Gráfica: Obra de Zdzisław
Beksiński
Había muerto de madrugada, desde luego sin percatarse del asunto, de manera que se levantó por la mañana como todos los días a por su diaria rutina. Mientras templaba el agua para la ducha, Ramiro Carro encendió la computadora con la intención de ubicar en sus archivos antepuestos música para el momento, escogiendo uno de los compilados instrumentales de blues, género que desde la adolescencia lo había encantado y cooptado debido a su heredada formación cultural. De hecho Alfonso Manuel Carro, padre de Ramiro, no obstante haber desarrollado con solvencia su actividad profesional como psicólogo, fue un muy buen guitarrista el cual colaboraba habitualmente en grabaciones de sesión, en ocasiones muy bien reconocidas económicamente tanto por los colegas que lo convocaban como por los sellos discográficos, sobre todo cuando las composiciones ameritaban acordes solitarios muy técnicos y complejos, para el caso el hombre tenía mucho prestigio en los cerrados ámbitos del jazz y del blues a tal punto que compartían con él los derechos de autor y difusión, cifras dolarizada debido a que dichos trabajos fueron siempre muy valorados y difundidos en el exterior por músicos muy importantes. Las dos Fender Stratocaster de los años setenta que fueran propiedad de su difunto padre, uno de los modelos de guitarra más utilizados por los maestros del género, aún descansan en el comedor de la vieja casona de Flores en perfecto estado de conservación como piezas ornamentales. Además su madre, Bárbara Stoller, fue una muy reconocida vocalista de jazz, la cual solía hacer presentaciones esporádicas en algunos bares porteños que a prinicpios de la década del setenta le dedicaban espacio al género. Lo cierto es que Bárbara y Alfonso se conocieron en una de esas ocasiones congeniando amorosa y artísticamente de manera inmediata.
Finalizada su rutina de aseo personal
y una vez acondicionado el baño, incluyendo esto la colocación de las prendas
depuestas dentro del lavarropas, Ramiro preparó su desayuno casi de manera inercial
pues llamó levemente a su atención la ausencia de apetito, y más teniendo en
cuenta que en las vísperas había cenado liviano, apenas una picada integrada por excedentes de días anteriores, partida compuesta por una media docena de bocaditos acompañada por un Merlot patagónico que tenía pendiente desde
hacía semanas. De todas manera estaba tranquilo pues por ventura el día
anterior había podido disponer de tiempo para hacer la compra mensual en el
supermercado razón por la cual el refrigerador contaba con provisión de
insumos comestibles para tres semanas como mínimo, acaso más, pues mantenía sus
cálculos de suministros a pesar de que ese día se cumplían tres meses de la partida
de Belén, su novia de la secundaria, y con la cual había formado pareja como
convivientes compartiendo hogar durante poco más de dos décadas. Si bien jamás experimentaron desencuentros determinantes ni discusiones notorias la mujer
consideró que la pareja se encontraba agotada, en estado de ausencia y espera,
más allá de haber hallado motivaciones adicionales, excitantes y esperanzadoras
cuando apareció en su vida un compañero bastante más joven que ella con el cual
se relacionó en el gimnasio al que concurría diariamente. Sin hijos ni disputas económicas, pues todos los
bienes eran propiedad de Ramiro, la gran mayoría heredados, no existieron
litigios leguleyos por lo cual una vez que Belén cerró la puerta de la casona, cargo las valijas con sus pertenencias y se subió al auto de su amante, no se volvieron a ver.
Promediando su cuarta década de vida no tenía mayores problemas económicos debido a que al no tener familiares vinculantes era el único favorecido en tanto los derechos artísticos de su padre, además de dos departamentos céntricos, inversiones también realizadas por sus progenitores, inmuebles los cuales alquilaba bajo la modalidad temporaria, unidades administradas por la Escribanía Morín Aramburó, estudio que siempre manejó los intereses familiares debido a que su fundador, el Abogado Carlos Alberto Aramburó, era el mejor amigo de su padre, incluso compartieron la pasión musical, en el caso de Carlos como saxofonista.
A sus ingresos heredados
Ramiro sumaba los derechos de autor por sus cuatro novelas editadas, obras que aún
tenían notable movimiento comercial, y publicadas bajo el seudónimo Pérsico
Fuentes. Por estos tiempos cada una de ellas transitaba entre la octava y la
décima edición, incluso la obra titulada Expiración Inmadura había sido varias
veces adaptada como obra de teatro, y la titulada Exánimes fue llevada al cine
en el año 2010 y es considerada por los cinéfilos y críticos como material de
culto. De modo que esta batería de ingresos le permitía una vida sin mayores
sobresaltos financieros pues además no era portador de una impronta burguesa
con debilidad por el consumo. En su garaje moraba un modesto automóvil mediano
el cual databa de mediados de los ochenta. Se trataba de una berlina Renault 18
verde agua ciento por ciento original, coche de alta gama por entonces, que el
paso del tiempo se transformó en unidad de colección. Fue su primer y único auto. No tenía registro actualizado
pues detestaba conducir, lo había hecho cuando joven y por necesidad, hasta que
la ciudad se tornó a su criterio insoportable, prefería manejarse con servicios
contratados y mediante transporte público.
Pasadas las horas, a la sorpresa que
le causaba su ausencia absoluta de apetito, le llamo poderosamente la atención
que sus sentidos básicos lo iban abandonando sin prisa pero sin pausas. Sus
aromas frecuentados, sus sonidos distinguidos, sus sabores familiares y sus
visiones naturales se iban replegando de su ser como quien es despojado de la
esencia original. Lo curioso para Ramiro era que estos sentidos no potenciaban
a los otros alternativamente como suelen relatar los que padecen alguna
minusvalidez auditiva o visual, directamente se iban acuarelizando, estaba
dejando de tener sensibilidad en todos y al mismo tiempo. El aroma era
siempre el mismo al igual que el sonido, los sabores y las visiones, apenas algunos matices era lo que podía inferir. Pensó en
algún padecimiento de neurológico tenor producto del estrés que tal vez le
estaba provocando la soledad, cuestión que debería continuar observando para
decidir si valía la pena o no molestar a su médico con una consulta.
Con el suceder de la jornada observó
dos cuestiones que lo inquietaron. La primera era una ausencia total de dolor.
Acostumbrado a ciertos malestares lumbares notó una llamativa armonía física
desde el instante mismo que se levantó de la cama no necesitando de sus diarios
calmantes los cuales tomaba apenas la molestia surgía, y el otro signo
sospechoso vislumbrado fue el nulo deseo por deponer, detalle advertido habida
cuenta de su rigurosidad horaria a la hora de excretar. A todo esto se percató que varias facturas de
tasas y servicios prontas a vencer lo esperaban delante de su ordenador, las
cuales resolvió en línea sin inconveniente alguno mediante la red, dejando en
un segundo plano de atención los matices monocromáticos que percibía en la computadora.
Llegando a la tardecita ya había
consumido un atado de cigarrillos, detalle en el cual se detuvo debido a que si
bien el hábito del tabaco lo venía acompañando desde su primera adolescencia, su
consumo era tamizado por el placer, no se trataba de un simple y vulgar fumador
abrazado por el vicio, por esa razón sus seis unidades diarias no le trajeron
nunca complicaciones físicas. No se
trataba de una cualidad saludable la cual ameritaba cierta represión interna,
concientización y voluntad, su actitud como fumador era natural, Ramiro no
recurría al tabaco como excusa sino solo por placer, momentos determinados del
día que se reservaba para gozar de un instante íntimo, generalmente lo hacía en
la nocturnidad, luego de la cena, en su estudio, siempre acompañado por una
medida de coñac, recreo diario en donde dejaba abierta la posibilidad de un
clásico cinematográfico o de un texto literario pendiente. Tal vez, por esas horas, estaba
volcando en el cigarrillo cierta inquietud debido a los fenómenos que estaba
experimentando, y esto, seguramente, se potenciaba al adolecer del aroma y el
sabor que le causaba verdadero placer. Es probable que en la búsqueda de ese
placer insistiera inconscientemente encendiendo un cigarrillo tras otro,
cuestión que racionalizó al instante, entendiendo que el vició y la vulgaridad se
fortifican cuando el placer expira.
Eran demasiados barruntos al mismo
tiempo, si bien ninguna parte de su cuerpo le dolía ni sentía debilidades que apuntar la perdida
absoluta de sensibilidad preocupaba por sobremanera a Ramiro, porque ese eclipse
estaba en todo aquello que en su vida le proponía placer. Y esto incluía su turbación ante el desinterés por contar con los servicios sexuales de Camila, una
hermosa dama, madura como él, con la cual se contactó vía redes sociales
justamente para esos fines determinados, bella metáfora del amor que no solo
acompañaba su infortunio erótico con extrema fogosidad, de hecho nunca había
vivido sensaciones similares, sino que además logró con su presencia permitirse
un par de veces a la semana un espacio de confidencia y alivio a través de
conversaciones sin tarifas psicológica y por tiempo ilimitado.
Arribada la noche, a poco de iniciar
la conceptualización racional de los eventos que había afrontado durante la
jornada, uniendo las certezas de las partes para arribar a la síntesis de un
todo, comenzó a temer en su conclusión. Acaso de la muerte se trataba, oxímoron
mediante, eso que estaba viviendo. Qué cosa resulta más grave que la pérdida
del amor, del placer y del goce. Dedujo, sin dejar de temer sobre dicha
conjetura, que estaba transitando, desde que despertó, los primeros pasos de la
finitud, y que se trataba de aunque contradictorios, senderos bastante sedosos,
indoloros, armoniosos, dignos de un anfitrión piadoso, que en su caso, le propuso rasgos de alteridad teniendo en cuenta su historia. En definitiva Ramiro había sido un
buen hombre, ético, honesto, que a nadie había perjudicado, y que por ello su indulgencia divina fue haberle dado la posibilidad de darse cuenta, de a poco, amablemente, que su
momento de finitud había comenzado.
Fingía ser uno de esos individuos que escogía atravesar senderos poco
transitados, acaso protegidos por la penumbra de la melancolía, ajenos al
vértigo y a los encandilamientos de los mercaderes de la modernidad. No deseaba
la soledad ni la veía como un ideal de vida, sin embrago el precio y el rigor
de sus elecciones lo habían investido de dicha orfandad. Prefería los
amaneceres en los cuales la luna, so pretexto astral, se demoraba en retirarse,
al igual que aquellos crepúsculos en donde la luna, bajo la misma excusa, no se
atrevía a invadirlo. No era un hombre vulgar, y menos especial, tal vez ambas
cuestiones lo mortificaban. Tocaba la guitarra y cantaba, escribía
poesía. Si de poesía hablamos, pensaba para sí, podemos decir que un poema
nace de la mano del poeta y vive en el alma del lector. Solo un poema se recibe
como tal cuando logra ingresar dentro de esa íntima e intangible soledad.
Oficiar como un acompañante silencioso, memoria obligada, re-lectura quizás,
necesaria necedad...
*Gustavo Marcelo Sala. Editor Escritor
Para colaborar con Nos
Disparan desde el Campanario:
Gustavo Marcelo Sala
Banco La Pampa
Caja de ahorros común en Pesos
CBU: 0930335320100076462989
Comentarios
Publicar un comentario