Un Cambio de Costumbres
Oliverio Girondo
Exigió que sus esclavos le escupieran la frente, y colgado de las
patas de una cigüeña, abandonó sus costumbres y sus cofres de sándalo.
¿Sabía que las esencias dejan un amargor en la garganta? ¿Sabía
que el ascetismo puebla la soledad de mujeres desnudas y que toda sabiduría ha
de humillarse ante el mecanismo de un mosquito?
Durante su permanencia en el desierto, su ombligo consiguió
trasuntar buena parte del universo. Allí, las arañas que llevan una cruz sobre
la espalda lo preservaron de los súcubos extrachatos. Allí intimó con los
fantasmas que recorren en zancos la eternidad y con los cactus que tienen
idiosincrasias de espantapájaros, pero aunque tuvo coloquios con el Diablo y
con el Señor, no pudo descubrir la existencia de una nueva virtud, de un nuevo
vicio.
El ayuno de toda concupiscencia ¿le permitiría saborear el halago
de que un mismo fervor lo acompañara a todas partes, con su miasma de sumisión
y de podredumbre?
Precedido por una brisa que apartaba las inmundicias del camino,
las poblaciones atónitas lo vieron pasar cargado de aburrimiento y de
parásitos.
Su presencia maduraba las mieses. La sola imposición de sus manos
hacía renacer la virilidad y su mirada infundía en las prostitutas una ternura
agreste de codorniz.
¡Cuántas veces su palabra cayó sobre la multitud con la
mansedumbre con que la lluvia tranquiliza el oleaje!
Sobre la calva un resplandor fosforescente y millares de abejas
alojadas en la pelambre de su pecho, aparecía al mismo tiempo en lugares
distintos, con un desgano cada vez más consciente de la inutilidad de cuanto
existe.
Su perfección había llegado a repugnarle tanto como el baño o como
el caviar. Ya no sentía ninguna voluptuosidad en paladear la siesta y los
remansos encarnados en un yacaré. Ya no le procuraba el menor alivio que los
leprosos lo esperaran para acariciarle la sombra, ni que las estrellas dejasen
de temblar, ante el tamaño de su ternura y de su barba.
Una tarde, en el recodo de un camino, decidió inmovilizarse para
toda la eternidad.
En vano los peregrinos acudieron, de todas partes, con sus
oraciones y sus ofrendas. En vano se extremaron, ante su indiferencia, los
ritos de la cábala y de la mortificación. Ni las penitencias ni las cosquillas
consiguieron arrancarle tan siquiera un bostezo, y en medio del espanto se
comprobó que mientras el verdín le cubría las extremidades y el pudor, su
cuerpo se iba transformando, poco a poco, en una de esas piedras que se
acuestan en los caminos para empollar gusanos y humedad.
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