán con intrepidez a las tribunas a predicar los dogmas saludables de la filosofía. El contraste de los sucesos y la ira impetuosa de los partidos agobiarán el sufrimiento de algunos, porque no todos nacen para ser héroes: el padre anciano llorará la pérdida de sus hijos, la sensible esposa asistirá con ternura al sacrificio de su consorte, el fiel amigo sufrirá en su corazón la desgracia del hombre de bien, las familias de los mejores ciudadanos se resentirán de la miseria que las oprima; pero todos estos males particulares son necesarios para consumar el gran sistema y cada uno de ellos tiene una influencia directa en los resortes de combinación. Fatigas, angustias, privaciones; rivalidades, he aquí las recompensas del celo, pero he aquí también los presagios del deseo realizado: todo coadyuva el voto universal de los hombres libres, y esas mismas convulsiones que comprometen la suerte de los más interesados en el bien público, minan sordamente las bases de la tiranía, descubriendo héroes ciudadanos que confundan al mercenario egoísta, humillen al furioso liberticida y arranquen del seno de la muerte la patria tiranizada.

Tales son las ventajas que resultan de esos mismos choques de opinión que es imposible destruir, aunque alguna vez convenga desde luego el porvenir; ellos nacen de dos principios: el temor y la ambición, y para resolver el gran problema cuáles sean los medios de sofocar los partidos, es preciso saber si aquellas dos pasiones originarias existirán siempre entre los hombres, o perderán su influencia alguna vez. Yo creo que en todas las edades, y en todos los climas el hombre es combatido por el temor de perder lo que posee, y de no obtener lo que desea: este estímulo sin duda es más urgente en el que ambiciona ser lo que no es, o quizá más de lo que puede ser. El que teme perder la vida civil o natural en una conjuración, debe ser despojado de un empleo que la intriga, la casualidad o el mérito le han proporcionado, o ver en fin elevado a un rival poderoso de quien no puede esperar sino persecuciones y ruina; su primer cuidado es buscar los medios de defensa, hacerse de partido, mostrarse a unos como virtuoso y presentar a su rival a otros como un delincuente atroz: de aquí nacen las rencillas, los chismes, las declamaciones secretas, los rumores públicos y las desavenencias generales. Después que el mal no tiene remedio entonces grita el fanático, clama el celoso hipócrita, pero ninguno se ocupa de buscar las causas del desorden para precaverlo. No hay materia más interesante, y ella ocupará mi atención en el siguiente número: entre tanto conjuro a los amantes del orden, sostengan mis débiles esfuerzos y agoten los suyos hasta que puedan decir los hombres libres: VIVA LA REPUBLICA.


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