Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 50 El Rebaño Desconcertado .. ENSAYO por Noam Chomsky
Fuente: Bloghemia
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"El rebaño desconcertado es un problema.
Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que distraerlo. Será
cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se queden en casa viendo
partidos de fútbol, telenovelas o películas violentas, aunque de vez en cuando
se les saque del sopor y se les convoque a corear eslóganes sin
sentido" Noam Chomsky
Texto del lingüista, filósofo,
politólogo y activista estadounidense Noam Chomsky.
Por: Noam Chomsky
El papel de los medios de comunicación en la
política contemporánea nos obliga a preguntar por el tipo de mundo y de
sociedad en los que queremos vivir, y qué modelo de democracia queremos para
esta sociedad. Permítaseme empezar contraponiendo dos conceptos distintos de
democracia. Uno es el que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática,
por un lado, la gente tiene a su alcance los recursos para participar de manera
significativa en la gestión de sus asuntos particulares, y, por otro, los
medios de información son libres e imparciales. Si se busca la palabra
democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante parecida a lo
que acabo de formular.
Una idea alternativa de democracia es la de
que no debe permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos, a la
vez que los medios de información deben estar fuerte y rígidamente controlados.
Quizás esto suene como una concepción anticuada de democracia, pero es
importante entender que, en todo caso, es la idea predominante. De hecho lo ha
sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica sino incluso en el plano
teórico. No olvidemos además que tenemos una larga historia, que se remonta a
las revoluciones democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que en
su mayor parte expresa este punto de vista. En cualquier caso voy a ceñirme
simplemente al período moderno y acerca de la forma en que se desarrolla la
noción de democracia, y sobre el modo y por qué el problema de los medios de
comunicación y la desinformación se ubican en este contexto.
Primeros apuntes históricos de la propaganda
Empecemos con la primera operación moderna de
propaganda llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo el mandato de Woodrow
Wilson. Este fue elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma
electoral Paz sin victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra
Mundial. La población era muy pacifista y no veía ninguna razón para
involucrarse en una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson había
decidido que el país tomaría parte en el conflicto. Había por tanto que hacer
algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la
guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida con el
nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población
pacífica en otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y destruir
todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos los alemanes, y salvar así al
mundo. Se alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía:
precisamente en aquella época y después de la guerra se utilizaron las mismas
técnicas para avivar lo que se conocía como miedo rojo. Ello permitió la
destrucción de sindicatos y la eliminación de problemas tan peligrosos como la
libertad de prensa o de pensamiento político. El poder financiero y empresarial
y los medios de comunicación fomentaron y prestaron un gran apoyo a esta
operación, de la que, a su vez, obtuvieron todo tipo de provechos.
Entre los que participaron activa y
entusiásticamente en la guerra de Wilson estaban los intelectuales
progresistas, gente del círculo de John Dewey Estos se mostraban muy
orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber
demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la
comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer a una población
reticente de que había que ir a una guerra mediante el sistema de aterrorizarla
y suscitar en ella un fanatismo patriotero. Los medios utilizados fueron muy
amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente
cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los
miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer
en los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el
Ministerio británico de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento
—tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas— era el de dirigir el
pensamiento de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión clave era la de
controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la sociedad
americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda que estaba siendo
elaborada y llevarían al pacífico país a la histeria propia de los tiempos de
guerra. Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando
la propaganda que dimana del estado recibe el apoyo de las clases de un nivel
cultural elevado y no se permite ninguna desviación en su contenido, el efecto
puede ser enorme. Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos otros,
y cuya influencia ha llegado a nuestros días.
La democracia del espectador
Otro grupo que quedó directamente marcado por
estos éxitos fue el formado por teóricos liberales y figuras destacadas de los
medios de comunicación, como Walter Lippmann, que era el decano de los
periodistas americanos, un importante analista político —tanto de asuntos
domésticos como internacionales— así como un extraordinario teórico de la democracia
liberal. Si se echa un vistazo a sus ensayos, se observará que están
subtitulados con algo así como Una teoría progresista sobre el pensamiento
democrático liberal. Lippmann estuvo vinculado a estas comisiones de propaganda
y admitió los logros alcanzados, al tiempo que sostenía que lo que él llamaba
revolución en el arte de la democracia podía utilizarse para fabricar consenso,
es decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas de
propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado. También pensaba que
ello era no solo una buena idea sino también necesaria, debido a que, tal como
él mismo afirmó, los intereses comunes esquivan totalmente a la opinión pública
y solo una clase especializada de hombres responsables lo bastante inteligentes
puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos se derivan. Esta
teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de que
hablaban los seguidores de Dewey— puede entender cuáles son aquellos intereses
comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas
cosas escapan a la gente en general. En realidad, este enfoque se remonta a
cientos de años atrás, es también un planteamiento típicamente leninista, de
modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia de
intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que
les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las
masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes
para imaginar y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría democrática
liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos
ideológicos. En mi opinión, esta es una de las razones por las que los
individuos, a lo largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar
de una posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio.
Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Es posible que haya una revolución
popular que nos lleve a todos a asumir el poder del Estado; o quizás no la
haya, en cuyo caso simplemente apoyaremos a los que detentan el poder real: la
comunidad de las finanzas. Pero estaremos haciendo lo mismo: conducir a las
masas estúpidas hacia un mundo en el que van a ser incapaces de comprender nada
por sí mismas.
Lippmann respaldó todo esto con una teoría
bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según la cual en una
democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas clases de ciudadanos.
En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones
generales relativas al gobierno y la administración. Es la clase especializada,
formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y
dirigen los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y
políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño de la población
total. Por supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas es
parte de este grupo selecto, en el cual se habla primordialmente acerca de qué
hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo la mayoría
de la población, constituyen lo que Lippmann llamaba el rebaño desconcertado:
hemos de protegemos de este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así
pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase
especializada, los hombres responsables, ejercen la función ejecutiva, lo que
significa que piensan, entienden y planifican los intereses comunes; por otro,
el rebaño desconcertado también con una función en la democracia, que, según
Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de miembros participantes de
forma activa. Pero, dado que estamos hablando de una democracia, estos últimos
llevan a término algo más que una función: de vez en cuando gozan del favor de
liberarse de ciertas cargas en la persona de algún miembro de la clase
especializada; en otras palabras, se les permite decir queremos que seas
nuestro líder, o, mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y todo ello porque
estamos en una democracia y no en un estado totalitario. Pero una vez se han
liberado de su carga y traspasado esta a algún miembro de la clase
especializada, se espera de ellos que se apoltronen y se conviertan en
espectadores de la acción, no en participantes. Esto es lo que ocurre en una democracia
que funciona como Dios manda.
Y la verdad es que hay una lógica detrás de
todo eso. Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente es
simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Si los individuos
trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o
interesan, lo único que harían sería solo provocar líos, por lo que resultaría
impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño
desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y destruya las cosas, lo cual
viene a encerrar la misma lógica que dice que sería incorrecto dejar que un
niño de tres años cruzara solo la calle. No damos a los niños de tres años este
tipo de libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla.
Por lo mismo, no se da ninguna facilidad para que los individuos del rebaño
desconcertado participen en la acción; solo causarían problemas.
Por ello, necesitamos algo que sirva para
domesticar al rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución en el
arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios de comunicación,
las escuelas y la cultura popular tienen que estar divididos. La clase política
y los responsables de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable
de realidad, aunque también tengan que inculcar las opiniones adecuadas. Aquí
la premisa no declarada de forma explícita —e incluso los hombres responsables
tienen que darse cuenta de esto ellos solos— tiene que ver con la cuestión de
cómo se llega a obtener la autoridad para tomar decisiones. Por supuesto, la
forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el poder real, que no es
otra que los dueños de la sociedad, es decir, un grupo bastante reducido. Si
los miembros de la clase especializada pueden venir y decir puedo ser útil a
sus intereses, entonces pasan a formar parte del grupo ejecutivo. Y hay que
quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo posible
para que penetren en ellos las creencias y doctrinas que servirán a los
intereses de los dueños de la sociedad, de modo que, a menos que puedan ejercer
con maestría esta autoformación, no formarán parte de la clase especializada.
Así, tenemos un sistema educacional, de carácter privado, dirigido a los
hombres responsables, a la clase especializada, que han de ser adoctrinados en
profundidad acerca de los valores e intereses del poder real, y del nexo
corporativo que este mantiene con el Estado y lo que ello representa. Si pueden
conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase especializada. Al resto
del rebaño desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer que dirija su
atención a cualquier otra cosa. Que nadie se meta en líos. Habrá que asegurarse
que permanecen todos en su función de espectadores de la acción, liberando su
carga de vez en cuando en algún que otro líder de entre los que tienen a su
disposición para elegir.
Muchos otros han desarrollado este punto de
vista, que, de hecho, es bastante convencional. Por ejemplo, él destacado
teólogo y crítico de política internacional Reinold Niebuhr, conocido a veces
como el teólogo del sistema, gurú de George Kennan y de los intelectuales de
Kennedy, afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad, al alcance
de muy pocos: solo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se
guía por las emociones y los impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica
tienen que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde el
punto de vista emocional, con objeto de que los bobalicones ingenuos vayan más
o menos tirando. Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de
la ciencia política contemporánea. En la década de los años veinte y principios
de la de los treinta, Harold Lasswell, fundador del moderno sector de las
comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos más destacados,
explicaba que no deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que
dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares.
Porque no lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y
asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más común,
somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que ellos no van a gozar de
la oportunidad de actuar basándose en sus juicios erróneos. En lo que hoy
conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo anterior resulta fácil.
Es cuestión simplemente de blandir una porra sobre las cabezas de los
individuos, y, si se apartan del camino trazado, golpearles sin piedad. Pero si
la sociedad ha acabado siendo más libre y democrática, se pierde aquella
capacidad, por lo que hay que dirigir la atención a las técnicas de propaganda.
La lógica es clara y sencilla: la propaganda es a la democracia lo que la
cachiporra al estado totalitario. Ello resulta acertado y conveniente dado que,
de nuevo, los intereses públicos escapan a la capacidad de comprensión del
rebaño desconcertado.
Relaciones públicas
Los Estados Unidos crearon los cimientos de la
industria de las relaciones públicas. Tal como decían sus líderes, su
compromiso consistía en controlar la opinión pública. Dado que aprendieron
mucho de los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo, y de las secuelas
dejadas por ambos, las relaciones públicas experimentaron, a lo largo de la década
de 1920, una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora de
conseguir una subordinación total de la gente a las directrices procedentes del
mundo empresarial a lo largo de la década de 1920. La situación llegó a tal
extremo que en la década siguiente los comités del Congreso empezaron a
investigar el fenómeno. De estas pesquisas proviene buena parte de la
información de que hoy día disponemos.
Las relaciones públicas constituyen una
industria inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades que oscilan en torno
a un billón de dólares al año, y desde siempre su cometido ha sido el de
controlar la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las
corporaciones. Tal como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década
de 1930 surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una
cada vez más numerosa clase obrera en proceso de organización. En 1935, y
gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran victoria
legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro
que planteaba dos graves problemas. En primer lugar, la democracia estaba
funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado estaba consiguiendo victorias
en el terreno legislativo, y no era ese el modo en que se suponía que tenían
que ir las cosas; el otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del
pueblo para organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados, segregados
y solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque en ese caso podrían
convertirse en algo más que simples espectadores pasivos.
Efectivamente, si hubiera muchos individuos de
recursos limitados que se agruparan para intervenir en el ruedo político,
podrían, de hecho, pasar a asumir el papel de participantes activos, lo cual sí
sería una verdadera amenaza. Por ello, el poder empresarial tuvo una reacción
contundente para asegurarse de que esa había sido la última victoria
legislativa de las organizaciones obreras, y de que representaría también el
principio del fin de esta desviación democrática de las organizaciones
populares. Y funcionó. Fue la última victoria de los trabajadores en el terreno
parlamentario, y, a partir de ese momento —aunque el número de afiliados a los
sindicatos se incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada la cual
empezó a bajar— la capacidad de actuar por la vía sindical fue cada vez menor.
Y no por casualidad, ya que estamos hablando de la comunidad empresarial, que
está gastando enormes sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el tiempo y
esfuerzo necesarios, en cómo afrontar y resolver estos problemas a través de la
industria de las relaciones públicas y otras organizaciones, como la National
Association of Manufacturers (Asociación nacional de fabricantes), la Business
Roundtable (Mesa redonda de la actividad empresarial), etcétera. Y su principio
es reaccionar en todo momento de forma inmediata para encontrar el modo de
contrarrestar estas desviaciones democráticas.
La primera prueba se produjo un año más tarde,
en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del acero en Johnstown,
al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica de
destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser muy eficaz. Y sin
matones a sueldo que sembraran el terror entre los trabajadores, algo que ya no
resultaba muy práctico, sino por medio de instrumentos más sutiles y eficientes
de propaganda. La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la
gente contra los huelguistas, por los medios que fuera. Se presentó a estos
como destructivos y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios
a los intereses comunes, que eran los nuestros, los del empresario, el
trabajador o el ama de casa, es decir, todos nosotros. Queremos estar unidos y
tener cosas como la armonía y el orgullo de ser americanos, y trabajar juntos.
Pero resulta que estos huelguistas malvados de ahí afuera son subversivos,
arman jaleo, rompen la armonía y atenían contra el orgullo de América, y hemos
de pararles los pies. El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los
suelos tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo
por el país y en armonía, con simpatía y cariño los unos por los otros. Este
era, en esencia, el mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para hacerlo público;
después de todo, estamos hablando del poder financiero y empresarial, es decir,
el que controla los medios de información y dispone de recursos a gran escala,
por lo cual funcionó, y de manera muy eficaz. Más adelante este método se
conoció como la fórmula Mohawk VaIley, aunque se le denominaba también métodos
científicos para impedir huelgas. Se aplicó una y otra vez para romper huelgas,
y daba muy buenos resultados cuando se trataba de movilizar a la opinión
pública a favor de conceptos vacíos de contenido, como el orgullo de ser
americano. ¿Quién puede estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién puede
estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad a nuestras
tropas. ¿Quién podía estar en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que
esté en contra? Sólo alguien completamente necio.
De hecho, ¿qué pasa si alguien le pregunta si
da usted su apoyo a la gente de lowa? Se puede contestar diciendo Sí, le doy mi
apoyo, o no, no la apoyo. Pero ni siquiera es una pregunta: no significa nada.
Esta es la cuestión La clave de los eslóganes de las relaciones públicas como
apoyad a nuestras tropas es que no significan nada, o, como mucho, lo mismo que
apoyar a los habitantes de Iowa. Pero, por supuesto había una cuestión
importante que se podía haber resuelto haciendo la pregunta: ¿Apoya usted
nuestra política? Pero, claro, no se trata de que la gente se plantee cosas
como esta. Esto es lo único que importa en la buena propaganda. Se trata de
crear un eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario, que
todo el mundo esté a favor. Nadie sabe lo que significa porque no significa
nada, y su importancia decisiva estriba en que distrae la atención de la gente
respecto de preguntas que sí significan algo: ¿Apoya usted nuestra política?
Pero sobre esto no se puede hablar. Así que tenemos a todo el mundo discutiendo
sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles. Por tanto,
ellos han ganado. Es como lo del orgullo americano y la armonía. Estamos todos
juntos, en tomo a eslóganes vacíos, tomemos parte en ellos y asegurémonos de
que no habrá gente mala en nuestro alrededor que destruya nuestra paz social
con sus discursos acerca de la lucha de clases, los derechos civiles y todo
este tipo de cosas.
Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado
perfectamente. Desde luego consiste en algo razonado y elaborado con sumo
cuidado: la gente que se dedica a las relaciones públicas no está ahí para
divertirse; está haciendo un trabajo, es decir, intentando inculcar los valores
correctos. De hecho, tienen una idea de lo que debería ser la democracia: un
sistema en el que la clase especializada está entrenada para trabajar al
servicio de los amos, de los dueños de la sociedad, mientras que al resto de la
población se le priva de toda forma de organización para evitar así los
problemas que pudiera causar. La mayoría de los individuos tendrían que
sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje, que no es
otro que el que dice que lo único que tiene valor en la vida es poder consumir
cada vez más y mejor y vivir igual que esta familia de clase media que aparece
en la pantalla y exhibir valores como la armonía y el orgullo americano. La
vida consiste en esto. Puede que usted piense que ha de haber algo más, pero en
el momento en que se da cuenta que está solo, viendo la televisión, da por
sentado que esto es todo lo que existe ahí afuera, y que es una locura pensar
en que haya otra cosa. Y desde el momento en que está prohibido organizarse, lo
que es totalmente decisivo, nunca se está en condiciones de averiguar si
realmente está uno loco o simplemente se da todo por bueno, que es lo más
lógico que se puede hacer.
Así pues, este es el ideal, para alcanzar el
cual se han desplegado grandes esfuerzos. Y es evidente que detrás de él hay
una cierta concepción: la de democracia, tal como ya se ha dicho. El rebaño
desconcertado es un problema. Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello
habrá que distraerlo. Será cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman
se queden en casa viendo partidos de fútbol, telenovelas o películas violentas,
aunque de vez en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear
eslóganes sin sentido, como apoyar a nuestras tropas. Hay que hacer que
conserven un miedo permanente, porque a menos que estén debidamente
atemorizados por todos los posibles males que pueden destruirles, desde dentro
o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí mismos, lo cual es muy peligroso
ya que no tienen la capacidad de hacerlo. Por ello es importante distraerles y
marginarles.
Esta es una idea de democracia. De hecho, si
nos re montamos al pasado, la última victoria legal de los trabajadores fue
realmente en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el inicio de la Primera
Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un declive, al igual que lo hizo una
rica y fértil cultura obrera vinculada directamente con aquellos. Todo quedó
destruido y nos vimos trasladados a una sociedad dominada de manera singular
por los criterios empresariales. Era esta la única sociedad industrial, dentro
de un sistema capitalista de Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto
social habitual que se podía dar en latitudes comparables. Era la única
sociedad industrial —aparte de Sudáfrica, supongo— que no tenía un servicio
nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún compromiso para elevar los
estándares mínimos de supervivencia de los segmentos de la población que no
podían seguir las normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí mismos
en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente no
existían, al igual que ocurría con otras formas de asociación en la esfera
popular. No había organizaciones políticas ni partidos: muy lejos se estaba,
por tanto, del ideal, al menos en el plano estructural. Los medios de
información constituían un monopolio corporativizado; todos expresaban los
mismos puntos de vista. Los dos partidos eran dos facciones del partido del
poder financiero y empresarial. Y así la mayor parte de la población ni tan
solo se molestaba en ir a votar ya que ello carecía totalmente de sentido,
quedando, por ello, debidamente marginada. Al menos este era el objetivo. La
verdad es que el personaje más destacado de la industria de las relaciones
públicas, Edward Bernays, procedía de la Comisión Creel. Formó parte de ella,
aprendió bien la lección y se puso manos a la obra a desarrollar lo que él
mismo llamó la ingeniería del consenso, que describió como la esencia de la
democracia.
Los individuos capaces de fabricar consenso
son los que tienen los recursos y el poder de hacerlo —la comunidad financiera
y empresarial— y para ellos trabajamos.
Fabricación de la opinión
También es necesario recabar el apoyo de la
población a las aventuras exteriores. Normalmente la gente es pacifista, tal
como sucedía durante la Primera Guerra Mundial, ya que no ve razones que
justifiquen la actividad bélica, la muerte y la tortura. Por ello, para
procurarse este apoyo hay que aplicar ciertos estímulos; y para estimularles
hay que asustarles. El mismo Bernays tenía en su haber un importante logro a
este respecto, ya que fue el encargado de dirigir la campaña de relaciones
públicas de la United Fruit Company en 1954, cuando los Estados Unidos
intervinieron militarmente para derribar al gobierno democrático-capitalista de
Guatemala e instalaron en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones de la
muerte, que se ha mantenido hasta nuestros días a base de repetidas infusiones
de ayuda norteamericana que tienen por objeto evitar algo más que desviaciones
democráticas vacías de contenido. En estos casos, es necesario hacer tragar por
la fuerza una y otra vez programas domésticos hacia los que la gente se muestra
contraria, ya que no tiene ningún sentido que el público esté a favor de
programas que le son perjudiciales. Y esto, también, exige una propaganda
amplia y general, que hemos tenido oportunidad de ver en muchas ocasiones
durante los últimos diez años. Los programas de la era Reagan eran
abrumadoramente impopulares. Los votantes de la victoria arrolladora de Reagan
en 1984 esperaban, en una proporción de tres a dos, que no se promulgaran las
medidas legales anunciadas. Si tomamos programas concretos, como el gasto en
armamento, o la reducción de recursos en materia de gasto social, etc.,
prácticamente todos ellos recibían una oposición frontal por parte de la gente.
Pero en la medida en que se marginaba y apartaba a los individuos de la cosa
pública y estos no encontraban el modo de organizar y articular sus
sentimientos, o incluso de saber que había otros que compartían dichos
sentimientos, los que decían que preferían el gasto social al gasto militar —y
lo expresaban en los sondeos, tal como sucedía de manera generalizada— daban
por supuesto que eran los únicos con tales ideas disparatadas en la cabeza.
Nunca habían oído estas cosas de nadie más, ya que había que suponer que nadie
pensaba así; y si lo había, y era sincero en las encuestas, era lógico pensar
que se trataba de un bicho raro. Desde el momento en que un individuo no
encuentra la manera de unirse a otros que comparten o refuerzan este parecer y
que le pueden transmitir la ayuda necesaria para articularlo, acaso llegue a
sentir que es alguien excéntrico, una rareza en un mar de normalidad. De modo
que acaba permaneciendo al margen, sin prestar atención a lo que ocurre,
mirando hacia, otro lado, como por ejemplo la final de Copa.
Así pues, hasta cierto punto se alcanzó el
ideal, aunque nunca de forma completa, ya que hay instituciones que hasta ahora
ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias. Buena parte de la
actividad disidente de los Estados Unidos se producía en las iglesias por la
sencilla razón de que estas existían. Por ello, cuando había que dar una
conferencia de carácter político en un país europeo era muy probable que se
celebrara en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil en América ya
que, en primer lugar, estos apenas existían o, en el mejor de los casos, no
eran organizaciones políticas. Pero las iglesias sí existían, de manera que las
charlas y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad con
Centroamérica se originó en su mayor parte en las iglesias, sobre todo porque
existían.
El rebaño desconcertado nunca acaba de estar
debidamente domesticado: es una batalla permanente. En la década de 1930 surgió
otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento. En los años sesenta apareció una
nueva ola de disidencia, a la cual la clase especializada le puso el nombre de
crisis de la democracia. Se consideraba que la democracia estaba entrando en
una crisis porque amplios segmentos de la población se estaban organizando de
manera activa y estaban intentando participar en la arena política. El conjunto
de élites coincidían en que había que aplastar el renacimiento democrático de
los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que los recursos se
canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas. Y aquí hemos de volver
a las dos concepciones de democracia que hemos mencionado en párrafos
anteriores. Según la definición del diccionario, lo anterior constituye un
avance en democracia; según el criterio predominante, es un problema, una
crisis que ha de ser vencida. Había que obligar a la población a que
retrocediera y volviera a la apatía, la obediencia y la pasividad, que
conforman su estado natural, para lo cual se hicieron grandes esfuerzos, si
bien no funcionó. Afortunadamente, la crisis de la democracia todavía está
vivita y coleando, aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de conseguir un
cambio político. Pero, contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado
resultados en lo que se refiere al cambio de la opinión pública.
Después de la década de 1960 se hizo todo lo
posible para que la enfermedad diera marcha atrás. La verdad es que uno de los
aspectos centrales de dicho mal tenía un nombre técnico: el síndrome de
Vietnam, término que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando encuentra
nuevas definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz habló de él
como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Pero
resulta que era la mayoría de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones
contra la violencia, ya que simplemente no entendía por qué había que ir por el
mundo torturando, matando o lanzando bombardeos intensivos. Como ya supo
Goebbels en su día, es muy peligroso que la población se rinda ante estas
inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite a las veleidades
aventureras de un país fuera de sus fronteras. Tal como decía con orgullo el
Washington Post durante la histeria colectiva que se produjo durante la guerra
del golfo Pérsico, es necesario infundir en la gente respeto por los valores
marciales. Y eso sí es importante. Si se quiere tener una sociedad violenta que
avale la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar los fines de
su propia élite doméstica, es necesario valorar debidamente las virtudes
guerreras y no esas inhibiciones achacosas acerca del uso de la violencia. Esto
es el síndrome de Vietnam: hay que vencerlo.
La representación como realidad
También es preciso falsificar totalmente la
historia. Ello constituye otra manera de vencer esas inhibiciones enfermizas,
para simular que cuando atacamos y destruimos a alguien lo que estamos haciendo
en realidad es proteger y defendernos a nosotros mismos de los peores monstruos
y agresores, y cosas por el estilo. Desde la guerra del Vietnam se ha realizado
un enorme esfuerzo por reconstruir la historia. Demasiada gente, incluidos gran
número de soldados y muchos jóvenes que estuvieron involucrados en movimientos
por la paz o antibelicistas, comprendía lo que estaba pasando. Y eso no era
bueno. De nuevo había que poner orden en aquellos malos pensamientos y
recuperar alguna forma de cordura, es decir, la aceptación de que sea lo que
fuere lo que hagamos, ello es noble y correcto. Si bombardeábamos Vietnam del
Sur, se debía a que estábamos defendiendo el país de alguien, esto es, de los
sudvietnamitas, ya que allí no había nadie más. Es lo que los intelectuales
kenedianos denominaban defensa contra la agresión interna en Vietnam del Sur,
expresión acuñada por Adiai Stevenson, entre otros. Así pues, era necesario que
esta fuera la imagen oficial e inequívoca; y ha funcionado muy bien, ya que si
se tiene el control absoluto de los medios de comunicación y el sistema
educativo y la intelectualidad son conformistas, puede surtir efecto cualquier
política. Un indicio de ello se puso de manifiesto en un estudio llevado a cabo
en la Universidad de Massachusetts sobre las diferentes actitudes ante la
crisis del Golfo Pérsico, y que se centraba en las opiniones que se
manifestaban mientras se veía la televisión. Una de las preguntas de dicho
estudio era: ¿Cuantas víctimas vietnamitas calcula usted que hubo durante la
guerra del Vietnam? La respuesta promedio que se daba era en torno a 100.000,
mientras que las cifras oficiales hablan de dos millones, y las reales
probablemente sean de tres o cuatro millones. Los responsables del estudio
formulaban a continuación una pregunta muy oportuna: ¿Qué pensaríamos de la
cultura política alemana si cuando se le preguntara a la gente cuantos judíos
murieron en el Holocausto la respuesta fuera unos 300.000? La pregunta quedaba
sin respuesta, pero podemos tratar de encontrarla. ¿Qué nos dice todo esto
sobre nuestra cultura? Pues bastante: es preciso vencer las inhibiciones
enfermizas respecto al uso de la fuerza militar y a otras desviaciones
democráticas. Y en este caso dio resultados satisfactorios y demostró ser
cierto en todos los terrenos posibles: tanto si elegimos Próximo Oriente, el
terrorismo internacional o Centroamérica. El cuadro del mundo que se presenta a
la gente no tiene la más mínima relación con la realidad, ya que la verdad
sobre cada asunto queda enterrada bajo montañas de mentiras. Se ha alcanzado un
éxito extraordinario en el sentido de disuadir las amenazas democráticas, y lo
realmente interesante es que ello se ha producido en condiciones de libertad.
No es como en un estado totalitario, donde todo se hace por la fuerza. Esos
logros son un fruto conseguido sin violar la libertad. Por ello, si queremos
entender y conocer nuestra sociedad, tenemos que pensar en todo esto, en estos
hechos que son importantes para todos aquellos que se interesan y preocupan por
el tipo de sociedad en el que viven.
La cultura disidente
A pesar de todo, la cultura disidente
sobrevivió, y ha experimentado un gran crecimiento desde la década de los
sesenta. Al principio su desarrollo era sumamente lento, ya que, por ejemplo,
no hubo protestas contra la guerra de Indochina hasta algunos años después de
que los Estados Unidos empezaran a bombardear Vietnam del Sur. En los inicios
de su andadura era un reducido movimiento contestatario, formado en su mayor
parte por estudiantes y jóvenes en general, pero hacia principios de los
setenta ya había cambiado de forma notable. Habían surgido movimientos
populares importantes: los ecologistas, las feministas, los antinucleares,
etcétera. Por otro lado, en la década de 1980 se produjo una expansión incluso
mayor y que afectó a todos los movimientos de solidaridad, algo realmente nuevo
e importante al menos en la historia de América y quizás en toda la disidencia
mundial. La verdad es que estos eran movimientos que no solo protestaban sino
que se implicaban a fondo en las vidas de todos aquellos que sufrían por alguna
razón en cualquier parte del mundo. Y sacaron tan buenas lecciones de todo
ello, que ejercieron un enorme efecto civilizador sobre las tendencias
predominantes en la opinión pública americana. Y a partir de ahí se marcaron
diferencias, de modo que cualquiera que haya estado involucrado es este tipo de
actividades durante algunos años ha de saberlo perfectamente. Yo mismo soy
consciente de que el tipo de conferencias que doy en la actualidad en las
regiones más reaccionarias del país —la Georgia central, el Kentucky rural— no
las podría haber pronunciado, en el momento culminante del movimiento
pacifista, ante una audiencia formada por los elementos más activos de dicho
movimiento. Ahora, en cambio, en ninguna parte hay ningún problema. La gente
puede estar o no de acuerdo, pero al menos comprende de qué estás hablando y
hay una especie de terreno común en el que es posible cuando menos entenderse.
A pesar de toda la propaganda y de todos los
intentos por controlar el pensamiento y fabricar el consenso, lo anterior
constituye un conjunto de signos de efecto civilizador. Se está adquiriendo una
capacidad y una buena disposición para pensar las cosas con el máximo
detenimiento. Ha crecido el escepticismo acerca del poder.
Han cambiado muchas actitudes hacia un buen
número de cuestiones, lo que ha convertido todo este asunto en algo lento,
quizá incluso frío, pero perceptible e importante, al margen de si acaba siendo
o no lo bastante rápido como para influir de manera significativa en los
aconteceres del mundo. Tomemos otro ejemplo: la brecha que se ha abierto en
relación al género. A principios de la década de 1960 las actitudes de hombres y
mujeres eran aproximadamente las mismas en asuntos como las virtudes
castrenses, igual que lo eran las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la
fuerza militar. Por entonces, nadie, ni hombres ni mujeres, se resentía a causa
de dichas posturas, dado que las respuestas coincidían: todo el mundo pensaba
que la utilización de la violencia para reprimir a la gente de por ahí estaba
justificada. Pero con el tiempo las cosas han cambiado. Aquellas inhibiciones
han experimentado un crecimiento lineal, aunque al mismo tiempo ha aparecido un
desajuste que poco a poco ha llegado a ser sensiblemente importante y que según
los sondeos ha alcanzado el 20%. ¿Qué ha pasado? Pues que las mujeres han
formado un tipo de movimiento popular semiorganizado, el movimiento feminista,
que ha ejercido una influencia decisiva, ya que, por un lado, ha hecho que
muchas mujeres se dieran cuenta de que no estaban solas, de que había otras con
quienes compartir las mismas ideas, y, por otro, en la organización se pueden
apuntalar los pensamientos propios y aprender más acerca de las opiniones e
ideas que cada uno tiene. Si bien estos movimientos son en cierto modo
informales, sin carácter militante, basados más bien en una disposición del
ánimo en favor de las interacciones personales, sus efectos sociales han sido
evidentes. Y este es el peligro de la democracia: si se pueden crear
organizaciones, si la gente no permanece simplemente pegada al televisor,
pueden aparecer estas ideas extravagantes, como las inhibiciones enfermizas respecto
al uso de la fuerza militar. Hay que vencer estas tentaciones, pero no ha sido
todavía posible.
Desfile de enemigos
En vez de hablar de la guerra pasada, hablemos
de la guerra que viene, porque a veces es más útil estar preparado para lo que
puede venir que simplemente reaccionar ante lo que ocurre. En la actualidad se
está produciendo en los Estados Unidos —y no es el primer país en que esto
sucede— un proceso muy característico. En el ámbito interno, hay problemas
económicos y sociales crecientes que pueden devenir en catástrofes, y no parece
haber nadie, de entre los que detentan el poder, que tenga intención alguna de
prestarles atención. Si se echa una ojeada a los programas de las distintas
administraciones durante los últimos diez años no se observa ninguna propuesta
seria sobre lo que hay que hacer para resolver los importantes problemas
relativos a la salud, la educación, los que no tienen hogar, los parados, el
índice de criminalidad, la delincuencia creciente que afecta a amplias capas de
la población, las cárceles, el deterioro de los barrios periféricos, es decir,
la colección completa de problemas conocidos. Todos conocemos la situación, y
sabemos que está empeorando. Solo en los dos años que George Bush estuvo en el
poder hubo tres millones más de niños que cruzaron el umbral de la pobreza, la
deuda externa creció progresivamente, los estándares educativos experimentaron
un declive, los salarios reales retrocedieron al nivel de finales de los años
cincuenta para la gran mayoría de la población, y nadie hizo absolutamente nada
para remediarlo. En estas circunstancias hay que desviar la atención del rebaño
desconcertado ya que si empezara a darse cuenta de lo que ocurre podría no
gustarle, porque es quien recibe directamente las consecuencias de lo anterior.
Acaso entretenerles simplemente con la final de Copa o los culebrones no sea
suficiente y haya que avivar en él el miedo a los enemigos. En los años treinta
Hitler difundió entre los alemanes el miedo a los judíos y a los gitanos: había
que machacarles como forma de autodefensa. Pero nosotros también tenemos
nuestros métodos. A lo largo de la última década, cada año o a lo sumo cada
dos, se fabrica algún monstruo de primera línea del que hay que defenderse.
Antes los que estaban más a mano eran los rusos, de modo que había que estar
siempre a punto de protegerse de ellos. Pero, por desgracia, han perdido
atractivo como enemigo, y cada vez resulta más difícil utilizarles como tal, de
modo que hay que hacer que aparezcan otros de nueva estampa. De hecho, la gente
fue bastante injusta al criticar a George Bush por haber sido incapaz de
expresar con claridad hacia dónde estábamos siendo impulsados, ya que hasta
mediados de los años ochenta, cuando andábamos despistados se nos ponía
constantemente el mismo disco: que vienen los rusos. Pero al perderlos como
encamación del lobo feroz hubo que fabricar otros, al igual que hizo el aparato
de relaciones públicas reaganiano en su momento. Y así, precisamente con Bush,
se empezó a utilizar a los terroristas internacionales, a los narcotraficantes,
a los locos caudillos árabes o a Sadam Husein, el nuevo Hitler que iba a
conquistar el mundo. Han tenido que hacerles aparecer a uno tras otro,
asustando a la población, aterrorizándola, de forma que ha acabado muerta de
miedo y apoyando cualquier iniciativa del poder. Así se han podido alcanzar
extraordinarias victorias sobre Granada, Panamá, o algún otro ejército del
Tercer Mundo al que se puede pulverizar antes siquiera de tomarse la molestia
de mirar cuántos son. Esto da un gran alivio, ya que nos hemos salvado en el
último momento.
Tenemos así, pues, uno de los métodos con el
cual se puede evitar que el rebaño desconcertado preste atención a lo que está
sucediendo a su alrededor, y permanezca distraído y controlado. Recordemos que
la operación terrorista internacional más importante llevada a cabo hasta la
fecha ha sido la operación Mongoose, a cargo de la administración Kennedy, a
partir de la cual este tipo de actividades prosiguieron contra Cuba. Parece que
no ha habido nada que se le pueda comparar ni de lejos, a excepción quizás de
la guerra contra Nicaragua, si convenimos en denominar aquello también
terrorismo. El Tribunal de La Haya consideró que aquello era algo más que una
agresión.
Cuando se trata de construir un monstruo
fantástico siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de campañas para
aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz de defenderse: sería
demasiado peligroso. Pero si se tiene la seguridad de que se le puede vencer,
quizá se le consiga despachar rápido y lanzar así otro suspiro de alivio.
Percepción selectiva
Esto ha venido sucediendo desde hace tiempo.
En mayo de 1986 se publicaron las memorias del preso cubano liberado Armando
Valladares, que causaron rápidamente sensación en los medios de comunicación.
Voy a brindarles algunas citas textuales. Los medios informativos describieron
sus revelaciones como «el relato definitivo del inmenso sistema de prisión y
tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición política». Era «una
descripción evocadora e inolvidable» de las «cárceles bestiales, la tortura inhumana
[y] el historial de violencia de estado [bajo] todavía uno de los asesinos de
masas de este siglo», del que nos enteramos, por fin, gracias a este libro, que
«ha creado un nuevo despotismo que ha institucionalizado la tortura como
mecanismo de control social» en el «infierno que era la Cuba en la que
[Valladares] vivió». Esto es lo que apareció en el Washington Post y el New
York Times en sucesivas reseñas. Las atrocidades de Castro —descrito como un
«matón dictador»— se revelaron en este libro de manera tan concluyente que
«solo los intelectuales occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa del
tirano», según el primero de los diarios citados. Recordemos que estamos
hablando de lo que le ocurrió a un hombre. Y supongamos que todo lo que se dice
en el libro es verdad. No le hagamos demasiadas preguntas al protagonista de la
historia. En una ceremonia celebrada en la Casa Blanca con motivo del Día de
los Derechos Humanos, Ronald Reagan destacó a Armando Valladares e hizo mención
especial de su coraje al soportar el sadismo del sangriento dictador cubano. A
continuación, se le designó representante de los Estados Unidos en la Comisión
de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Allí tuvo la oportunidad de prestar
notables servicios en la defensa de los gobiernos de El Salvador y Guatemala en
el momento en que estaban recibiendo acusaciones de cometer atrocidades a tan
gran escala que cualquier vejación que Valladares pudiera haber sufrido tenía
que considerarse forzosamente de mucha menor entidad. Así es como están las
cosas.
La historia que viene ahora también ocurría en
mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de la fabricación del consenso. Por
entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos Humanos de El Salvador —sus
líderes habían sido asesinados— fueron detenidos y torturados, incluyendo al
director, Herbert Anaya. Se les encarceló en una prisión llamada La Esperanza,
pero mientras estuvieron en ella continuaron su actividad de defensa de los
derechos humanos, y, dado que eran abogados, siguieron tomando declaraciones
juradas. Había en aquella cárcel 432 presos, de los cuales 430 declararon y
relataron bajo juramento las torturas que habían recibido: aparte de la picana
y otras atrocidades, se incluía el caso de un interrogatorio, y la tortura
consiguiente, dirigido por un oficial del ejército de los Estados Unidos de
uniforme, al cual se describía con todo detalle. Ese informe —160 páginas de
declaraciones juradas de los presos— constituye un testimonio
extraordinariamente explícito y exhaustivo, acaso único en lo referente a los
pormenores de lo que ocurre en una cámara de tortura. No sin dificultades se
consiguió sacarlo al exterior, junto con una cinta de vídeo que mostraba a la
gente mientras testificaba sobre las torturas, y la Marin County Interfaith
Task Force (Grupo de trabajo multiconfesional Marin County) se encargó de
distribuirlo. Pero la prensa nacional se negó a hacer su cobertura informativa
y las emisoras de televisión rechazaron la emisión del vídeo. Creo que como
mucho apareció un artículo en el periódico local de Marin County, el San
Francisco Examiner. Nadie iba a tener interés en aquello. Porque estábamos en
la época en que no eran pocos los intelectuales insensatos y ligeros de cascos
que estaban cantando alabanzas a José Napoleón Duarte y Ronald Reagan.
Anaya no fue objeto de ningún homenaje. No
hubo lugar para él en el Día de los Derechos Humanos. No fue elegido para
ningún cargo importante. En vez de ello fue liberado en un intercambio de
prisioneros y posteriormente asesinado, al parecer por las fuerzas de seguridad
siempre apoyadas militar y económicamente por los Estados Unidos. Nunca se tuvo
mucha información sobre aquellos hechos: los medios de comunicación no llegaron
en ningún momento a preguntarse si la revelación de las atrocidades que se
denunciaban —en vez de mantenerlas en secreto y silenciarlas— podía haber
salvado su vida.
Todo lo anterior nos enseña mucho acerca del
modo de funcionamiento de un sistema de fabricación de consenso. En comparación
con las revelaciones de Herbert Anaya en El Salvador, las memorias de
Valladares son como una pulga al lado de un elefante. Pero no podemos ocuparnos
de pequeñeces, lo cual nos conduce hacia la próxima guerra. Creo que cada vez
tendremos más noticias sobre todo esto, hasta que tenga lugar la operación
siguiente.
Solo algunas consideraciones sobre lo último
que se ha dicho, si bien al final volveremos sobre ello. Empecemos recordando
el estudio de la Universidad de Massachusetts ya mencionado, ya que llega a
conclusiones interesantes. En él se preguntaba a la gente si creía que los
Estados Unidos debía intervenir por la fuerza para impedir la invasión ilegal
de un país soberano o para atajar los abusos cometidos contra los derechos
humanos. En una proporción de dos a uno la respuesta del público americano era
afirmativa. Había que utilizar la fuerza militar para que se diera marcha atrás
en cualquier caso de invasión o para que se respetaran los derechos humanos.
Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie de la letra el consejo
que se deriva de la citada encuesta, habría que bombardear El Salvador,
Guatemala, Indonesia, Damasco, Tel Aviv, Ciudad del Cabo, Washington, y una
lista interminable de países, ya que todos ellos representan casos manifiestos,
bien de invasión ilegal, bien de violación de derechos humanos. Si uno conoce
los hechos vinculados a estos ejemplos, comprenderá perfectamente que la
agresión y las atrocidades de Sadam Husein —que tampoco son de carácter
extremo— se incluyen claramente dentro de este abanico de casos. ¿Por qué,
entonces, nadie llega a esta conclusión? La respuesta es que nadie sabe lo
suficiente. En un sistema de propaganda bien engrasado nadie sabrá de qué hablo
cuando hago una lista como la anterior. Pero si alguien se molesta en
examinarla con cuidado, verá que los ejemplos son totalmente apropiados.
Tomemos uno que, de forma amenazadora, estuvo
a punto de ser percibido durante la guerra del Golfo. En febrero, justo en la
mitad de la campaña de bombardeos, el gobierno del Líbano solicitó a Israel que
observara la resolución 425 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de
marzo de 1978, por la que se le exigía que se retirara inmediata e
incondicionalmente del Líbano. Después de aquella fecha ha habido otras
resoluciones posteriores redactadas en los mismos términos, pero desde luego
Israel no ha acatado ninguna de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al
mantenimiento de la ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano recibe las
embestidas del terrorismo del estado judío, y no solo brinda espacio para la
ubicación de campos de tortura y aniquilamiento sino que también se utiliza
como base para atacar a otras partes del país. Desde 1978, fecha de la
resolución citada, el Líbano fue invadido, la ciudad de Beirut sufrió continuos
bombardeos, unas 20.000 personas murieron —en torno al 80% eran civiles—, se
destruyeron hospitales, y la población tuvo que soportar todo el daño
imaginable, incluyendo el robo y el saqueo. Excelente... los Estados Unidos lo
apoyaban. Es solo un ejemplo. La cuestión está en que no vimos ni oímos nada en
los medios de información acerca de todo ello, ni siquiera una discusión sobre
si Israel y los Estados Unidos deberían cumplir la resolución 425 del Consejo
de Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores, del mismo modo que nadie
solicitó el bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los principios defendidos por dos
tercios de la población. Porque, después de todo, aquello es una ocupación
ilegal de un territorio en el que se violan los derechos humanos. Solo es un
ejemplo, pero los hay incluso peores. Cuando el ejército de Indonesia invadió
Timor Oriental dejó un rastro de 200.000 cadáveres, cifra que no parece tener
importancia al lado de otros ejemplos. El caso es que aquella invasión también recibió
el apoyo claro y explícito de los Estados Unidos, que todavía prestan al
gobierno indonesio ayuda diplomática y militar. Y podríamos seguir
indefinidamente.
La guerra del Golfo
Veamos otro ejemplo mas reciente. Vamos viendo
cómo funciona un sistema de propaganda bien engrasado. Puede que la gente crea
que el uso de la fuerza contra Iraq se debe a que América observa realmente el
principio de que hay que hacer frente a las invasiones de países extranjeros o
a las transgresiones de los derechos humanos por la vía militar, y que no vea,
por el contrario, qué pasaría si estos principios fueran también aplicables a
la conducta política de los Estados Unidos. Estamos antes un éxito espectacular
de la propaganda.
Tomemos otro caso. Si se analiza detenidamente
la cobertura periodística de la guerra desde el mes de agosto (1990), se ve,
sorprendentemente, que faltan algunas opiniones de cierta relevancia. Por
ejemplo, existe una oposición democrática iraquí de cierto prestigio, que, por
supuesto, permanece en el exilio dada la quimera de sobrevivir en Iraq. En su
mayor parte están en Europa y son banqueros, ingenieros, arquitectos, gente
así, es decir, con cierta elocuencia, opiniones propias y capacidad y
disposición para expresarlas. Pues bien, cuando Sadam Husein era todavía el
amigo favorito de Bush y un socio comercial privilegiado, aquellos miembros de
la oposición acudieron a Washington, según las fuentes iraquíes en el exilio, a
solicitar algún tipo de apoyo a sus demandas de constitución de un parlamento
democrático en Iraq. Y claro, se les rechazó de plano, ya que los Estados
Unidos no estaban en absoluto interesados en lo mismo. En los archivos no
consta que hubiera ninguna reacción ante aquello.
A partir de agosto fue un poco más difícil
ignorar la existencia de dicha oposición, ya que cuando de repente se inició el
enfrentamiento con Sadam Husein después de haber sido su más firme apoyo
durante años, se adquirió también conciencia de que existía un grupo de
demócratas iraquíes que seguramente tenían algo que decir sobre el asunto. Por
lo pronto, los opositores se sentirían muy felices si pudieran ver al dictador
derrocado y encarcelado, ya que había matado a sus hermanos, torturado a sus
hermanas y les había mandado a ellos mismos al exilio. Habían estado luchando
contra aquella tiranía que Ronald Reagan y George Bush habían estado
protegiendo. ¿Por qué no se tenía en cuenta, pues, su opinión? Echemos un
vistazo a los medios de información de ámbito nacional y tratemos de encontrar
algo acerca de la oposición democrática iraquí desde agosto de 1990 hasta marzo
de 1991: ni una línea. Y no es a causa de que dichos resistentes en el exilio
no tengan facilidad de palabra, ya que hacen repetidamente declaraciones,
propuestas, llamamientos y solicitudes, y, si se les observa, se hace difícil
distinguirles de los componentes del movimiento pacifista americano. Están
contra Sadam Husein y contra la intervención bélica en Iraq. No quieren ver
cómo su país acaba siendo destruido, desean y son perfectamente conscientes de
que es posible una solución pacífica del conflicto. Pero parece que esto no es
políticamente correcto, por lo que se les ignora por completo. Así que no oímos
ni una palabra acerca de la oposición democrática iraquí, y si alguien está
interesado en saber algo de ellos puede comprar la prensa alemana o la
británica. Tampoco es que allí se les haga mucho caso, pero los medios de
comunicación están menos controlados que los americanos, de modo que, cuando
menos, no se les silencia por completo.
Lo descrito en los párrafos anteriores ha
constituido un logro espectacular de la propaganda. En primer lugar, se ha
conseguido excluir totalmente las voces de los demócratas iraquíes del
escenario político, y, segundo, nadie se ha dado cuenta, lo cual es todavía más
interesante. Hace falta que la población esté profundamente adoctrinada para
que no haya reparado en que no se está dando cancha a las opiniones de la
oposición iraquí, aunque, caso de haber observado el hecho, si se hubiera
formulado la pregunta ¿por qué?, la respuesta habría sido evidente: porque los
demócratas iraquíes piensan por sí mismos; están de acuerdo con los
presupuestos del movimiento pacifista internacional, y ello les coloca en fuera
de juego.
Veamos ahora las razones que justificaban la
guerra. Los agresores no podían ser recompensados por su acción, sino que había
que detener la agresión mediante el recurso inmediato a la violencia: esto lo
explicaba todo. En esencia, no se expuso ningún otro motivo. Pero, ¿es posible
que sea esta una explicación admisible? ¿Defienden en verdad los Estados Unidos
estos principios: que los agresores no pueden obtener ningún premio por su
agresión y que esta debe ser abortada mediante el uso de la violencia? No
quiero poner a prueba la inteligencia de quien me lea al repasar los hechos,
pero el caso es que un adolescente que simplemente supiera leer y escribir
podría rebatir estos argumentos en dos minutos. Pero nunca nadie lo hizo.
Fijémonos en los medios de comunicación, en los comentaristas y críticos
liberales, en aquellos que declaraban ante el Congreso, y veamos si había
alguien que pusiera en entredicho la suposición de que los Estados Unidos era
fiel de verdad a esos principios. ¿Se han opuesto los Estados Unidos a su
propia agresión a Panamá, y se ha insistido, por ello, en bombardear
Washington? Cuando se declaró ilegal la invasión de Namibia por parte de
Sudáfrica, ¿impusieron los Estados Unidos sanciones y embargos de alimentos y
medicinas? ¿Declararon la guerra? ¿Bombardearon Ciudad del Cabo? No,
transcurrió un período de veinte años de diplomacia discreta. Y la verdad es
que no fue muy divertido lo que ocurrió durante estos años, dominados por las
administraciones de Reagan y Bush, en los que aproximadamente un millón y medio
de personas fueron muertas a manos de Sudáfrica en los países limítrofes. Pero
olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica y Namibia: aquello fue algo que no
lastimó nuestros espíritus sensibles. Proseguimos con nuestra diplomacia
discreta para acabar concediendo una generosa recompensa a los agresores. Se
les concedió el puerto más importante de Namibia y numerosas ventajas que
tenían que ver con su propia seguridad nacional. ¿Dónde está aquel famoso
principio que defendemos? De nuevo, es un juego de niños el demostrar que
aquellas no podían ser de ningún modo las razones para ir a la guerra,
precisamente porque nosotros mismos no somos fieles a estos principios.
Pero nadie lo hizo; esto es lo importante. Del
mismo modo que nadie se molestó en señalar la conclusión que se seguía de todo
ello: que no había razón alguna para la guerra. Ninguna, al menos, que un
adolescente no analfabeto no pudiera refutar en dos minutos. Y de nuevo estamos
ante el sello característico de una cultura totalitaria. Algo sobre lo que
deberíamos reflexionar ya que es alarmante que nuestro país sea tan dictatorial
que nos pueda llevar a una guerra sin dar ninguna razón de ello y sin que nadie
se entere de los llamamientos del Líbano. Es realmente chocante.
Justo antes de que empezara el bombardeo, a
mediados de enero, un sondeo llevado a cabo por el Washington Post y la cadena
abc revelaba un dato interesante. La pregunta formulada era: si Iraq aceptara
retirarse de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad estudiara la
resolución del conflicto árabe-israelí, ¿estaría de acuerdo? Y el resultado nos
decía que, en una proporción de dos a uno, la población estaba a favor. Lo
mismo sucedía en el mundo entero, incluyendo a la oposición iraquí, de forma
que en el informe final se reflejaba el dato de que dos tercios de los
americanos daban un sí como respuesta a la pregunta referida. Cabe presumir que
cada uno de estos individuos pensaba que era el único en el mundo en pensar
así, ya que desde luego en la prensa nadie había dicho en ningún momento que
aquello pudiera ser una buena idea. Las órdenes de Washington habían sido muy
claras, es decir, hemos de estar en contra de cualquier conexión, es decir, de
cualquier relación diplomática, por lo que todo el mundo debía marcar el paso y
oponerse a las soluciones pacíficas que pudieran evitar la guerra. Si
intentamos encontrar en la prensa comentarios o reportajes al respecto, solo
descubriremos una columna de Alex Cockbum en Los Angeles Times, en la que este
se mostraba favorable a la respuesta mayoritaria de la encuesta.
Seguramente, los que contestaron la pregunta
pensaban estoy solo, pero esto es lo que pienso. De todos modos, supongamos que
hubieran sabido que no estaban solos, que había otros, como la oposición
democrática iraquí, que pensaban igual. Y supongamos también que sabían que la
pregunta no era una mera hipótesis, sino que, de hecho, Iraq había hecho
precisamente la oferta señalada, y que esta había sido dada a conocer por el
alto mando del ejército americano justo ocho días antes: el día 2 de enero. Se
había difundido la oferta iraquí de retirada total de Kuwait a cambio de que el
Consejo de Seguridad discutiera y resolviera el conflicto árabe-israelí y el de
las armas de destrucción masiva. (Recordemos que los Estados Unidos habían
estado rechazando esta negociación desde mucho antes de la invasión de Kuwait).
Supongamos, asimismo, que la gente sabía que la propuesta estaba realmente
encima de la mesa, que recibía un apoyo generalizado, y que, de hecho, era algo
que cualquier persona racional haría si quisiera la paz, al igual que hacemos
en otros casos, más esporádicos, en que precisamos de verdad repeler la
agresión. Si suponemos que se sabía todo esto, cada uno puede hacer sus propias
conjeturas. Personalmente doy por sentado que los dos tercios mencionados se
habrían convertido, casi con toda probabilidad, en el 98% de la población. Y
aquí tenemos otro éxito de la propaganda. Es casi seguro que no había ni una
sola persona, de las que contestaron la pregunta, que supiera algo de lo
referido en este párrafo porque seguramente pensaba que estaba sola. Por ello,
fue posible seguir adelante con la política belicista sin ninguna oposición.
Hubo mucha discusión, protagonizada por el director de la CIA, entre otros,
acerca de si las sanciones serían eficaces o no. Sin embargo no se discutía la
cuestión más simple: ¿habían funcionado las sanciones hasta aquel momento? Y la
respuesta era que sí, que por lo visto habían dado resultados, seguramente
hacia finales de agosto, y con más probabilidad hacia finales de diciembre. Es
muy difícil pensar en otras razones que justifiquen las propuestas iraquíes de
retirada, autentificadas o, en algunos casos, difundidas por el Estado Mayor
estadounidense, que las consideraba serias y negociables. Así la pregunta que
hay que hacer es: ¿Habían sido eficaces las sanciones? ¿Suponían una salida a
la crisis? ¿Se vislumbraba una solución aceptable para la población en general,
la oposición democrática iraquí y el mundo en su conjunto? Estos temas no se
analizaron ya que para un sistema de propaganda eficaz era decisivo que no
aparecieran como elementos de discusión, lo cual permitió al presidente del
Comité Nacional Republicano decir que si hubiera habido un demócrata en el poder,
Kuwait todavía no habría sido liberado. Puede decir esto y ningún demócrata se
levantará y dirá que si hubiera sido presidente habría liberado Kuwait seis
meses antes. Hubo entonces oportunidades que se podían haber aprovechado para
hacer que la liberación se produjera sin que fuera necesaria la muerte de
decenas de miles de personas ni ninguna catástrofe ecológica. Ningún demócrata
dirá esto porque no hubo ningún demócrata que adoptara esta postura, si acaso
con la excepción de Henry González y Barbara Boxer, es decir, algo tan marginal
que se puede considerar prácticamente inexistente.
Cuando los misiles Scud cayeron sobre Israel
no hubo ningún editorial de prensa que mostrara su satisfacción por ello. Y
otra vez estamos ante un hecho interesante que nos indica cómo funciona un buen
sistema de propaganda, ya que podríamos preguntar ¿y por qué no? Después de
todo, los argumentos de Sadam Husein eran tan válidos como los de George Bush:
¿cuáles eran, al fin y al cabo? Tomemos el ejemplo del Líbano. Sadam Husein
dice que rechaza que Israel se anexione el sur del país, de la misma forma que
reprueba la ocupación israelí de los Altos del Golán sirios y de Jerusalén
Este, tal como ha declarado repetidamente por unanimidad el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas. Pero para el dirigente iraquí son
inadmisibles la anexión y la agresión. Israel ha ocupado el sur del Líbano
desde 1978 en clara violación de las resoluciones del Consejo de Seguridad, que
se niega a aceptar, y desde entonces hasta el día de hoy ha invadido todo el
país y todavía lo bombardea a voluntad. Es inaceptable. Es posible que Sadam
Husein haya leído los informes de Amnistía Internacional sobre las atrocidades
cometidas por el ejército israelí en la Cisjordania ocupada y en la franja de Gaza.
Por ello, su corazón sufre. No puede soportarlo. Por otro lado, las sanciones
no pueden mostrar su eficacia porque los Estados Unidos vetan su aplicación, y
las negociaciones siguen bloqueadas. ¿Qué queda, aparte de la fuerza? Ha estado
esperando durante años: trece en el caso del Líbano; veinte en el de los
territorios ocupados.
Este argumento nos suena. La única diferencia
entre este y el que hemos oído en alguna otra ocasión está en que Sadam Husein
podía decir, sin temor a equivocarse, que las sanciones y las negociaciones no
se pueden poner en práctica porque los Estados Unidos lo impiden. George Bush
no podía decir lo mismo, dado que, en su caso, las sanciones parece que sí
funcionaron, por lo que cabía pensar que las negociaciones también darían resultado:
en vez de ello, el presidente americano las rechazó de plano, diciendo de
manera explícita que en ningún momento iba a haber negociación alguna. ¿Alguien
vio que en la prensa hubiera comentarios que señalaran la importancia de todo
esto? No, ¿por qué?, es una trivialidad. Es algo que, de nuevo, un adolescente
que sepa las cuatro reglas puede resolver en un minuto. Pero nadie, ni
comentaristas ni editorialistas, llamaron la atención sobre ello. Nuevamente se
pone de relieve, los signos de una cultura totalitaria bien llevada, y
demuestra que la fabricación del consenso sí funciona.
Solo otro comentario sobre esto último.
Podríamos poner muchos ejemplos a medida que fuéramos hablando. Admitamos, de
momento, que efectivamente Sadam Husein es un monstruo que quiere conquistar el
mundo —creencia ampliamente generalizada en los Estados Unidos—. No es de
extrañar, ya que la gente experimentó cómo una y otra vez le martilleaban el
cerebro con lo mismo: está a punto de quedarse con todo; ahora es el momento de
pararle los pies. Pero, ¿cómo pudo Sadam Husein llegar a ser tan poderoso? Iraq
es un país del Tercer Mundo, pequeño, sin infraestructura industrial. Libró
durante ocho años una guerra terrible contra Irán, país que en la fase
posrevolucionaria había visto diezmado su cuerpo de oficiales y la mayor parte
de su fuerza militar. Iraq, por su lado, había recibido una pequeña ayuda en
esa guerra, al ser apoyado por la Unión Soviética, los Estados Unidos, Europa,
los países árabes más importantes y las monarquías petroleras del Golfo. Y, aun
así, no pudo derrotar a Irán. Pero, de repente, es un país preparado para
conquistar el mundo. ¿Hubo alguien que destacara este hecho? La clave del
asunto está en que era un país del Tercer Mundo y su ejército estaba formado
por campesinos, y en que —como ahora se reconoce— hubo una enorme
desinformación acerca de las fortificaciones, de las armas químicas, etc.;
¿hubo alguien que hiciera mención de todo aquello? No, no hubo nadie. Típico.
Fíjense que todo ocurrió exactamente un año
después de que se hiciera lo mismo con Manuel Noriega. Este, si vamos a eso,
era un gángster de tres al cuarto, comparado con los amigos de Bush, sean Sadam
Husein o los dirigentes chinos, o con Bush mismo. Un desalmado de baja estofa
que no alcanzaba los estándares internacionales que a otros colegas les daban
una aureola de atracción. Aun así, se le convirtió en una bestia de exageradas
proporciones que en su calidad de líder de los narcotraficantes nos iba a
destruir a todos. Había que actuar con rapidez y aplastarle, matando a un par
de cientos, quizás a un par de miles, de personas. Devolver el poder a la
minúscula oligarquía blanca —en torno al 8% de la población— y hacer que el
ejército estadounidense controlara todos los niveles del sistema político. Y
había que hacer todo esto porque, después de todo, o nos protegíamos a nosotros
mismos, o el monstruo nos iba a devorar. Pues bien, un año después se hizo lo
mismo con Sadam Husein. ¿Alguien dijo algo? ¿Alguien escribió algo respecto a lo
que pasaba y por qué? Habrá que buscar y mirar con mucha atención para
encontrar alguna palabra al respecto.
Démonos cuenta de que todo esto no es tan
distinto de lo que hacía la Comisión Creel cuando convirtió a una población
pacífica en una masa histérica y delirante que quería matar a todos los
alemanes para protegerse a sí misma de aquellos bárbaros que descuartizaban a
los niños belgas. Quizás en la actualidad las técnicas son más sofisticadas,
por la televisión y las grandes inversiones económicas, pero en el fondo viene
a ser lo mismo de siempre.
Creo que la cuestión central, volviendo a mi
comentario original, no es simplemente la manipulación informativa, sino algo
de dimensiones mucho mayores. Se trata de si queremos vivir en una sociedad
libre o bajo lo que viene a ser una forma de totalitarismo autoimpuesto, en el
que el rebaño desconcertado se encuentra, además, marginado, dirigido,
amedrentado, sometido a la repetición inconsciente de eslóganes patrióticos, e
imbuido de un temor reverencial hacia el líder que le salva de la destrucción,
mientras que las masas que han alcanzado un nivel cultural superior marchan a
toque de corneta repitiendo aquellos mismos eslóganes que, dentro del propio
país, acaban degradados. Parece que la única alternativa esté en servir a un
estado mercenario ejecutor, con la esperanza añadida de que otros vayan a
pagamos el favor de que les estemos destrozando el mundo. Estas son las
opciones a las que hay que hacer frente. Y la respuesta a estas cuestiones está
en gran medida en manos de gente como ustedes y yo.
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