GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER por Rudolf Rocker y Va Pensiero - Nabucco - de GIUSEPPE VERDI






                                                                                                        por Rudolf Rocker

“Había una vez”… Amable lector, ¿has meditado en alguna ocasión sobre el alcance de estas tres palabras?
“Había una vez”… En mi infancia ellas han sido la llave de un paraíso oculto, llave de un mundo lejano y hermoso, lleno de misterios y de apariciones sorprendentes, en el cual lo posible no está limitado y donde el pensamiento se columpia cual una mariposa sobre las flores aromáticas y verdes hojas. Pero el tiempo transcurre, pasaron los años, el niño se hizo hombre y los sueños dorados se han desvanecido.
“Había una vez”… Casi todos los cuentos del viejo libro generoso empezaban con estas mismas palabras. Era un libro querido y valioso; es decir, por el exterior hacía una impresión muy pobre, igual que un miserable vestido de harapos. Las tapas eran viejas y rotas, desgarrado el lomo y las hojas sucias y deshechas. En cada página podían notarse las huellas de pequeños dedos mugrientos y aunque aquello no era agradable ¿quién reparaba entonces en esas minucias? Sé únicamente que ese libro me era más caro que la Torah para un judío devoto; y tal vez lo quería tanto precisamente porque era viejo, roto y sucio.
Es posible que me pregunten el título de la obra y el nombre de su autor y ahí es donde he de quedar sin respuesta, porque, a decir verdad, nunca los he sabido ni tuve interés en conocerlos. Yo puedo referirles todo su contenido, sin omitir una sola página -y créanme que son historias maravillosas- pero háganme el bien de no interrogarme acerca del título y el nombre del autor. Los niños se fijan siempre en el contenido y no existen para ellos títulos ni autores. Muy otra cosa ocurre con los hombres formales; ellos son más civilizados, más cultos y por eso generalmente se contentan con el título y olvidan del todo el contenido. ¿Y qué puede exigirse a los niños? No son más que chicos.
“Había una vez”… Apenas abría el libro y leía estas tres palabras, se descubría ante mí todo un panorama: ríos plateados, admirables ciudades con edificios de oro, verdes praderas y obscuras selvas llenas de bestias salvajes, princesas encantadas y gigantes terribles de siete cabezas y diez pares de manos, con cada dedo igual al mástil de un buque.
Pero basta ya. Pasó ese tiempo, mi libro se deshizo del todo, el viento dispersó las hojas desgarradas y junto con ellas volaron también las dulces ilusiones de la niñez. Es decir, logré apoderarme de un par de hojas antes de que el viento se las llevara y las conservo como suave recuerdo de tiempos pasados. Las he guardado en un libro de mi pequeña biblioteca; hasta podría decirles en cuál, pero temo que se burlen de mí. Aunque en realidad ¿por qué he de temer? Ríanse en buena hora: he guardado mis hojas dentro del Don Quijote. Dirán que mejor hubiera sido ponerlas en el Hamlet de Shakespeare, mas eso no tiene importancia para mí. Y si más tarde llegara a convencerme de que tenían razón, preferiría quemar mis hojas antes que hacerles caso.
Cada primero de Abril saco un volumen del inmortal Cervantes con el propósito de leer las aventuras del valeroso caballero Don Quijote de la Mancha y de paso mi mirada cae sobre mis viejas páginas; se han vuelto amarillentas y los caracteres son tan pálidos que apenas es posible reconocerlos. En torno mío todo está en silencio, la pequeña lámpara arroja su débil reflejo sobre los viejos papeles y yo comienzo la lectura: “Había una vez”… Y cual un espejismo en el desierto aparece repentinamente ante mis ojos aquel antiguo mundo fantástico que encarnaba en sí toda la nostalgia de mi infancia. Los ríos argentinos y las ciudades de áureos edificios, las princesas encantadas y los gigantes de siete cabezas vuelven a resucitar y me hacen señas con las cabezas, cual viejos amigos. Yo leo y sigo leyendo y mi corazón se siente de pronto aliviado, regocijado, y en mi alma resuenan las ondas tranquilas de melodías maravillosas que nadie fuera de mí puede percibir. Súbitamente se oye un ruido seco, suena el reloj, despierto como de un sueño, y el mundo antiquísimo ha desaparecido. Durante algunos instantes me quedo sentado en silencio, pensativo, no sé si reír o llorar; por fin me levanto, guardo con cuidado las hojas amarillentas en el libro y vuelvo a colocarlo en su sitio. “Tonto -me digo a mí mismo- de nuevo has vuelto a soñar. Fíjate tan siquiera en el almanaque: hoy es el primero de Abril”.
“Había una vez”… Ante mis ojos se extiende un vasto camino cubierto de ruinas, esqueletos humanos, polvo y ceniza. Su origen se pierde en la noche y en las tinieblas y nadie sabe donde va a terminar. Allí donde caen los primeros débiles rayos sobre el camino misterioso yacen herramientas de piedra y algunos cráneos humanos, últimos vestigios de un pasado remoto. Y el camino prosigue. Sobre rocas vetustas se ven figuras maravillosas grabadas por manos inexpertas, primer producto de una rudimentaria imaginación artística. Arrojo una mirada sobre el camino dilatado, sobre las figuras y los dibujos sorprendentes que manos humanos trazaron en las piedras arcaicas y mis labios murmuran en voz baja: “Había una vez”… El sendero se desliza al lado de los monumentos derrumbados de una civilización primitiva; viejas tumbas e ídolos rotos cubren la tierra, cementerio gigantesco. De la arena amarilla del desierto se levantan las pirámides, se yergue la figura misteriosa de la Esfinge. Pasaron millares de años pero los labios de piedra aun permanecen cerrados y en la mirada de los ojos indescifrables se oculta todavía el gran enigma.
Sigue el camino delante de los templos de la India, que me refieren la historia de una época grandiosa, tal vez la más magnífica que haya atravesado la humanidad. Prosigue más allá, siempre adelante, pasando en medio de las ruinas de Ninive, de Babilonia y de todos los imperios orientales, que nacieron y se desmoronaron en polvo a través de las edades. Ve las ruinas soberbias de Grecia, un templo de Júpiter destruido, una Venus rota, signos de tiempos gloriosos, mas también ellos han desaparecido sin dejar en nuestros corazones otra cosa que la nostalgia de la belleza eterna y las tres palabras terribles: “Había una vez”…
Ante mis ojos yacen los muros destruidos de Roma. Habían sido edificados para la eternidad; entre esos muros se jugó el destino del mundo, pero también ellos se han convertido en ruinas, igual que los monumentos de los emperadores romanos; escombros, polvo y ceniza. Y veo los restos de Jerusalén y de Cartago; sobre las piedras dispersas está sentada la Muerte y sueña con la eternidad.
El camino sigue delante, más lejos aun, y noto un negro precipicio, repleto de millones de huesos humanos. Los dos extremos están unidos por un puente destartalado, en medio del cual se levanta una cruz. Al otro lado del puente cambia el escenario: el trayecto está cubierto con ruinas de antiguos conventos, capillas góticas, iglesias y catedrales, soberbios palacios y estatuas destruidas. De en medio de estas piedras nos habla un mundo oscuro y misterioso, mundo hasta ahora poco comprendido. Y en ese mundo hallamos todavía resabios de una vida oculta. Un paso más y el imperio de las ruinas ha terminado. Allí está el límite que separa el pasado del porvenir, la vida de la muerte. Tronos derrumbados, espadas enmohecidas y cadenas, pesadas cadenas de hierro, sirven de mojones; allí está el límite, pero mis ojos se vuelven atrás, hacia las tumbas taciturnas en las que fue sepultada la grandeza de los milenios. “Había una vez”… Y recuerdo las palabras del gran Calderón: “¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción. La vida es sueño y los sueños, sueños son”.
¡La vida es sueño! Este era el punto de vista de toda una época por muchos conceptos incomprensible para el espíritu materialista de nuestro tiempo. Es posible que esa interpretación sea justa, empero no se trata de una ilusión común; es un sueño de carne y sangre, un sueño que deja escombros, polvo y ceniza; no es la ilusión guardada en mis hojas amarillentas, el dulce sueño de mi infancia. ¿Pero tal vez existan algunas relaciones ocultas entre ambos sueños? ¿Quién lo puede decidir? Una idea extravagante y maravillosa acaba de atravesar mi mente: se me figura que allá, entre las tumbas derrumbadas y las ruinas que cubren el largo trayecto, el viento agita unos trozos rotos de papel; yo no sé por qué, pero me acuerdo repentinamente del viejo libro sin título, sin autor, recuerdo las páginas desgarradas y sórdidas que el viento se llevó mucho tiempo ya. Y siento que allí está escondido otro misterio; trataré de descubrir la verdad, más hoy no: será en la noche del primero de Abril.


“Había una vez”… En este mundo tengo la intención de introducirlos hoy, en el mundo del delicado artista español Gustavo Adolfo Bécquer. Fue un poeta, un poeta verdadero, uno de aquellos que se extinguen lentamente de hambre y de miseria y cuando los queridos semejantes descubren al cabo su talento, su cuerpo está ya tan débil que no puede soportar tanta “bondad” y tanta “simpatía”. Pocos artistas han pasado por horas tan amargas, experimentando tantas desgracias y decepciones como Bécquer. Su biografía es una serie de sufrimientos materiales y morales, un verdadero martirologio y solo las últimas horas de su vida fueron iluminadas por algunos rayos de esplendor.
La biografía del poeta puede contarse en pocas palabras. Bécquer nació en la hermosa ciudad de Sevilla, en 1836. Sus padres murieron temprano, no dejándole más que una rica imaginación y un hondo sentimiento poético. Una parienta adinerada se hizo cargo del niño y puso el mayor empeño en hacer de él un buen comerciante. Pero el alma poética del jovenzuelo estaba destinada para un fin superior al de enmohecerse en la prosaica atmósfera de un negocio. Bécquer se desprendió violentamente de la odiosa ocupación y a los diecinueve años se fue a Madrid con el propósito de encontrar la verdadera vida. Pero allí también sufrió una gran desilusión. Las enfermedades, el hambre, la miseria eran sus compañeros constantes y en tanto que su imaginación suntuosa creaba cuadros grandiosos de indescriptible belleza, el cuerpo enclenque iba consumiéndose poco a poco. Por fin, cuando sus narraciones pletóricas de colorido llamaron la atención del gran público, esté comenzó a ocuparse del desdichado poeta. Mas era ya demasiado tarde. Precisamente cuando veía el crepúsculo de una nueva vida, la muerte lo llamó a su seno. Murió en Diciembre de 1870, a los treinta y cuatro años de edad. Sus últimas palabras fueron “¡Todo es mortal!”.
De todo lo que el artista español ha creado, sus poesías y leyendas forman la parte más valiosa. Sus Recuerdos de un viaje de arte, sus Pensamientos y sus pequeñas novelas y sobre todo los fragmentos de la gran obra Historia de los Templos de España son monumentos literarios de rara belleza; sus descripciones maravillosas de las obras maestras del arte religioso medieval, su profundo conocimiento de aquellos tiempos, cuando los hombres sentían de un modo distinto al de ahora y sus corazones estaban ligados a otros ideales, nos muestran la fuerza creadora de un artista de fina sensibilidad. Pero el verdadero Bécquer se revela en toda su plenitud en las Leyendas y en las Rimas. Las Rimas son flores crecidas en el jardín encantado de una fantasía ardorosa; sentimos cada ritmo cual una música suave que adormece el alma y la transporta a regiones ignotas.
Bécquer es un admirador apasionado del pasado, no del vulgar pasado material, sino de aquella nostalgia misteriosa por algo desaparecido que no se puede olvidar. El fondo de la mayor parte de sus cuentos son paredes derruidas, ruinas de antiquísimos conventos con admirables cuadros sagrados y esculturas deshechas, viejas iglesias de paredes caídas, paisajes montañosos cubiertos por restos de castillos vetustos que nos recuerdan en todo momento aquellas tres palabras enigmáticas: “Había una vez”… Y esas viejas ruinas desmoronadas reviven de pronto bajo el cálido aliento de la imaginación del poeta. El pasado resucita, lo que ha sido se enlaza con lo que es, desaparece el límite del tiempo y con la respiración contenida seguimos al bardo en su mundo propio y fantástico. La fuerza poética de las evocaciones de Bécquer es gigantesca y llega a tocar cada cuerda del alma. Sus palabras desarrollan cuadros y melodías. Cada leyenda es un cuadro literario, una composición musical. Habrá muy pocas personas que no se sientan profundamente impresionadas por El Miserere. Todos los personajes aparecen patentemente ante nuestros ojos. Vemos al músico forastero, cómo sufre y vive. Peregrina de pueblo en pueblo, de país en país, está ciego y mudo para todo lo que ocurre alrededor suyo y sólo siente el gran dolor que busca su expresión en melodías poderosas. Ahí están sentados alrededor del fuego, en el convento, los tres pastores; el anciano les refiere la historia misteriosa del cántico nocturno en la montaña, vemos los rostros espantados cuando el extranjero abandona de súbito el recinto y se pierde en las tinieblas, en medio de la tormenta y de la lluvia, para alcanzar al cabo el gran objeto de sus deseos. A la pálida luz de la luna reconocemos las negras ruinas del convento destruido entre toscas rocas. Oímos el sonido del reloj y ante nuestros ojos se desarrolla el terrorífico cuadro de los monjes muertos que suben del negro abismo para entonar su cántico desesperado. Cada detalle está descrito con plástica precisión e influye con fuerza sorprendente sobre nuestros sentimientos más íntimos. Y cuando vemos que el músico peregrino está sentado ante su mesita y escribe las notas que oyera en esa noche terrible, deteniéndose de rato en rato para distinguir las melodías que aun resuenan en sus oídos y cuando, finalmente, se da cuenta de que sus fuerzas son demasiado débiles y que no es capaz de concluir la obra, en el momento en que lo invade la gran desesperación, la locura, la muerte, entonces comprendemos claramente la tragedia poderosa, la lucha eterna entre la voluntad ilimitada y la ejecución real. Se nos figura que toda la humanidad se ve encarnada en aquel forastero, en el músico misterioso que busca la perfección suprema y encuentra la eterna desesperación, la demencia, la muerte. Y ante mi vista surge nuevamente el largísimo camino, cubierto de ruinas, tierra y ceniza. Allí también se soñaba un día con la perfección sempiterna, mas lo que ha quedado de los sueños soberbios es un montón se ceniza y templos en ruinas. Todo el camino no es más que una melodía rota, fragmentos de un grandioso himno a la eternidad, pera falta el final, el cántico de los monjes en la montaña… Bécquer sabe dar expresión de una manera maestra a las voces misteriosas que nos hablan en los horas de soledad en la vida, cuando el alma se siente sola, igual que un bote sobre las olas de un mar tranquilo. Se diría que alguien nos llama, pero no sabemos quien; y, sin embargo, seguimos a la voz misteriosa, porque el corazón nos dice que allí está la dicha, la dulce serenidad y la paz eterna. Nos ocurre lo mismo que al peregrino solitario en la noche silenciosa, el cual buscaba la “flor azul”, que sólo florece si es besada por los pálidos destellos de la luna. Esta sensación la pinta Bécquer con admirable poesía en la leyenda “Los ojos verdes”. Entre las rocas agrestes de las montañas de Moncayo, en medio de una selva tupida, existe una fuente encantada; ningún cazador se atreve a pisar ese sitio, porque en el agua mansa habita un espíritu del mal. Pero al noble caballero Fernando no le arredran las supersticiones que le cuentan sus cazadores. Cruza el lindero y descubre la fuente; mas desde entonces Fernando se cambia del todo. El cazador apasionado se convirtió en soñador caviloso. Siempre anda pensativo, evita a la gente y se siente mejor en la verde soledad del monte, en las orillas apacibles del cauce encantado. Nadie conoce la causa de esa transformación y él sabe únicamente que alguien lo llama. En el agua profunda había visto dos ojos, ojos grandes y enigmáticos, verdes como las esmeraldas. Y esos ojos lo persiguen día y noche, le parece que son de una mujer de hermosura maravillosa, la busca diariamente, mas no puede dar con ella. Por último, una tarde, mientras el sol estaba ya por ocultarse y una tenue neblina cubría el agua cual delicado velo blanco, Fernando la encontró sentada al borde del arroyo; sus cabellos caían sobre los níveos hombros y el cuerpo desnudo brillaba con una belleza sobre toda ponderación. Fernando estaba encantado del cuadro sublime. Y la mujer de los ojos enigmáticos le habló así: “¿Ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales… y yo… yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie… Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino… las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven, ven…”. Fernando no oía más que la música celeste de su voz argentino, no veía otra cosa que sus ojos, profundos, que lo llamaban: “Ven, ven”… Como dominado por el sueño, dio un paso hacia el lago. Y de pronto sintió que unos brazos delgados y flexibles lo atraían y buscó la felicidad eterna allá abajo, en el fondo de la corriente.
Admirable por la forma y el contenido es también la leyenda índica “El caudillo de las manos rojas”, ese grandioso himno poético a la naturaleza siempre creadora y eternamente destructora. No es posible referir aquí esa leyenda; es, conjuntamente, música y pintura; es preciso verla y sentirla pues no es para ser descrita.
Lo característico del arte de Bécquer se nota en un grado máximo en las leyendas que tratan del profundo poder místico del catolicismo español. En ese sentido la fuerza sugestiva del poeta es casi ilimitada y nos recuerda a Edgar Poe y a E. T. Hoffmann. No se trata del grosero catolicismo del Papado, no; sino de ese delicado e inconcebible estado de ánimo que la arquitectura interior, las imágenes misteriosas, la luz quebrada y el eco profundo de la voz humana producen en una vieja catedral gótica. Es el mismo estado de ánimo que inspiró a Strindberg para escribir su obra A Damasco y que cautivó con fuerza magnética a artistas de tan exquisita sensibilidad como Ola Hansun y Huysmans. Es el estado de ánimo que el gran enigma de la vida provoca en las horas solitarias del conocimiento íntimo. Las Leyendas de Bécquer nos ofrecen de ese místico estado de ánimo, que dominó durante toda su época, un concepto más preciso que las mejores historias de la civilización de la Edad Media.
La última leyenda “El rayo de la luna”, que es al mismo tiempo una evocación alegórica de la vida del poeta, produce una impresión inolvidable. Influye sobre nosotros como un sonido profundo y triste en una noche apacible, que se pierde poco a poco en la lejanía.
Manrique es hijo de la soledad y sólo se siente bien en el fantástico mundo de sus propios ensueños. Busca siempre lo que nunca puede encontrar y esa nostalgia eterna por lo desconocido constituye para él toda la vida. Cierta vez, en una noche serena, mientras paseaba por el oscuro parque entre las ruinas de una vieja iglesia, divisó en medio de los árboles espesos algo blanco que desapareció al instante. Su imaginación le dice que aquello era el blanco vestido de una mujer que buscaba la soledad profunda de la noche igual que él. Y su corazón tiene ahora un deseo más: hallar la hermosa desconocida. La busca por todas partes, en los palacios, en los bosques, entre las montañas, pero no puede encontrarla. Han transcurrido meses. Y nuevamente Manrique va a pasear al mismo parque, una noche calmosa, solo con sus ensueños. De pronto, sus ojos perciben otra vez entre los árboles el mismo destello blanco. Corre con la fuerza de la desesperación al sitio en que apareció el claro reflejo, mas allí no encuentra a nadie. Empero, mientras permanece absorto, vuelve a mostrarse la misma aparición. Manrique se queda helado y de repente se abalanza de sus labios una carcajada loca; acaba de comprender el misterio; aquello no era otra cosa que un rayo de luna que atravesó por un momento las tupidas hojas de los viejos árboles. Manrique perdió la razón y a todo lo que le preguntaban respondía con idénticas palabras: “El amor es un rayo de luna… cántigas… mujeres… gloria… felicidad… mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo y los amamos y corremos tras de ellos… ¿para qué? ¿Para qué?; para encontrar un rayo de luna…”.
Y de nuevo veo ante mi el camino interminable, las ruinas desmenuzadas, cubiertas de polvo y ceniza, me acuerdo de mis hojas amarillentas y me parece que finalmente he llegado a comprender por qué todas las historias comienzan con estas mismas palabras: “Había una vez”…


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