AUTOAYUDA II - Autor: Gustavo Marcelo Sala

Las Manchas que deja el Olvido
a través del Colchón.. (Joaquín Sabina)




Redefinir las relaciones entre las personas puede llegar a ser muy complejo por estos tiempos. Durante más de dos décadas, y con el "Fin de la Historia" mediante, nos hemos acostumbrado a considerar que todo es descartable porque todo es reemplazable.
De la mano del recientemente arrepentido Fukuyama, mal lector de Foucault (debe morir el hombre de la modernidad para poder pensar), pero eficiente ideólogo de los servicios estadounidenses de inteligencia, los noventa convencieron a las grandes mayorías que existen sólidas razones para creer que aquello que no es útil o rentable, en el corto o mediano plazo, merece caer en los numerosos baúles del olvido fabricados de ex-profeso para tales efectos.
(Una Historia sin sujeto, un saber sin sujeto. Acumulación de cuerpos y de capital)
Una verdad a medias puede ser considerada un sofisma. De alguna manera tal premisa puede viajar con cierta cuota parte de razón cuando la teoría hace referencia a los bienes materiales. El problema aparece cuando dicho paradigma se orienta con la misma impronta mercantilista en dirección a las relaciones interpersonales.

Escuchar – “Tal o cual me sirve o no me sirve” -; - “Aquel ya fue” –; - “Tal otro no me daba lo que yo necesitaba” – son cuestiones y relatos del corriente.
Y varias preguntas surgen de inmediato...

¿Por qué alguien tiene la imperiosa obligación de portar una utilidad determinada como si resultase una inversión a corto, mediano o largo plazo?
¿Por qué uno tiene que satisfacer necesidades contrariadas haciéndose cargo de un pasado que ni siquiera alcanzó a espectar?
¿Por qué intentamos transformar a alguien vivo en historia, culpabilizándolo por no haber percibido que necesitábamos y estábamos a la espera de condimentos extraordinarios para vivir en plenitud?

Y partir de estas cuestiones nos vemos en el compromiso, si portamos cierta dosis de conciencia, de vernos concluyentemente miserables, ya que les exigimos a aquellos que decidieron acompañar nuestros días que sean lo que no son. Pretendemos moldearlos a nuestro real saber y entender, sin detenernos a observar las luces y las sombras de sus ojos, las cicatrices de su corazón. Y cuando advertimos que tal escultura es de resultado dudoso, el tipo ya no sirve o la piba no entiende de mis necesidades, siendo la consecuencia terminar en uno de esos baúles del olvido antes mencionados.
Y las personas pasan a tornarse como objetos de cambio y descarte según los méritos obtenidos luego del examen afrontado. Desechos olvidables, una evocación que no vale la pena arropar, pues la historia, para los tiempos que vivimos, no existe...
La mayoría de los mortales sospechan merecer un presente mejor del que tienen. Resulta un hallazgo encontrar a alguien con la suficiente humildad para aceptar lo que le toca vivir y menos aún para admitir que aquello obtenido resulta excesivo y hasta injusto. “Arriesgo definir una forma de la dicha afirmaba Horacio González, percatarnos alguna vez que recibimos más de lo que nos incumbía”... Se instruyen delante de un espejo sin mirarse, desencadenando, de inmediato, una catarata de excusas e imaginarios en donde suponen haber sido perjudicados por los Dioses. Conforme esta falta de humildad exigen a los transeúntes de su vida la redención suprema de sus desventuras, comenzando de ese modo un examen que difícilmente se pueda aprobar debido que quién toma dicha evaluación suele ser más exigente con el resto de la humanidad de lo que es consigo mismo.
Y uno, en un muy breve lapso de tiempo, ve que “evoluciona” hasta convertirse en una aspiradora que aspira poco, en una heladera que no tiene freezer o un equipo de música con escasa potencia. ¿Por qué? Porque no se logra cubrir con las demandas exigidas.
¿Y si nos detenemos, por un momento, a pensar que las personas guardan dosis de complejidad superior?... Que no vienen con instructivos y garantías; que simplemente son lo que hacen todos los días de su vida; que nos ofrecen lo mejor que tienen, sin contrato mediante y sin especulación.

La cultura del descarte de nuestra segunda década infame, a favor de sospechar el final de los finales existenciales, instaló en la sociedad el cruel sofisma que el romanticismo es cursi en tanto y en cuanto no vaya acompañado de un fin de soluciones a las desventuras cotidianas. Un poeta resulta un ente quimérico, de consulta esporádica, amén que nos dedique, expresamente, versos para nuestras puntuales y coyunturales melancolías. El “salir a algún sitio determinado” es sobradamente más valioso que estar con alguien en ese sitio determinado. La idea de compañía, de compartirse, está subvaluada hacia una suerte de complemento tolerante más que apreciable.
Las relaciones entre las personas están profundamente determinadas por las excusas que las puedan entretener y no por el placer de compartir momentos. Lo que se pone en riesgo es cada vez menos valioso, menos estimado, pretendiendo de ese modo economizar supuestos sufrimientos. A partir de esta serie de inescrutables paradigmas se establece un protocolo, aprobado masivamente, con las exigencias antes mencionadas.
Pocos son los que abren su corazón. La mezquindad hace gala de fastuosas galanuras y Puerto Madero pasa a ser el único recuerdo autorizado.
En lo personal continúo anteponiendo la cursilería de una flor barata, la procacidad de una estrofa borroneada o la incómoda caminata bajo una tenue garúa. Escenarios olvidables por cierto, solamente relevantes gracias a lo que nosotros supimos construir con y a partir del otro. Es éste quién le dará al continente valor de contenido, dimensionando, de ese modo, lo importante por sobre lo transitorio. El mercado se instaló entre nosotros. No tener cotización definida y sobre todo palmaria aumenta el valor de las acciones del olvido, y por más cualidades que uno tenga, no entrará jamás como favorito para ninguna elección en la que pretenda tener alguna posibilidad de visibilización.





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