CUANDO POMPEYA ERA PARIS (Cuento) Autor: Gustavo Marcelo Sala



Cuando Pompeya era París

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El tiempo y su consecuencia entre nosotros: la finitud. Cual gota de transpiración corre mágicamente por cada poro sin que nos llame demasiado la atención, excepto cuando nos enfrentamos al espejo que sin eufemismos nos tramite su delación, haciéndonos notar que la vida es poco menos que un breve recorrido de ausencias, un sendero con extremos que no mienten. Se fusionan, se confunden el pasado y el presente, mientras la nostalgia juega a la evocación, tratando de convencernos que todo lo vivido resultó poco menos que insuperable. A decir verdad es una confusa cuadrícula de pasajes, calles y avenidas de doble mano que incluye, a modo de caricia cómplice, algún semáforo cancelado.
Desde chico Diego tenía claro que su misión era acontecer a pesar de sus propios quebrantos. Alrededores y suburbios atendían escasamente sus reclamos, más preocupados por resolver eso de los egoísmos ilegítimos; y así aquellos trece años sufrían tempranamente el peso sostenido del devenir, el cuidado, el progreso y la fama. Digamos a favor del talento que Diego era capaz de hacernos reposar durante horas, dibujando con sus pies extensos recreos con cualquier cosa esférica de impronta futbolera. Tientos desgajados, frutas desechables, pelotitas de ping-pong y bolitas de naftalina cumplían el humilde rol como partenaire de inagotables danzas circenses mientras la música de fondo sólo era acercada por alguna canilla comunitaria mal cerrada. Esta cósmica ceremonia, en el marco de una geografía desdeñable, sólo era interrumpida cuando el ocaso señalaba: “hora de cenar”... y cuando digo cenar hablo en el amplio sentido relativo que implica la palabra dentro de ese contexto social. Es que en la villa hay cuestiones que no se andan con amnistías. Luego de ese rito volvíamos alocadamente a la calle para robarle algunas horas al descanso. Y supongo que para demostrar su intención de ser igual a nosotros dejaba de lado el ballet, rechazando todo aquello que deseaba ser besado por sus pies, proponiendo jugar a la escondida... Con sangre, piedra libre para todos, inclusive sugería invitar a chicos de pasajes vecinos. Sospecho que su intención era el lucimiento colectivo, en cierto modo compartir con nosotros la posibilidad concreta y cercana del error... Esta solicitud generalizaba una tremenda repulsa por parte de la barra. Debo reconocer nuestra miserabilidad y egoísmo, la arrogante necesidad de verlo ejecutar malabares superaba la interna mezquindad que significaba cachetear la piedra en pos de una salvación momentánea. Era nuestro héroe. Máximo orgullo en un sitio muy alejado de la realidad visible, a kilómetros de las fastuosas vidrieras y sus accesos prohibidos, y sus miles de estrellas intocables. La reacción y el horror grupal ante tan convencional propuesta convencían a Diego que debía reiniciar su función. Entonces, cada uno de nosotros depositaba en su espalda una mezcla de admiración, fracaso, lágrimas y bocas abiertas. Era maravilloso apoyar la cabeza sobre una húmeda y flaca almohada pensando que uno de nosotros zarparía del infierno.
Y es probable que él lo supiera, pero si no, es algo que jamás podré perdonarme. En ocasión de ausentarse por tener que cumplir con los entrenamientos en las inferiores de Argentinos aprovechábamos y jugábamos a la escondida, y éramos como veinte. Sangre, galopadas infernales modificando nuestro destino, mudarnos de remeras para provocarle confusión a la piedra, salteos por los techos, rodadas y apostar al error: librar a todos los cumpa...
Acá el talento duraba lo que el sonido de la mano cacheteando la pared. Lo trascendente era sólo zafar.
Pensándolo bien y a decir verdad nunca lo dejamos zafar... Peor aún, tampoco lo dejamos contar o esconderse y menos aún librar. Nunca lo dejamos ser nosotros, por miserable que parezca... Su obligación era trascender, hasta le llegamos a decir, muy convencidos de lo nuestro, que ese juego era solamente digno de señoritas aburridas y vaya a saber cuánta mentira intrusa o cuánta excusa ligada a la miseria.
Es indivisible. Nuestro tiempo se acerca indefectiblemente a la finitud. Diego pudo y fue mucho más de lo que cualquiera de nosotros sospechaba.
Salió de la villa, levantó estandartes y esmeraldas, hizo revolcar ingleses como nadie y hasta Dios le besó la mano. Hace algunos años fue tapa de los diarios porque casi se muere... Como él, algunos pudimos salir de la villa, otros juegan todavía a la escondida sin una regla que los salve; los demás se fugaron entre porros y caños disfrazados de laburo. Conoció lo mejor y lo peor. La villa fue el país que depositó en su espalda, tal como nosotros lo hicimos a los trece: fracasos, admiración, bocas abiertas y lágrimas... No cabe duda, hay cosas que nunca cambian. Hoy son otros los que insisten en no dejarlo jugar; tipos más jodidos sin duda. No sólo le obligan a ser ejemplo, también lo acosan y es brutalmente exhortado desde lo pulpitos de la tilinguería para que libere con su genio a miles de acólitos que nada hicieron por su infancia cuando los tiempos de las narices embarradas y la higiene por goteo, tiempos en los cuales para nosotros, la barra de Fiorito,  Pompeya era París...

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