Cómo duele Junio – Miscelánea –
Mientras los funcionarios continúan inaugurando ruinas...
María Elena
Walsh
Nos resulta
complejo a los ciudadanos comunes renunciar a tal razonamiento. Con marcada
atención podemos observar que los tópicos presupuestarios y financieros siguen
estando muy por encima de las necesidades colectivas.
Por fuera de
los sospechosos reclamos puntuales de carácter sectorial estamos en condiciones
de asumir que la vida de las personas continúa preservando suprema entidad de
efecto, consecuencia o daño colateral, sin lucir como verdaderamente debería:
una humanística instancia de causa. Atacar a las carencias, a las razones,
continúa observándose como gasto y no como una sana inversión que actúa en
consonancia con el propio colectivo que genera ese mismo diagrama económico.
Lamentablemente
todavía no hemos logrado que la sociedad incorpore en su vademécum a las
necesidades colectivas como derechos, de modo que aspirar a favor de un diseño
solidario nunca será posible de no mediar una modificación cultural de los
paradigmas.
En la
contemporaneidad notamos que lo superfluo se mimetiza con lo importante de modo
siniestro mientras el conjunto social acepta dichas reglas mansamente, casi con
resignación. Y uno se acuerda tarde. Solamente entiende de la cosa cuando su
individualidad está en juego sin atender que forma parte de un colectivo
integrador.
En La
Resistencia Ernesto Sábato instaba a la juventud para que diseñara un noble
molde humanista ponderando al ser social y colectivo por sobre el ser
individual, confiando que resistir ante las tentaciones egoístas de sesgo
mercantil era el mejor de los métodos para la conservación de la especie. El
hombre codo a codo con el hombre y no compitiendo por bienes terrenales,
valores que más temprano que tarde quedarán arrumbados en los baúles del
olvido.
En ese sentido
¿es posible diseñar una sociedad más justa en donde el placer por la existencia
no sea motivo de conflicto? Imposible según nos describe Andahazi en La Ciudad
de los Herejes. Sería aniquilada de inmediato por aquellos que no conciben al
placer solidario y humanista como mercancía rentable, como ingeniería
positiva. Ordenamiento que entraría en
franca competencia contra las apetencias individuales que el mercado necesita
para sobrevivir. De este modo los funcionarios, protectores del sistema
vigente, siguen construyendo e inaugurando ruinas, a la par que el resto de la
humanidad continúa distraída, aislada, encerrada dentro de los límites de su
particular obsesión individualista.
Últimamente,
en nuestra querida Patria, han aflorado llamativos egoísmos, casi
descarnadamente se pretende inducir aquello de los merecimientos subjetivos y
sectoriales como instancia suprema de justicia. Cómo si la vida y la muerte
tuvieran algo que ver con cuestiones contenciosas. La historia del hombre,
desde los orígenes de la evolución hasta nuestros días, señala que muy poco
tiene que ver el sacrifico individual y hasta los colectivos con los premios y
castigos coyunturales. La temporalidad y el clima de época se constituyen como
elementos determinantes para la vida de las personas. Es mejor que no le hablemos a los esclavos
sobre el trabajo, los merecimientos, los sacrificios y la justicia, sospecho
que se reirían de nosotros; no le mencionemos que el trabajo dignifica, porque
nos dirán que es sólo una cuestión de tiempo. Justamente la esclavitud, la
explotación, la precariedad laboral son los síntomas más significativos del
egoísmo sectorial en contra del paradigma colectivo solidario. Y sobre esa
ruindad, sobre esas mismas injusticias y narcisismos se siguen inaugurando
nuevas ruinas, escombros con los cuales nuestros funcionarios, dignísimos
representantes de nuestro presente, se suelen ufanar.
El “soy” en
tanto y en cuanto “tengo” y su correlato competitivo en relación con el
semejante es la mejor formula de dependencia que el mercado ejerce sobre el
individuo. Atentos a la publicidad observaremos la contundencia de la fórmula.
Hace pocos
días acompañaba una de mis recurrentes caminatas en función de quemar glucosa
mientras disfrutada de la bella poesía de José Larralde. El paisaje de la
llanura, la cadencia de la voz y los punteos de El Pampa proponían un singular
momento de ausencia y de espera al mismo tiempo. El cruzarse con algunos
vecinos es cuestión cotidiana a la hora en la que suelo realizar el ejercicio.
Días después, uno de ellos me menciona el asunto comentándome jocosamente la
cuestión, afirmando que la modernidad y la tilinguería habían acusado en mí un
certero impacto mercantil. Vale decir que para este joven, a primera vista, yo
era un sujeto con un estatus social determinado, deducción que desprendió a
partir de haber observado un par de auriculares en mis oídos. De inmediato me
habló de celulares, mp3, mp4 y no sé cuánta cosa que bien lejos se encuentran
de mis aspiraciones y en algún caso hasta de mi propio conocimiento. Cuando le
exhibo el aparato con el cual disfruto de ese extraordinario momento expone de
inmediato una metamorfosis conceptual alarmante. Pasé, en apenas segundos, de
ser a priori quién “era” para trasmutarme a una suerte de instrumento
arqueológico con membresía de croto. Mi Walkman de veinte años de antigüedad y
mis cassettes carecían de entidad y sabiduría para el tipo, distinción que
automáticamente trasladó hacia mi persona. Así funciona la lógica del sistema.
Menos mal que no le hablé de mi colección Long Plays de vinilos, de mi
combinado y mi Geloso. ¿Qué intento expresar con el ejemplo? Simplemente el
condicionante que propone la falsa valoración de los instrumentos a favor de
particionar al colectivo.
Ya no es el
tener lo que califica, concepto de por sí bastante limitado, el tener “qué”
presenta un nuevo inciso discriminatorio, acaso con algún sentido holgazán. La
comparativa y la competencia como sujeto, verbo y predicado conceptual.
La frase que
subtitula el presente texto me quedó a partir de un poema de María Elena Walsh
que el Beto Badía leyera en una de sus últimas presentaciones públicas junto a
Lito Vitale en Ese Amigo del Alma. Un Beto merecidamente homenajeado, un tipo
que nos exhibió señorío, una cadencia y
generosidad muy poco habitual en los medios. Recuerdo que la última vez que lo vi
a Larralde en la tele fue en su programa Imagen de Radio. Y El Pampa es muy
exigente a la hora de escoger espacios mediáticos para compartir momentos
artísticos. Lamentablemente el homenajeado no contó con el beneplácito público
en sus últimas propuestas y hasta tuvo la mala fortuna de ser catalogado como
aburrido y previsible por parte de los exitosos del momento, emisarios, que
vaya casualidad, competían en su misma franja horaria. Su Estudio País, su
programa sobre el Bicentenario y sus entrevistas en 360, fueron un verdadero
canto federal y colectivo que nos unificó, nos enseñó y ciertamente nos mejoró.
La competencia
como emblema daba por tierra con la trayectoria de un tipo que nada hizo para
ser atacado y menos aún despreciado. Pero que va. El Beto no estaba para los
Prime-time, era fácil menoscabarlo debido a que su palabra tenía escasísima
difusión. Se tuvo que morir El Beto, tuvo que dejar de “molestar” para que
resurja su obra, su buena obra.
Como duele
Junio. Y duele por Kosteki y Santillán, y duele por los Aiub y por el Beto, por Paco Urondo, por Borges
y por Marechal. Gente que luchó por el colectivo, cada uno
desde su lugar, desde la cultura y la convicción, arriesgando el cuerpo, poniendo en juego lo único
indomesticable que posee el hombre: Lo bueno
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