TOLSTOI
por Rafael Barret
Fue un artista incomparable. Tenía el vigor de Miguel
Ángel y la delicadeza de Chopin: era a la vez enorme y sabroso. Pero también
fue algo más, mucho más que un genio literario: fue un hombre bueno. Fue una
cosa audaz y tierna en medio del alud de bloques de granito, una llama desnuda
en medio de los negros huracanes, una rosa en el infierno; fue bueno en medio
de este mundo. Fue bueno, es decir, fuerte, bastante fuerte para no mentir,
valeroso, obstinado, indesviable de su rumbo, explorador de las selvas y los
pantanos de su alma, viajero que venía de muy lejos, de muy abajo, a través de
sí, estrangulando fieras y aplastando víboras, dominador de la noche y de la
soledad. Jamás alumbró el sol nada tan noble como este viejo lacerado por la
fe, como las manos de este viejo, manos pardas y toscas, manos de labriego, de
piloto y de limpiador de cloacas, manos de angustia besadas por los ángeles.
“He sido ladrón y asesino”, confiesa Tolstoi. Pero cuando era todavía un
elegante oficial disoluto, su “yo” verdadero comenzaba a moverse dentro de su
ser. Novio de Sonia Andrewna, escribía en su diario íntimo: “Un medio poderoso
de llegar a la felicidad consiste en tender alrededor de uno, sin ninguna
regla, pero de todos lados, una especie de gran telaraña de amor en que se
prende cuanto pasa: una anciana, un niño, un criado…” El asco de la buena
sociedad rusa, le hace retirarse con su mujer a Yasnaia Poliana. De 1863 a 1879
se consagra a la familia -el patriarca tuvo trece hijos -, a la naturaleza y a
su arte. Crea maravillas como La Guerra y
la Paz y Ana Karenina, se
interesa por los labradores de su feudo, funda escuelas en torno de él y
escribe métodos de lectura y escritura y hasta un Alfabeto para los niños. Su existencia es, al parecer, un modelo de
dignidad serena. El trabajo, y el contacto con la tierra y con los humildes, le
han purificado. No odia más; el día de su amor nace lentamente. Ha recorrido la
primera etapa hacia el Bien.
En 1879, a los cincuenta y un años de edad, el conde
León Tolstoi es famoso dentro y fuera de Rusia. Sus libros se traducen a todos
los idiomas. Su esposa y sus hijos le adoran y sus mujiks le veneran. Sus
costumbres sencillas, al aire libre de los campos, le han hecho sano y recio
como un roble. Salud, renombre, riqueza, hogar, supremacía social… ¿qué le
falta? ¡Le falta todo, todo! Le falta la paz interior, y si pudiera vivir sin
ella, no sería Tolstoi lo que es, lo que va a ser. ¿Cuál es el sentido de la vida?
Y si la vida no tiene sentido, si el universo es una máquina ciega, desbocada
al azar, ¿para qué vivir? La idea del suicidio se apodera de este vencedor,
colmado por la fortuna; sus amores son ahora la escopeta de caza, la cuerda en
el granero, el remanso donde anida la muerte. ¡Congoja última, parto del hombre
nuevo! El santo aparece. Tolstoi se ha encontrado a sí mismo, al encontrar a
Dios. Dios es “lo que hace vivir”. Es el amor; uno de los manuales tolstoianos
se titula: Donde está el amor, allí está
Dios. El amor es la justicia. Religión sin dogmas, análoga a la de Jesús,
reducida a la fraternidad humana. Y Tolstoi escribe, a partir de la fecha de su
conversión, La muerte de Ivan Ilütch,
El Poder de las tinieblas, Resurrección, obras sublimes, de una
simplicidad de estilo que desorienta a estetas del boulevard, indignados por el folleto ¿Qué es el arte? Tolstoi crece; su augusta inteligencia se ha
elevado sobre los tibios y frondosos valles del talento artífice. Su cerebro es
una cumbre inmensa, en que no brotan las flores, pero en cuyas entrañas se cría
el manantial que bajará a los valles, para cubrirnos de flores y apagar nuestra
sed.
En Tolstoi, el ascetismo estético se confunde con el
ascetismo moral, el poeta con el profeta. Es el anarquista absoluto. La tierra
para todos, mediante el amor; no resistir al mal; abolir la violencia; he aquí
un sistema contrario a toda sociedad, a toda asociación, sindical o no, fines
de políticos, porque toda ley, todo reglamento, toda forma permanente del derecho
-derecho del burgués o derecho del proletario-, se funda en la violencia. ¡Y
decir esto en Rusia! El Santo Sínodo excomulga a Tolstoi, sus libros son
secuestrados; sus editores, deportados. Es el revolucionario y el hereje sumo.
Es el enemigo del Estado, de la Iglesia y de la Propiedad, puesto que ama a su
prójimo. El que ama, no quiere inspirar terror, sino amor. Y ¿cómo, si
renuncian a mantener el terror en los corazones de los débiles, seguirán siendo
Jefes, Dueños y Sacerdotes? Al ver a Rusia, desde 1905, erizaba de horcas,
Tolstoi reclama, en su célebre manifiesto de 1908, que le encarcelen y le
ahorquen a él, el más aborrecido, el más culpable de todos, y el zar no se
atreve… Tolstoi es europeo, Tolstoi no es un ciudadano cualquiera (¡Duma!), un
elector oscuro, uno de esos millares de infelices que los capataces, entre
risas ahogadas, cuelgan a medianoche, en patios de presidio o de cuartel…
Y, sin embargo, Tolstoi era un prisionero, un
perseguido: prisionero de su gloria, perseguido por la ternura de los suyos. El
escrúpulo de ajustar su conducta a sus doctrinas, le atormentaba
constantemente. En lo que le fue posible, se despojó de sus propiedades, de sus
derechos de amor. Se vistió con los vestidos del pueblo; se alimentó como los
pobres, de un puñado de legumbres; se sirvió a sí propio, se hizo sus zapatos y
sudó sobre el surco. Pero su conciencia pedía más, y sus discípulos también.
¿Por qué los cuidados de su familia, los halagos de los amigos y de los
admiradores? ¿Por qué preferir los hijos de su carne, él, padre de tantos hijos
del dolor? Había que cumplir el supremo sacrificio, y el 10 de noviembre, de
madrugada, en secreto, como un malhechor, el gran anciano se escapa de su casa.
¿A dónde? A la muerte. Para subir más alto, le era ya forzoso abandonar la
tierra.
Y murió. Y su cadáver tuvo todos los honores; el
llanto de los que sufren y esperan, el asombro inocente de los niños, y hasta
la actividad microscópica de los funcionarios, que después de haber prohibido
que se leyera a Tolstoi cuando vivo, prohíben que se le rece cuando muerto…
¡Todos los honores! Faguet le coloca por debajo de Dickens, y un señor
Hanoteaux opina que el conde ha exagerado. ¡Oh rusos! No pregunten dónde está
su padre; su espíritu es, hoy como ayer, el firmamento moral de Rusia, y está
donde estaba: sobre sus frentes. No pregunten si las remotas estrellas que les
guían se han extinguido ya. Su luz palpitante les busca aún y les acaricia en
la sombra.
Comentarios
Publicar un comentario