HERBERT READ Sobre Arte, Poesía y Política



Herbert Read, poeta, critico de arte, ensayista, es una de las personalidades más interesantes de Inglaterra del siglo XX. Paralelamente al desarrollo de sus actividades artísticas, Read se ha hecho conocer como uno de los más lúcidos e inspirados exponentes del ideario libertario moderno. Su enfoque es personalismo y preferentemente abstracto, difícilmente podría tachárselo de partidista, si bien es susceptible al respecto por su severa formación clásica y clara apreciación de la situación mundial contemporánea. Su tesis, avalada por su propia experiencia como poeta, se resume en la necesidad ineludible de la libertad para la creación artística, no sólo como posibilidad de seguir las tendencias propias del intelecto, sino como condición para la vitalidad misma de la sociedad de la que el artista forma parte y, en consecuencia, para la fructificación de su obra. En ello se basa su reprobación por los regímenes totalitarios de izquierda y derecha y su critica al capitalismo en lo que tiene de estancamiento, deshumanización y frustración vital. Consecuente con los principios de orden, verdad y belleza, su coincidencia con el anarquismo moderno es el resultado inevitable de un proceso razonado y honesto, centrado en la realidad y apoyado en la historia -tanto la política como la del arte-, dirigido hacia el logro de una vida en armonía con las leyes naturales.
He aquí algunos párrafos que encierran la base de su pensamiento...

Un racionalismo realista crece por encima de todas estas enfermedades del espíritu (se refiere al nacionalismo, misticismo, megalomanía y fascismo) y establece un orden universal del pensamiento, orden necesario porque es el del mundo real; y porque es necesario y real no es una imposición del hombre, sino es propio de la naturaleza; y cada uno, encontrando este orden encuentra su libertad. El Anarquismo Moderno es una reafirmación de esta libertad natural, de esta conmoción directa con la verdad universal... El hecho de manifestarse a favor de una doctrina tan remota, en esta etapa de la historia, será considerado por algunos críticos como un signo de quiebra intelectual; otros lo tomarán como una especie de traición, como de una deserción del frente democrático en su momento de crisis más aguda; otros, en fin, como un simple desatino poético. Para mí significa no sólo volver a Proudhon, Tolstoy y Kropotkin, que fueron las predilecciones de mi juventud, sino la comprensión madura de la justicia esencial  de sus ideas, como asimismo, de la necesidad de concentrarme en cosas esenciales.

Hablo de doctrina, pero nada hay que rehuya tanto instintivamente como un sistema de ideas estático. Comprendo que la forma, la estructura y el orden son aspectos esenciales de la existencia; pero en sí mismo son atributos de muerte. Para crear vida, para promover el progreso, para suscitar interés y vivacidad, es necesario quebrar las formas, modificar estructuras, cambiar la naturaleza de nuestra civilización. Para crear hay que destruir; y un agente de destrucción en la sociedad es el poeta. Creo que el poeta es necesariamente un anarquista y que él debe rechazar todas las concepciones organizadas del Estado, no sólo aquellas que heredamos del pasado, sino también las que se imponen al pueblo en nombre del futuro. En este sentido no hago distinción entre fascismo y marxismo.

Yo sé quien soy, mis ideas se refieren a mi mismo. Están condicionadas por mi origen, el ambiente que me rodea y mi condición económica. Mi felicidad consiste en el hecho de que encontré la ecuación entre la realidad de mi ser y la dirección de mis pensamientos. Como, poeta, sólo me importan los hechos elementales. En un sentido más profundo mi actitud es una protesta contra el destino que hizo de mí un poeta en la era industrial. Pues es casi imposible ser un poeta en una era industrial.  Comprendo, sin embargo, que el industrialismo debe ser soportado y que el poeta debe tener intestinos que le permitan digerir los alimentos férreos. El éter nos dará la energía que los antiguos señores extraían de sus siervos: no habrá necesidad de esclavizar a ningún ser humano.

La civilización ha ido de mal en peor desde la época de Gauguin y hay actualmente muchos jóvenes artistas cuyo único deseo es el de huir hacia alguna tierra fértil, bajo un cielo estival, donde pudiera dedicarse por entero a su arte, libres de las distracciones de un mundo insensato. Pero no hay huida posible. Además de la dificultad práctica de hallar un refugio seguro en este mundo, la verdad es que el hombre moderno jamás puede huir de sí mismo. El lleva consigo su psicología retorcida tan inevitablemente como sus dolencias físicas. Pero la peor enfermedad es la que él forja de su propio aislamiento: fantasías dislocadas, símbolos personales, fetiches privados. Pues si bien es verdad que la fuente de todo arte es irracional y automática - no se puede crear una obra de arte por un esfuerzo del pensamiento -, es igualmente cierto que el artista sólo adquiere su significación como miembros de una sociedad. La obra de arte, mediante procesos que hasta ahora tan escapado a nuestra comprensión, es el producto de la relación existente entre el individuo y la sociedad y ningún gran arte es posible, a menos que exista correlativamente la libertad espontánea del individuo y la coherencia pasiva de la sociedad. Escapar de la sociedad - si ello fuera posible - seria escapar del único suelo lo bastante fértil para nutrir el arte. La huida de Gauguin y la huida de Mayakovsky, son pues métodos alternativos de suicidio. Sólo queda el camino que yo elegí: reducir las creencias a lo fundamental, rechazar todo lo que sea temporal, y luego permanecer donde uno se encuentra y sufrir si hay que sufrir.

El 14 de abril de 1930, Vladimir Mayakovsky, reconocido entonces como el poeta más grande de la Rusia moderna, cometió suicidio. No fue el único poeta ruso moderno que se quito la vida: Yesenin y Bagritsky, hicieron lo mismo, y no eran poetas insignificantes. Pero Mayakovsky fue en un sentido excepcional; fue la inspiración del movimiento revolucionario en la literatura rusa, un hombre de gran inteligencia y de estilo inimitable. Las circunstancias que determinaron su muerte son oscuras, pero él ha dejado un trozo de papel donde escribió este poema:

Como suele decirse 
“el incidente queda terminado”. 
La barca del amor
se destrozó contra las costumbres.
Pagué mis cuentas con la vida.
No hace falta enumerar
las ofensas mutuas,
los daños y las penas.
Adiós y buena suerte.

No hace falta enumerar. No hace falta detallar las circunstancias que llevaron a la muerte del poeta. Hubo evidentemente un asunto de amor, pero, para sorpresa nuestra, hubo también las costumbres, las convenciones sociales contra las cuales se destrozó esa barca de amor, Mayakovsky fue en un sentido muy especial el poeta de la Revolución; él celebró su triunfo y sus progresivas conquistas en versos que tenían toda la vitalidad y el apremio del acontecimiento. Pero debía perecer de su propia mano, como cualquier mísero introvertido subjetivista del capitalismo burgués. La Revolución no había creado evidentemente una atmósfera de confianza intelectual y de libertad moral.

Podemos comprender la muerte de García Lorca, fusilado por los fascistas en Granada en 1936, y extraer de ella coraje y resolución. En fin de cuentas, un odio no disimulado contra los poetas es preferible a la callosa indiferencia de nuestros propios gobernantes. En Inglaterra los poetas no son considerados como individuos peligrosos, sino simplemente como gente que pueda ser ignorada. Dadles un empleo en una oficina, y si no quieren trabajar dejadles que mueran de hambre…

En Inglaterra como en Rusia, en Alemania como en América ocurre la misma cosa. Visto de  otro modo, el poeta es sofocado. Tal es el destino de la poesía en todo el mundo. Es el destino de la poesía en nuestra civilización, y la muerte de Mayakovsky sólo prueba que en ese respecto la nueva civilización de Rusia es simplemente la misma civilización disfrazada. No son los poetas los únicos artistas que lo sufren; los músicos, los pintores y escultores están en la misma barca del amor que se estrella contra las costumbres del Estado totalitario. La guerra y la revolución no crearon nada para la cultura porque no crearon nada para la libertad. Pero es éste un modo demasiado vago y grandilocuente para expresar una sencilla verdad. Lo que quiero decir realmente es que para las civilizaciones doctrinarias que son impuestas en el mundo -capitalistas, fascistas, marxistas- excluyen por su propia estructura los valores en los cuales y por los cuales viven los poetas.

El capitalismo no combate en principio a la poesía; simplemente la trata con indiferencia, ignorancia y crueldad inconsciente. Pero en Rusia, Italia, Alemania, como en la España fascista, no hubo ignorancia ni indiferencia y la crueldad fue una deliberada persecución que llevo a la ejecución o al suicidio. Tanto como el fascismo como el marxismo tiene conciencia del poder que tiene el poeta, y porque el poeta es poderoso, quieren usarlo para sus propios fines políticos. La concepción del Estado totalitario implica la subordinación de todos sus elementos a un control central y entre esos electos, los valores estéticos de la poesía y de las artes en general no son los menos importantes.

Esta actitud hacia al arte se remonta a Hegel, fuente en común del marxismo y del fascismo. En su afán de establecer la hegemonía del espíritu o de la Idea, Hegel encontró necesario relegar al arte, como producto de la sensación, a una etapa histórica superada de la evolución humana. El arte es considerado como una forma primitiva del pensamiento o como una representación que ha sido gradualmente superada por el intelecto o la razón; y, por consiguiente, en nuestra actual etapa de desarrollo debemos poner a un lado al arte, como aun juguete desechado.

En la Rusia soviética, toda obra de arte que no sea simple, convencional y conformista, es denunciada como “individualismo pequeño burgués”. El artista debe tener una finalidad, y solamente una: suministrar al público lo que el público quiere. Las frases varían en Italia y en Alemania, pero el efecto es el mismo. El publico es la masa indiferenciada del Estado colectivista y lo que ese publico quiere - es lo que ha querido a través de historia - son melodías sentimentales, copias de ciego, mujeres hermosas sobre las tapas de las cajas de chocolate: Todo lo que los alemanes llaman con la vigorosa palabra Kitsch. Es claramente concebible un arte tan realista y lírico, digamos, como Shakespeare, pero libre de esas oscuridades e idiosincrasias personales que echan a perder la perfección clásica de sus dramas; o un arte tan clásicamente perfecto como el de Racine, pero más intimo y más humano; el fondo de Balzac unido a la técnica de Flaubert. No podemos afirmar que la tradición individualista que ha producido a esos grandes artistas, haya alcanzado las más altas cúspides del genio humano. ¿Pero hay acaso en la historia de cualquiera de las artes alguna prueba qué obras de esa calidad extraordinaria pudieran ser producidas de acuerdo con un programa? ¿Hay alguna prueba qué la forma y la finalidad de una obra de arte pueden ser predeterminadas? ¿Hay alguna evidencia qué el arte en sus más altas manifestaciones puede apelar, más que a una minoría relativamente pequeña? Incluso si admitimos que el nivel general de la educación podrá ser elevado hasta el punto de que no haya excusa para la ignorancia, ¿no será compelido el genio del artista, por este mismo hecho, a buscar aún más altos niveles de expresión?

La causa del arte es pues la causa de la revolución. Todas las razones, de índole histórica, económica y psicológica, llevan a la conclusión de que el arte sólo puede prosperar en una sociedad de tipo comunitario, donde todos los modos de vivir, todos los sentidos y facultades funcionan libre y armónicamente, dentro de una conciencia de lo orgánico. Hemos sufrido las formas más duras de explotación capitalista. Y hemos pagado por ello, no sólo en miseria y horror físico, en terribles desiertos de carbón y humo, en ciudades de viviendas malsanas y ríos de fango, sino que también hemos pagado esa explotación capitalista con la muerte del espíritu. No tenemos gusto porque no tenemos libertad. Y no tenemos libertad porque no tenemos fe en nuestra común humanidad.

Cuando un artista, un poeta o un filósofo - el tipo de persona a la cual calificamos generalmente como intelectuales- se aventura a participar en controversias políticas, lo hace siempre a costa de cierto riesgo. No es que tales cuestiones se hallen fuera de su orbita; por el contrario, ellas implican en ultima instancia, los mismos problemas de arte o de ética que son objeto de su particular incumbencia. Pero la aplicación inmediata de principios generales es raramente factible en materia política, la cual se rige por reglas de conveniencia y oportunismo, es decir por modalidades de conducta que el intelectual no puede decentemente aceptar. Sin embargo, en la medida en que su equidistancia intelectual, que equivale simplemente al método científico, lo conduce a conclusiones definidas, el intelectual debe declarar su posición política.

Pero ocurre que el poeta se halla en ese sentido en una situación más difícil que la mayoría de sus congéneres. El poeta es un ser de intuiciones y simpatías y por su naturaleza de tal tiende a rehuir actitudes definidas y doctrinarias. Ligado al cambiante proceso de la realidad, no puede adherir a las normas estáticas de una política determinadas. Sus dos deberes fundamentales son reflejar al mundo tal cual es él, imaginarlo tal como podría ser. En el sentido de Shelley, el poeta es un legislador, pero la Cámara de los Poetas tiene menos poder aún que la Cámara de los Lores. Privado de franquicias a causa de su falta de radicación en alguna entidad constituida, vagando sin fe en la tierra de nadie de su propia imaginación, el poeta no puede, sin renunciar a su función esencial, instruirse en los fríos conventículos de un partido político. No es su orgullo lo que le mantiene fuera, sino más bien su humanidad, su devoción a la compleja totalidad de lo humano; es, en el sentido preciso del término, su magnanimidad.

La realidad es un conjunto múltiple; algo así como un, magneto de cuatro barras (materia, sensación, intuición e intelecto) con iguales líneas de fuerza que corren a través de sus barras paralelas.

El arte es una disciplina -“una disciplina simbólica”- como lo expresó tan bien Wyndham Lewis. Ahora bien; una disciplina es siempre practicada con el propósito de dirigir una fuerza en un sentido determinado. La disciplina del arte dirige nuestra sensibilidad, nuestra energía creadora hacia estructuras formales, formas simbólicas, mitos dramáticos o fábulas alegóricas, hacia la formación de obras (literalmente construcciones) de arte. Pero esa disciplina, y las órdenes que ella imparte, no existen por sí mismas. No constituyen un fin, sino un medio. No existe una forma general o universal susceptible de ser impuesta a una multitud de fenómenos. Hay más bien un sentido individual de ritmo o armonía. Hay metros, pero no un metro; formas, pero no una forma. El artista sólo logra la belleza a través de la variación. La disciplina del arte no es, pues, estática; continuamente cambiante, es esencialmente revolucionaria.

Lo que más me repelió probablemente en nuestros socialistas del periodo que medió entre las dos guerras, fue su incapacidad de apreciar la significación del punto de vista del artista.

Trotsky nos previene en alguna parte sobre la necesidad, la difícil necesidad, de distinguir entre el verdadero y el falso revolucionario. Semejante discriminación es precisamente tan necesaria en arte moderno como en política moderna.

La relación entre la realidad y el espíritu, entre el individuo y la comunidad, no es una relación de precedencia; es más bien de acción y reacción, de avanzar contra la corriente. La corriente de la realidad es poderosa y perpetua al espíritu; pero el espíritu aferra esa fuerza contraria y, por efecto mismo de la oposición, se eleva más alto y avanza más lejos.

Yo definiría como realista a una persona que ha aprendido a desconfiar de toda palabra a la cual no puede asignar una significación perfectamente definida. Una persona que desconfía particularmente de esas frases ideológicas, palabras-trampas, los slogans y símbolos, bajo cuya cobertura se desenvuelven generalmente las actividades políticas. Tenemos un recuerdo muy amargo de frases tales como “la guerra para poner fin a la guerra” y “hacer el mundo seguro para la democracia”. Como realista, considero con profunda suspicacia palabras tales como “democracia”, “raza”, “nación”, “partido”, “unidad”, “decencia”, “moralidad”, “tradición”, “deber”, etc. prefiero palabras como “razón”, “inteligencia”, “orden”, “justicia”, “acción” y ”objetivo”; son igualmente abstractas, pero representan hábitos más ordenados del espíritu. La palabra “liberalismo” habría de ser naturalmente sospechosa; pero tiene asociaciones con la palabra “libertad”, y en nombre de la libertad se han conquistado las principales cosas que yo aprecio, en la vida y en la literatura. ¿Qué ocurre, pues, con la palabra libertad?
Admito que ella representa una idea a la cual me siento apasionadamente adherido. Pero es también una palabra que he llegado a contemplar con ojos desencantados. Comprendo que ella representa cosas distintas para diversas personas y que muchas de las interpretaciones de las que es objeto carecen de valor. Yo sé, en suma, que las implicaciones idealistas de la palabra están completamente  desprovistas de realidad. La libertad se halla siempre en relación con el dominio que el hombre ejerce sobre las fuerzas naturales y sobre el grado de ayuda mutua que él encuentra necesario practicar para ejercer ese dominio. Por eso es que, frente a los problemas materiales de la existencia, el ideal de la anarquía se convierte en la organización práctica de la sociedad, conocida como anarcosindicalismo. El gobierno - es decir el control del individuo en interés de la comunidad - es inevitable cuando dos o más personas se unen para un propósito común; gobierno en la concreción de ese propósito. Pero este sentido de gobierno está muy lejos de la concepción de un Estado autónomo. Cuando el Estado se divorcia de sus funciones inmediatas y se convierte en una identidad que pretende controlar la vida y el destino de sus súbditos, la libertad deja entonces de existir.

No defiendo la libertad intelectual – la libertad de seguir rumbos individuales de pensamiento y de hacerlos conocer públicamente, para el interés o el recreo de los demás hombres - por un espíritu de vago idealismo. La ideología política de la libertad es el liberalismo o laissez-faire, que es la doctrina más adecuada a un capitalismo predatorio. Pero la doctrina pura de la libertad o libertarianismo, será una doctrina viviente en tanto sobreviva nuestra civilización; pues la vida de la civilización depende de nuestra libertad. Y depende de ella en la forma más práctica y demostrable.

Naturalmente, la abolición de la pobreza y el consiguiente establecimiento de una sociedad sin clases no habrá de ser lograda sin lucha. Cierta gente debe ser desposeída de su poder autocrático y de sus ganancias ilegitimas. Pero ahora que el sentido real del capitalismo ha llegado a ser tan evidentemente en la paradoja mundial de la “pobreza en medio de la abundancia”, el verdadero mal ha quedado revelado; y contra ese mal - el monopolio del dinero -  se unirá, no ya una clase, sino, todo el resto de la comunidad.
El problema, en sus líneas generales, es bastante simple. Por un lado, un conjunto de seres humanos que necesitan cierta cantidad de bienes para su subsistencia y felicidad; por otro lado, tenemos a los mismos seres humanos, equipados con herramientas, maquinas y fabricas, explotando los recursos naturales de la tierra. Existen todas las razones para creer que con el moderno poderío económico y los modernos métodos de producción hay o puede hacer bienes suficientes para satisfacer todas las demandas razonables. Sólo es necesario organizar un sistema eficiente de distribución y de cambio. ¿Por qué no se organiza?
El trabajo estaría subordinado en general a la finalidad del goce de la vida, y seria considerado como intervalo necesario en los ocios del día. Pero incluso esta propia distinción entre trabajo y ocio ha nacido de nuestra vieja mentalidad de esclavos; el goce de la vida es la actividad de la vida, el cumplimiento indiferenciado de funciones intelectuales y manuales: cosas realizadas o a realizar, es respuesta a un deseo o impulso natural.

Se objetara que estos son accidentes relativamente poco importantes frente a las realizaciones de la Unión Soviética en el terreno industrial, militar, educativo. Pero tal objeción entraña una visión miope de los elementos que intervienen en la formación de la civilización y la cultura. Cuando Stalin y sus creaciones hayan sido pisoteadas en el polvo por nuevas generaciones humanas, la poesía de Pasternak y la música de Shostakovich serán tan vivientes como cuando surgieron del espíritu de sus creadores.

El principio esencial del anarquismo es que la humanidad ha alcanzado una etapa de su desarrollo en que es posible abolir la antigua relación de amo-criado (capitalista-proletario) y sustituirla por una relación de cooperación igualitaria. Este principio se basa, no sólo en fundamentos éticos, sino también en fundamentos económicos. No es solamente cuestión de sentimiento de justicia, sino de un sistema de producción económica. El anarquismo ética de Bakunin ha sido completado por el anarquismo económico de los sindicalistas franceses.

Hoy, naturalmente, en una sociedad de ricos y pobres, nada es más necesario que la burocracia. Si se requiere proteger una injusta distribución de la propiedad, un sistema de gabelas, de especulaciones, de monopolio del dinero; si tenemos que impedir que otras naciones reclamen nuestras mal habidas posesiones territoriales, o que protesten contra nuestros mercados cerrados y nuestras rutas mercantiles; si como consecuencia de esas desigualdades económicas estamos empeñados en mantener rangos y privilegios, pompas y ceremonias; si hemos de sostener todas esas cosas o algunas de ellas, tendremos necesidad de una burocracia. Cada país tiene la burocracia que merece. Nuestra británica burocracia es educada en la escuela publica y en la universidad, es eficiente, carente de imaginación y sentimientos, torpe y honesta. En otros países la burocracia no tiene condiciones tan caballerescas: es perezosa, miserable, corrompida. De cualquier modo, capaz o inepta, honesta o corrompida, la burocracia nada tiene de común con el pueblo; es un cuerpo parasitario que ha de ser mantenido por medio de gabelas y extorsión. Una vez establecida (como ha sido establecida durante medio siglo en Inglaterra y como se ha establecido en Rusia) hará todo lo que esté a su alcance para consolidar sus posiciones y mantener su poder. Incluso si abolimos todas las demás clases y distinciones sociales, pero dejamos subsistir la burocracia, estaremos lejos aún de la sociedad sin clases, pues la burocracia es de por sí el núcleo de una clase, cuyos intereses son totalmente opuestos a los del pueblo, al que pretende servir.

Cuándo, intentamos crear la verdad, sólo podremos imponer a nuestros semejantes un sistema arbitrario e idealista que no tiene relación con la realidad; y cuando procuramos descubrir la belleza, la buscamos allí donde no puede ser hallada: en la razón, la lógica, la experiencia. La verdad está en la realidad, en el mundo visible y tangible de la sensación; paro la belleza está en la irrealidad, en el mundo sutil e inconsciente de la imaginación. Al confundir el mundo de la realidad con el mundo de la imaginación, engendramos no sólo la soberbia nacional y el fanatismo religioso, sino también las falsas filosofías y el arte inanimado de las academias. Debemos someter nuestra menté a la verdad universal, pero nuestra imaginación es libre para soñar. Es libre como el sueño; es el sueño mismo.

Debemos equilibrar el anarquismo con surrealismo, razón con romanticismo, entendimiento con imaginación, función con libertad. La felicidad, la paz, la alegría, constituyen un todo gracias a la perfección de ese equilibrio. Podemos referirnos a ello en términos dialécticos - términos de contradicción, de negación, de síntesis -; el sentido será siempre el mismo. La desgracia del mundo es producida por los hombres que se inclinan tanto en una sola dirección, que rompen ese equilibrio, destruyen la síntesis.
La sutilidad y la delicadeza de ese equilibrio esta en su propia esencia. La felicidad sólo es concedida a quienes se esfuerzan por conquistarla y que, habiéndola alcanzado, la mantienen en suave equilibrio.

Hace falta más coraje para mantener la civilización que para destruirla. La vida de la razón es de por sí una salvaguardia eficaz contra la decadencia.

La ética es la ciencia de la buena conducta. Como tal implica una teoría, o al menos, un sentido de los valores. Pero no veo como puede ser impuesto ese sentido desde arriba o desde fuera. El sentido de lo justo y lo injusto es un sentido subjetivo: si yo no siento lo que es justo y lo que es injusto, no puedo actuar justa o injustamente, sino bajo coerción. Conocer  un código de lo justo y de lo injusto, es conocer la concepción que un tercero nos acerca esos valores. La verdad, la justicia, la bondad, la belleza, son los valores universales del filósofo, y más de una vez he insistido sobre la realidad de la experiencia de las mismas.

Desde cualquier ángulo que la encarecemos, la vida es así una aventura individual. Integramos el mundo y somos su instrumento más sensitivo. Estamos sometidos directamente a millares de sensaciones: unas placenteras, otras penosas. Nuestra naturaleza nos lleva a buscar lo placentero, y aunque pronto descubrimos que el camino de la menor resistencia no es necesariamente o finalmente el camino hacia el mayor placer, tratamos de ordenar nuestra vida de tal modo que contenga la máxima intensidad de placer. Llegamos a ser buenos conocedores de una variedad de placeres, expertos en la integración de las sensaciones y desarrollamos gradualmente una jerarquía de los valores, que constituye nuestra cultura. Si esa jerarquía está bien construida, nuestra cultura sobrevive; si es demasiado mezquina o demasiado perjudicial para nuestra salud, la cultura perece.

Las catástrofes naturales - hambre, epidemias, inundaciones, tempestades - inspiraban terror, antes que los hombres pudieron explicarlas racionalmente. La lucha por el alimento inspiraba rivalidades y odios. El hombre que había logrado triunfar contra sus rivales era el jefe y no sólo sacaba partido de su propia fuerza, sino también del terror a la muerte que estaba latente entre sus semejantes. La ambición de poder y el temor a la muerte son los pecados originales. Ellos solos bastan para explicar la represión de los instintos naturales y la creación de esas fantasías tétricas de las cuales procede toda la melancolía del mundo.

Comentarios

  1. En lo personal siempre me resulta interesante la percepción de intelectuales que tal vez no se encuentren dentro de nuestras pautas políticas. Este resumen del libro de Read contiene disparadores extremadamente agudos e inquietantes para aquellos que nos apasiona la historia del pensamiento universal.

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