La manipulación tecnológica y mediática vende un producto podrido, sabiendo que tiene una demanda y, por otro lado, trata de mantener y acrecentar esa demanda, evitando la dispersión de su clientela intoxicada, por E. Raúl Zaffaroni para La Tecl@ Eñe
...y en este caso de la imagen estamos hablando de Mercedes Vigil, una muy reconocida escritora e
intelectual oriental. Amén de sus posiciones ideológicas es notorio que esta mujer exhibe que la imbecilidad y el odio traspasan los juicios de la
erudición. Por supuesto que no está sola en la cruzada en la viña de la Patria Grande. El peruano Vargas, los argentinos Andahazi y Aguinis suelen acompañarla, acaso sacados por una liturgia igualitaria que no alcanzan a comprender..
Fuente:
La manipulación de
la llamada opinión pública es una cuestión de comunicación y está vinculada a
la tecnología comunicacional que ha profundizado su proceso de mercantilización
de los medios masivos iniciado en el siglo XIX hasta convertirlos en
corporaciones que representan los intereses de los chief executive officers del
corporativismo totalitario.
La regla de oro de la democracia es el respeto
al principio mayoritario, pero siempre en una sociedad
abierta, es decir, que un coyuntural resultado electoral no puede
negar los derechos de las opiniones minoritarias, porque se presupone que
estamos hablando de una democracia plural y no totalitaria (cfr. Peter Häberle, Europäische Verfassungslehre, Nomos,
Baden-Baden, 2006, p.299).
El principio general debe ser, pues, que la
mayoría no puede cancelar los derechos de la minoría, puesto que, de hacerlo
negaría el de la propia mayoría a cambiar de opinión. Esto sucede cuando el
principio mayoritario es entendido en sentido absoluto, dando lugar en su
límite extremo a una democracia totalitaria (Cfr. Livio Paladin, Diritto Costituzionale, Padova,
2006, p. 263), como en la vieja constitución soviética, toda vez que esa
pretendida democracia no garantiza la posibilidad de alternancia en el poder
(cfr. Enrico Spagna Musso, Diritto
Costituzionale, Padova, 1992, p. 151).
Por supuesto que no hay democracia cuando se
burla directamente el principio mayoritario, como es el caso del fraude
electoral, padecido en la Argentina antes de la llamada ley Sáenz Peña, o
cuando se proscriben partidos o fuerzas políticas, como al radicalismo en los
años treinta o al justicialismo después del golpe de 1955. Pero también se la
pone en peligro cuando ardidosamente se manipula la expresión mayoritaria con
engaños acerca de la realidad, lo que desde siempre fue objeto de preocupación.
La manipulación de la llamada opinión pública es
una cuestión de comunicación y, como tal, está vinculada a la tecnología
comunicacional de cada época. Esto preocupó desde el origen mismo de la
democracia contemporánea, cuando a fines del siglo XVII, la prensa, es decir,
los periódicos, eran la principal fuente de información. Las constituciones y
las leyes de la época dan cuenta de la preocupación por preservar su
pluralismo.
Pese a las conocidas disposiciones legales que
garantizaban la libertad de expresión del pensamiento y de prensa, los
periódicos fueron mercantilizándose,
es decir, que dejaron de ser las hojas impresas por ciudadanos o pequeños
grupos -como El amigo
del pueblo de Marat y
muchos otros-, para pasar a ser una mercancía producida comercialmente.
Debido a eso, en el curso del siglo XIX,
conforme a las reglas del mercado, fueron dejando de ofrecer al público la
mejor información, para ofrecerle lo que tiene más demanda, es decir, lo que
más vende. Por otra parte, es natural que las empresas comerciales, a medida
que acumulaban capital, se abstuviesen de promocionar todo lo que fuese
contrario a sus intereses mercantiles y de clase.
La aparición de otros medios de comunicación
masiva, como la radiotelefonía, también en principio dio la impresión de ser un
instrumento que permitía evadir el cerco de las empresas periodísticas y
dirigirse a un público mucho mayor. Se creyó que establecer un contacto
auditivo era algo muy positivo para la democracia.
Así fue como Roosevelt la empleó en su momento, para difundir
de New Deal. Pero
de inmediato también Hitler se valió de ella para hacer llegar su voz a toda
Alemania, mientras Göbbels sintetizaba los perversos once principios de esa
propaganda, que hasta hoy resumen la estrategia clave para cualquier
manipulación mediática que procure una creación de realidad totalmente falsa.
En 1938, la broma de los marcianos de Orson Welles, puso en evidencia el
potencial creador de realidad de la radiotelefonía.
La televisión generó también nuevas
expectativas democráticas, porque se pensó que, al mostrar imágenes reales, era
menos manipulable que los meros recursos escritos y auditivos. Al poco tiempo
se advirtió que quien poseía la cámara era quien decidía qué mostrar y hasta
dónde hacerlo, pero que producía en el espectador la sensación de estar viendo
la totalidad del hecho.
La televisión permite una arbitraria
segmentación de la realidad, lo que no es más que una creación de realidad,
pero con mayor poder de convicción. Uno de los más claros ejemplos de este
recurso por parte de nuestra televisión hegemónica fueron las recientes proyecciones
de algunas personas violentas en medio de multitudinarias concentraciones
pacíficas, pero cuya masividad se ocultaba, de modo que, aunque en la realidad
existía esa concentración, se construía una realidad diferente, de grupos de
violentos causando desorden y daños.
Con la revolución tecnológica de fines del
siglo XX, comenzó la comunicación electrónica y las redes crearon la
expectativa de una alternativa plural. Incluso cuando el gobierno español del
momento, en vísperas de una elección, quiso imputar un gravísimo atentado a una
organización política violenta, ocultando que había sido perpetrado por una
organización terrorista motivada por la política exterior del propio gobierno,
fue la comunicación electrónica la que impidió el grosero embuste e hizo perder
las elecciones al partido oficialista de entonces.
Pero a poco vimos que se organizaban equipos
destinados a meterse en las redes (troll), enviar
mensajes simulando ser ciudadanos, asumir identidades falsas, difundir noticias
falsas (fakenews), injuriar, estigmatizar y difamar sin límites. De
este modo, el poder corporativo se apoderaba del nuevo medio, no sólo para
neutralizarlo, sino incluso para usarlo como una nueva tecnología de creación
de realidad.
A poco andar, las supercomputadoras permitieron
el manejo de los big
data, o sea, de
enormes volúmenes de información. Los datos personales de millones de personas
se convirtieron en una mercancía buscada afanosamente por la publicidad
comercial, a la que posibilita una orientación muy personalizada, dirigida a
grupos de destinatarios particularmente susceptibles a la atracción de los
productos y cuyas preferencias se detectan mediante ese manejo privilegiado de
enormes volúmenes de información personal.
Esta tecnología destinada a las grandes
empresas, de inmediato se percibió que era extremadamente útil en campañas
electorales, pues permite detectar hacia quiénes deben orientarse los mensajes,
al tiempo que sólo puede ser utilizada por quienes disponen de la capacidad
económica necesaria para acceder a esa tecnología. Por otra parte, tiende a
sepultar toda privacidad.
De este modo se llega hoy a un nivel de
creación de realidad mediática que cae en el absurdo, hasta el punto de que,
por momentos, parecería psicotizar a la sociedad, alterando en gran medida la
sensopercepción de los habitantes. Si fuese cierta la invasión marciana de
Welles, es posible que a buena parte de la población se le hiciese creer que
son los enanitos de Blancanieves.
Se proclama la bonanza de las cifras
económicas, cuando el país se endeuda en cantidades astronómicas y a la
velocidad de la luz. Se declara la guerra a
la corrupción por cohechos pasivos, preservando la impunidad de los autores de
los cohechos activos y, como si esto fuese poco, se muestra al Estado como corrupto
(por lo cual sería necesario achicarlo)
y al capital financiero como moralmente virginal. Se minimizan las noticias de
funcionarios con sociedades offshore y se naturalizan sus fortunas en el
exterior, se blanquean los productos de la evasión fiscal, es decir, se trata
de que la población ignore el fenómeno de la corrupción
sistémica en que
estamos inmersos.
¿Cómo se llegó a esta situación, que permite
alucinar una realidad construida y distante del mundo real? En definitiva y más
allá de los cambios tecnológicos, se trata de la continuidad de la
mercantilización de los medios de comunicación que comenzó en el siglo XIX. Con
el proceso de concentración de capital y, en particular, con la hipertrofia del
aparato financiero sobre el productivo, los medios se convirtieron en
corporaciones, cuyos intereses coinciden con los que representan los chief executive officers del corporativismo totalitario, hasta
devenir una parte indispensable de su entramado.
A lo largo de este proceso de dos siglos, es
dable observar que cada nueva tecnología de comunicación, al principio sirvió o
se creyó que servía a la democracia plural, pero a poco cayó en manos de
quienes estaban interesados en distorsionar a esa democracia y ponerla en serio
peligro o destruirla.
No debe sorprender esta dinámica a quien la
compare con la que rige en la prevención y represión de la criminalidad, lo
que, por cierto, es bastante sugerente. En ese campo, toda nueva tecnología
destinada a la prevención y combate al delito, a poco es incorporada por los
criminales, que la emplean para delinquir mejor.
El automóvil, la electricidad, las armas de
bolsillo, las largas, las de repetición, los explosivos, el teléfono, la
radiotelefonía, la telefonía digital y muchos más, en principio, entusiasmaron
a la criminalística por su posible capacidad preventiva, pero a poco se
incorporaron a la tecnología criminal y, por ende, sólo sirven para combatir a
los criminales más torpes, que tecnológicamente quedan retrasados, al igual que
lo que tiene lugar en el mercado, donde son eliminadas las empresas que padecen
igual atraso.
No es esto nada diferente de lo que sucede en
las democracias con los cambios tecnológicos que, al surgir, entusiasman a los
democráticos, pero al poco tiempo son empleadas por quienes corrompen o
neutralizan a las democracias.
Desde la perspectiva de los arcos temporales,
se trata de un proceso en que los criminales corren tecnológicamente detrás de
las policías y, si lo llevamos al plano de las democracias plurales, no podemos
ocultar la impresión de que los totalitarismos corren en tecnología detrás de
las democracias.
Ante este fenómeno, es bastante claro que las
instituciones democráticas no reaccionan con suficiente rapidez frente a los
desafíos de los cambios tecnológicos que las amenazan. Es claro que padecemos
un atraso institucional democrático frente a los avances tecnológicos. En ese
sentido, vivimos una clarísima disparidad o diacronía entre la velocidad con
que se incorporan nuevas tecnologías para desvirtuar a las democracias y la
reacción institucional de éstas para defenderse.
Buena parte de esta diacronía obedece a que la
manipulación no es ahora nacional, sino transnacional, pero el derecho
internacional no la ha encarado con seriedad hasta el presente, sin duda debido
al juego de intereses corporativos que, obviamente, opera en ese nivel. Esto es
grave, porque la idea de democracia plural y de sociedad abierta, en
definitiva, es inescindible –como presupuesto- del avance de los Derechos
Humanos en el plano de la realidad social.
En el orden interno de los Estados, se sabe
que el poder de manipulación mediática no es infinito, o sea, que no puede
inventar la realidad sin límites, sino que se limita a la vieja técnica völkisch o populacherista, que
consiste en detectar los peores prejuicios sociales discriminatorios,
profundizarlos y montarse sobre ellos al estilo del siempre recordado Göbbels.
Entre paréntesis y de paso, cabe insistir en que no debe confundirse la
insidiosa táctica populachera con nuestros populismos, salvo
por una mala traducción. Estos últimos son movimientos de ampliación de la base
de ciudadanía real, lo que no tiene nada que ver con aquella, pese a la
confusión de los autores del hemisferio norte.
Volviendo a la táctica sucia, es dable
observar que, entre sus limitaciones, cuenta la de impactar principalmente
sobre ciertos sectores sociales, porque la famosa y reiterada consciencia de clase del
marxismo tradicional, en realidad no existe. Las clases más humildes de
nuestras sociedades se encuentran sometidas al incremento de conflictividad
violenta, que lleva a que criminalizados, victimizados y policizados
pertenezcan por igual a ellas. Mientras se maten entre ellos, no tendrán
posibilidad de dialogar y coaligarse, y eso es lo que fomentan quienes procuran
mantener el actual nivel de alta estratificación y exclusión sociales.
El impacto de la manipulación tecnológica de
la población recae en particular sobre las llamadas clases medias, que
siempre requieren de una clase subalterna de la que distinguirse y a la que
rechazar y odiar, imputándole todas sus frustraciones. En su afán de pretendida superioridad moral, producto
de su soberbia meritocrátrica,
que las lleva a imitar los gustos y modas de sus envidiadas clases ricas y a
identificarse ambivalentemente con ellas, desarrollan un odio que las hace
víctimas favoritas de la manipulación. En
este sentido, es necesario convenir que, en nuestras sociedades muy
estratificadas, la única que tiene consciencia
de clase es la de los que concentran riqueza.
Pero las clases
medias no responden hoy a su condición económica, pues en
nuestras sociedades sus límites son difusos y, por ende, su composición es
heterogénea y bastante fragmentada, de modo que, si bien en ellas hay sectores
más vulnerables a la manipulación, hay otros que van abrigando dudas acerca de
la realidad construida por los medios y también, aunque minoritarios, tampoco
faltan sectores críticos.
Estos sectores críticos se amplían en función
de la información y formación que proporciona la educación pública, de modo que
los intereses corporativos perciben su crecimiento como un peligro. Por eso, la
reducción presupuestaria a las universidades nacionales, el privilegio de la
enseñanza privada, el consiguiente descrédito de la enseñanza pública y la continua
estigmatización de los docentes, es algo perfectamente armónico con los
intereses del totalitarismo corporativo financiero.
En
definitiva, se trata de un cercamiento armónico por parte del poder financiero
transnacional: por un lado, se vale de la indefensión institucional de las
democracias plurales frente al uso de las nuevas tecnologías de comunicación,
pero por otro, busca debilitar y contener el crecimiento de los sectores
críticos de las llamadas clases medias en
nuestras sociedades. Se trata de una cuestión de mercado: vende un producto podrido,
sabiendo que tiene una demanda y, por otro lado, trata de mantener y acrecentar
esa demanda, evitando la dispersión de su clientela intoxicada.
Fuente:
La Tecl@ Eñe
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