La Calidad de la Democracia
Decenas de preguntas surgen a
partir del tema. ¿Cómo se comprende el inciso “calidad? ¿Desde qué lugar nos
acercamos para justipreciar dicho concepto? ¿Quién determina sus supuestos
estándares racionales? ¿Es dable la objetividad en el tema?
Acaso como de costumbre podemos inferir que
se trata de la utilización de eufemismos mediáticos a favor de fines concretos
que poco tienen que ver con la institucionalidad en sí propio y menos apunta a
la política real. En lo esencial y por esta vez vamos a dejar buenamente de
lado los prejuicios.
Cuando hablamos de calidad sospecho que nos
estamos refiriendo a las condiciones, cualidades y aptitudes en la
implementación de un sistema, en este caso el democrático, que de cara a la
sociedad propone un contrato social precisado taxativamente en estatutos
constitucionales escritos. De modo que todo aquello que viole dichos escritos
conspira ciertamente contra la calidad del sistema, mientras que todo aquello
que no se halla escrito ingresa en un terreno de subjetividad discursiva que
para nada afecta las calidades institucionales, todo lo contrario, es un
horizonte que se recrea y se potencia desde el campo de las ideas y a partir de
los debates.
La mass media dominante y el periodismo
opositor insisten con la idea de que nuestro Gobierno Nacional propone una
democracia de baja calidad bajo la excusa de endilgarle ciertos vicios que se
encuentran relacionados a un marcado abuso que efectúa de sus mayorías
electorales, tanto ejecutivas como parlamentarias. Ergo, según el arco opositor
ejecutar programas establecidos antes de los comicios, sin quitarle una coma a
los textos institucionales, poniendo en juego su caudal electoral, constituye
per-se un demérito constitucional, independientemente de los concretos
resultados que tales políticas presentan. Parece que prestarle atención a
ciertos alegatos opositores le agregaría a la democracia mayor calidad
institucional. Suena ciertamente simplista visto únicamente de ese modo.
No vamos a caer en la burda y soberbia
chicana numérica que muestran los recientes resultados electorales. Pero bueno
es considerar que flaco favor le hacemos a la institucionalidad cuando se
tratar de ubicar a la totalidad del campo opositor como una unidad política
concreta. No reconocer las proporcionalidades electorales es el primer
eufemismo instalado y que pretende diluir intencionalmente a la propia
expresión de la voluntad popular. Dicha mecánica pretende instalar que el 35%
de diferencia con la segunda fuerza electoral no existe, eufemismo que
complejiza aún más esa institucionalidad tan declamada. Se habla de un 46%
falaz sugiriendo un recorte muy peligroso de cara a lo que las urnas
determinaron. Achicar la brecha forma parte de la estrategia opositora
intentado forzar equivalencias en donde no las hay. Cuando de calidad
democrática se habla lo primero que se debe considerar es la proporcionalidad
que la firme letra constitucional establece, cuestión que la oposición y sus
actores mediáticos prefieren soslayar.
Otra encerrona dialéctica con la cual el
campo opositor suele regodearse para argumentar sobre la baja calidad de la
democracia actual es la calificación que se hace del Congreso Nacional. Según
estos pensadores detentar mayorías oficialistas en ambas cámaras conspiran contra
la calidad democrática debido a que le otorga al ejecutivo una suerte de
discrecionalidad mal habida. Ante la idea nos queda claro, según recientes
experiencias, que tampoco adolecer de mayorías oficialistas asegura calidad
institucional. El periodo legislativo 2009-2011 fue pobrísimo y altamente
destructivo. Con sólo recordar la estrategia opositora de dejar al ejecutivo
sin presupuesto aprobado para el año 2011 habla por sí del grado de
irresponsabilidad institucional. Ante lo observado, en todo caso, podemos
aventurar que ni uno ni otro modo de distribución de los escaños aseguran la
calidad democrática; sospecho que esta se halla mucho más ligada al grado de
responsabilidad política de sus actores que a cualquier recreación ficticia
presentada como unívoca.
El Congreso no es una escribanía como suele
afirmarse. Sus integrantes responden a programas políticos colectivos
predeterminados y laboran en función a esos segmentos de pertenencia.
Justamente los que conspiran contra la calidad democrática son aquellos que
acceden a las bancas y luego abandonan el colectivo político que allí los
colocó; y no hablo sólo del colectivo representativo y sus relaciones internas,
me refiero puntualmente al colectivo que los votó, es decir al pueblo que
confió en ellos para ensayar la plataforma presentada en los comicios.
Se afirma que el ejecutivo ejerce conductas
discrecionales debido a que uno de sus mayores defectos es no escuchar a la
oposición. Aunque como siempre a esta oposición se la prefiere presentar como algo
difuso y bastante nebuloso, como si fuera un paquete universal. Con sólo
observar los debates que existen en ambas cámaras y la masiva presencia
opositora en los medios de comunicación notamos la falacia de la idea. Lo que
ocurre es que para mal de la mass media dominante el oficialismo posee un
proyecto de gobierno que intenta aplicar y que para eso fue democráticamente
elegido. Qué pretende María O´Donnell, qué sea Binner quién establezca
políticas distributivas, qué sea Prat Gay el Ministro de Economía, qué Elisa
Carrió sea la encargada de las estrategias internacionales. Pues lamento
informarle a ella y a otra decena de sofistas que más allá de sus aspiraciones
individuales el pueblo ha decidido que no sean ellos quienes determinen
políticas. Parece mentira tener que aclarar tales cuestiones, pero se hace
necesario ratificar que la democracia revisa sus contratos legislativos y
ejecutivos cada dos y cuatro años, de modo que instalar la idea de absurdos y
forzados consensos es literalmente cagarse en el sistema de proporcionalidades.
Discutir las ideas, los intereses y los modos de percibir la realidad en el
Congreso, en los medios, en las mesas de debate, me parece saludable, pretender
que ese espectro discursivo necesariamente determine las decisiones políticas
de un gobierno cuya legitimidad no resiste ningún tipo de dilema me parece
autoritario. Aquí los medios juegan un rol fundamental en el embuste.
La calidad de nuestra democracia guarda
estricta relación con el concepto que por ella tiene nuestra sociedad. Queda
claro que aquella premisa que afirmaba: quien gana los comicios gobierna, quién
no tuvo la fortuna de contar con apoyos suficientes ayuda, ha quedado muy en el
olvido. Los intereses corporativos han quebrado ese deber ser, cuestión que a fuerza
de ser sinceros muy pocas veces se cumplió. Bueno sería entonces dejar de ser
hipócritas, desistir en la idea de interpretar la Constitución de modo
antojadizo y banal de acuerdo a venturas coyunturales y comenzar a respetar su
letra sin falaces corchetes.
Veamos esto: La re-reelección de Lorenzetti
parece que para estos pensadores no conspira contra el sistema. Estamos
hablando de la más alta autoridad de uno de los tres poderes. Una autoridad que
no está sujeta a la voluntad popular, sin embargo es llamativo observar que un
tercer período de una autoridad sujeta a la voluntad popular sí conspira contra
el sistema. Hay algo desde la racionalidad que no cierra. Es muy interesante y
a la vez patético verlos hamacarse para sacarle a las piedras argumentos donde
no los hay.
Estamos viviendo una democracia en total
plenitud. Fervorosos debates, velos que caen, sincericidios individuales y
colectivos, libertad de expresión absoluta para publicar, marchar y hasta para
insultar. Es probable que como toda actividad humana sea perfectible, pero para
que ello ocurra es menester que todos, absolutamente todos los actores sociales
se comprometan en la empresa. Quién más conspira contra la calidad de la
democracia son aquellos que no intentan comprender nuestro modo de sentir,
pensar, vivir y relacionarnos socialmente. Los que creen que los estándares
éticos públicos son distintos a los privados, los que creen que existe un plata
pública y una privada, y que esta no tiene la obligación de rendir cuentas
morales, los que siempre sospechan de las estructuras estatales y nunca reparan
en las conductas de sus anunciantes. Esto es particionar la ética en función de
estándares ciertamente relajados.
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