Sobre la Poesía
Paul Valéry
Conferencia del 2 de Diciembre de 1927 - Fragmento
El comienzo de esta exposición de ideas
sobre la poesía consistirá
necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se emplea en el
discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos
funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de
emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o
circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos
de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona. Pero existe
una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía,
en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto
es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra.
Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en
las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal
es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía,
tomada en el segundo sentido.
Entre esas dos nociones existen las
mismas relaciones y las mismas diferencias que las que se encuentran entre el
perfume de una flor y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo
por completo. Sin embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de
ello se deduce que un gran número de juicios, de teorías e incluso de obras
están viciadas en su principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas
muy diferentes, aunque relacionadas.
Hablemos primero de la emoción poética,
del estado emocional esencial.
Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.
Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.
Esa clase de emociones se distingue de
todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se distingue? Es lo que a nuestro
actual propósito le interesa buscar. Es importante oponer tan claramente como
sea posible la emoción poética a la emoción ordinaria. La separación es
bastante delicada de realizar, pues nunca se ha cumplido en los hechos. Siempre
encontramos mezclados con la emoción poética esencial la ternura o la tristeza,
el furor, el temor o la esperanza; y los intereses y los efectos particulares
del individuo no dejan de combinarse con esta sensación de universo, que es
característica de la poesía.
He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos y esos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran - permítanme la expresión - musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.
He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos y esos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran - permítanme la expresión - musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.
Ya que la palabra sueños se ha
introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir
del Romanticismo, se ha producido una confusión bastante explicable, aunque
bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la
ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden serlo; pero las figuras formadas al
azar sólo por azar son figuras armónicas. No obstante, el
sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y frecuente, que nuestra
consciencia puede ser invadida, henchida, constituida por un conjunto de
producciones notablemente diferente de las reacciones y de las percepciones
ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo
cerrado en el que todas
las cosas reales pueden
estar representadas, pero en el que todas las cosas aparecen y se modifican
únicamente por las variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es
aproximadamente así como el estado poético se instala, se desarrolla y se
disgrega en nosotros. Lo que equivale a decir que es perfectamente irregular,
inconstante, involuntario y frágil, y
que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Hay períodos de nuestra vida en los
que esta emoción y esas formaciones tan preciosas no se manifiestan. Ni
siquiera pensamos que sean posible. El azar nos las da, el azar nos las retira.
Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible.
Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible.
Música, pintura y arquitectura son los
diversos modos correspondientes a la diversidad de los sentidos. Ahora bien,
entre esos medios de producir o de reproducir un mundo poético, de organizado
para la duración y de amplificado mediante el trabajo reflexivo, el más
antiguo, quizá, el más inmediato, y sin embargo el más complejo, es el
lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su naturaleza abstracta, a sus efectos más
especialmente intelectuales - es decir, indirectos -, y a sus orígenes o a sus
funciones prácticas, propone al artista que se ocupa de consagrado y ordenado
para la poesía, una tarea curiosamente complicada. Nunca hubiera habido
poetas si se hubiera tenido conciencia de los problemas a resolver. (Nadie
podría aprender a andar si para andar hubiera que representarse y poseer en el
estado de ideas claras todos los elementos del menor paso). Pero no estamos
aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los versos como
imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de los poetas,
concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes, maravillamos
de su instinto. Voy a intentar en pocas palabras darles una idea de esas
dificultades.
Lo he dicho anteriormente: el lenguaje
es un instrumento, una herramienta, o mejor una colección de herramientas y de
operaciones formada por la práctica y sojuzgada a ella. Es por lo tanto un
medio necesariamente burdo, que cada cual utiliza, acomoda a sus necesidades
actuales, deforma de acuerdo con las circunstancias, ajusta a su persona
fisiológica y a su historia psicológica.
Ustedes saben a qué pruebas lo
sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las palabras, las reglas de sus
acordes, su emisión, su trascripción son para nosotros juguetes e instrumentos
de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en alguna consideración las decisiones
de la Academia; y sin duda, el cuerpo docente, los exámenes, principalmente la
vanidad, oponen algunos obstáculos al ejercicio de la fantasía individual. En
los tiempos modernos, además, la tipografía interviene muy poderosamente en la
conservación de esas convenciones de la escritura. De ese modo, se retrasan en
cierta medida las alteraciones de origen personal; pero las cualidades del
lenguaje más importantes para el poeta, que evidentemente son sus propiedades o
posibilidades musicales, por una parte, y sus valores significativos ilimitados
(los que dirigen la propagación de las ideas derivadas de una idea), por la
otra; son también las menos protegidas del capricho, las iniciativas, las
acciones y las disposiciones de los individuos. La pronunciación de cada uno y
su «experiencia» psicológica particular introduce en la transmisión mediante el
lenguaje, una incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo
inevitables. Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las
necesidades más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario
de un instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas,
de determinados aciertos de expresión y de forma sensibles, combinadas, no es
para nada un medio poético.
En resumen, el destino amargo y
paradójico del poeta le impone utilizar una fabricación del uso corriente y de
la práctica para fines excepcionales y no prácticos; tiene que tomar medios de
origen estadístico y anónimo para cumplir su propósito de exaltar y de expresar
su persona en aquello que tiene de más puro y singular. De modo que la dotación
del poeta es poco afortunada. Contrariamente a lo que le sucede al músico
perseguir un objeto que no difiere excesivamente, lo obliga a crear y recrear a
cada instante lo que el otro encuentra hecho y preparado.
¡En qué estado desfavorable o
desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante sí ese lenguaje ordinario,
ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se precisa lo
rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento; ha de tomar prestada esa
colección de términos y reglas tradicionales e irracionales, modificadas por
cualquiera, caprichosamente introducidas, caprichosamente interpretadas,
caprichosamente codificadas. Nada menos adecuado a los propósitos del artista
que ese desorden esencial del que debe extraer a cada instante los elementos
del orden que desea producir. Para el poeta no ha habido físico que haya
determinado las propiedades constantes de esos elementos de su arte, sus
relaciones, sus condiciones de emisión idéntica. Ni diapasones, ni metrónomos,
ni constructores de gamas, ni teóricos de la armonía. Ninguna certidumbre, de
no ser la de las fluctuaciones fonéticas y significativas del lenguaje. Ese
lenguaje, además, no actúa como el sonido sobre un sentido único, sobre el
oído, que es el sentido por excelencia de la espera y de la atención.
Constituye, por el contrario, una mezcla de excitaciones sensoriales y físicas
perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de efectos
sin relación entre sí. Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco:
es a la vez varios sonidos y varios sentidos. Varios sonidos, tantos sonidos como provincias hay en
Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una circunstancia muy grave
para los poetas, en quienes los efectos musicales que habían previsto quedan
corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios
sentidos, pues las imágenes que nos sugieren cada palabra generalmente
son bastante diferentes y sus imágenes secundarias infinitamente diferentes.
La palabra es cosa compleja, es
combinación de propiedades a un tiempo vinculadas en el hecho e independientes
por su naturaleza y su función. Un discurso puede ser lógico y cargado de
sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser agradable al oído y
perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y vano, vago y
delicioso... Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad, con
nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y explotar
cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras
independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la
semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la
métrica, ni la etimología.
He ahí al poeta enfrentado con esa
materia moviente y demasiado impura; obligado a especular por turno sobre el
sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a la armonía, al período
musical, sino también a condiciones intelectuales variadas: lógica, gramática,
sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos los órdenes, sin contar con las
reglas convencionales. Observen el esfuerzo que supone la empresa de llevar a
buen fin un discurso en el que tantas exigencias han de satisfacerse milagrosamente
al mismo tiempo.
Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.
Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.
Por consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra.
El poema no muere por haber servido; está expresamente hecho para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser. En este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.
Esta es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación, de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje de los dioses, va del sonido hacia el sentido, del continente hacia el contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar; pero a continuación, a cada verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el poema y el estado de poesía.
Este intercambio armónico entre la
impresión y la expresión es a mi modo de ver el principio esencial de la
mecánica poética, es decir, de la producción del estado poético mediante la
palabra. El poeta hace profesión de encontrar por suerte y de buscar por
industria esas formas singulares del lenguaje cuya práctica he intentado analizarles.
La poesía así entendida es radicalmente distinta
a cualquier prosa: en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la
narración de acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad,
es decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a los
relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real. Diferencia
que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables. Consideren las
actitudes comparadas del lector de novelas y del lector dé poemas. Puede ser el
mismo hombre, pero difiere excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra
obra. Observen al lector de novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que
le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las
dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está
absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le
presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una
especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo,
ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores, es decir,
librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis
de credulidad.
Muy distinto es el lector de poemas. Si
la poesía actúa
verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su naturaleza, comunicándole
las ilusiones de una vida de ficción y puramente mental. No le impone una falsa
realidad que exige la docilidad del alma y la abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita
su organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades
verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata
de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad
extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un
sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.
En suma, entre la acción del poema y la
del relato ordinario la diferencia es de orden psicológico. El poema se
despliega en un campo más rico de nuestras funciones de movimiento, exige de
nosotros una participación que está más próxima a la acción completa, en tanto
que el cuento y la novela nos transforman más bien en sujetos del sueño y de
nuestra facultad para ser alucinados. Pero repito que existen grados,
innumerables formas de paso entre esos términos extremos de la expresión
literaria. Tras intentar definir el dominio de la poesía,
debería ahora tratar de considerar la operación misma del poeta, los problemas
de la factura y de la composición. Pero sería entrar en una vía muy espinosa.
Encontramos tormentos infinitos, disputas que no pueden tener fin,
adversidades, enigmas, preocupaciones e incluso desesperaciones que convierten
el oficio del poeta en uno de los más inseguros y de los más cansados que
existen. El propio Malherbe al que ya he citado, decía que después de acabar un
buen soneto el autor tiene derecho a tomarse diez años de descanso. Admitía con
ello que esas palabras: un soneto acabado significan algo... En cuanto a mí, yo
no las entiendo... Las traduzco por soneto abandonado.
Tratemos superficialmente esta difícil
cuestión: Hacer versos... Pero todos ustedes saben que hay un medio sumamente
simple de hacer versos.
Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias. Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios; lo contrario de un Yo. Y el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como un gerente de periódico, se ve obligado a decirse: «En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te pertenece sin ningún género de duda.»
Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias. Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios; lo contrario de un Yo. Y el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como un gerente de periódico, se ve obligado a decirse: «En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te pertenece sin ningún género de duda.»
No es que no haga falta, para hacer un
poeta, algo más, alguna virtud que no se descompone, que no se
analiza en actos definibles y en horas de trabajo. Hay una cualidad especial,
una especie de energía individual propia del poeta. Aparece en él y se le
revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor.
Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas.
Es preciso añadir - esto es bastante importante - que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.
Esos momentos, de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura.
Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas.
Es preciso añadir - esto es bastante importante - que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.
Esos momentos, de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura.
Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas
naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre
impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o
incapaces de resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de
conservar. En el resplandor de la exaltaci6n no es oro todo lo que reluce. En
suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor
de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en
fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal
noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna Joya.
Si nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiración
pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos
necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a
entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna
necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado. No actúa
sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno a lo
que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo que,
antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica. Leemos en
los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios en materia de
brujería, que con frecuencia se convenció a personas de estar habitadas por el
demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo ignorantes e incultas,
haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus crisis en griego, en
latín e incluso en hebreo ante los horrorizados inquisidores.
¿Es eso lo que se le exige al poeta?
Sin duda, una emoción caracterizada por la potencia expresiva espontánea que
desencadena es la esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no
puede consistir en contentarse con experimentada. Esas expresiones, salidas de la
emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas
escorias, contienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el
desarrollo poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se
trata de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta
apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir algún alma
extraña en la divina duración de su vida armónica, durante la cual se componen
y se miden todas las formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y
rítmicas. Pero es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la
inspiración, lo mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer
lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra
demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de
un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus
artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que
lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin
debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza
y de nuestros destinos.
Comentarios
Publicar un comentario