Genealogía del orden
Por Raúl Lemos, Miembro fundador e integrante de la Mesa
Provincial del Partido Solidaridad e Igualdad, para La Tecl@ Eñe
El aval que esta sociedad fracturada le está
dando al estrago sin solución de continuidad con uno de los períodos de mayor
creación y revalidación de derechos de nuestra historia, causa la misma
perplejidad y estremecimiento que el ofrecimiento de Bernardino Rivadavia para
mediar entre el Ejército de los Andes de San Martín y los realistas españoles
del Alto Perú sitiados por él en Lima.
Hay algo presente que escapa de manera sutil a la constatación
directa y llana, que cíclicamente emerge y no puede ser sólo explicado con el
expediente de la reacción a lo anterior.
También es tentador, y común, descifrarlo desde la lógica del
poder por vez primera unificado, observando la diestra (en ambos sentidos)
utilización de estrategias de marketing y las herramientas de comunicación y
dominación globales, de cuyos algoritmos no podíamos ser excepción; pero no
alcanza. Y aún de manera más concienzuda, aunque forzando la línea argumental,
de que una parte neurálgica de las consciencias, las “moderadas”, fueron
convencidas que en 2015 estábamos muy mal, y luego que los fabricantes
efectivos de ese mal durante todo 2016 no solo no eran los responsables, sino
por el contrario eran parte de la solución que en 2017 o más adelante estaría
por comenzar. Si así fuera, con más razón cabría escrudiñar la construcción
antropológica, histórica y sociológica de nuestro ser para comprender la
consumación de una conspiración que nos otorgaría el raro privilegio de país
más intrigante del planeta. No obstante, qué es extraño no hay dudas y que
viene de muy lejos menos.
Partiendo de la cadena irreductible de que hoy somos esto porque
antes fuimos aquello, resulta útil para comprenderla tirar de la punta del
ovillo de la persistente falacia discursiva disfrazada de deber protestante,
que trae consigo un orden, mamado en el Newman por la elite parasitaria
argentina, que es evidente ha calado muy hondo.
Una de las peores subestimaciones que se les puede ofrecer en
bandeja a estos expertos en el arte de la apariencia, es creer que los eclipsa
la misma debilidad por el lujo y los inventos por las que nuestros antepasados
españoles prodigaban a Inglaterra y Francia el oro y la plata saqueados de
América. Es de mayor hondura que eso y explica su deseo irresistible de anexión
a ese mundo, cediéndoles todo sin exigir nada. La entrega del alma que obra en
sus mentes es una penetración mucho más fina, rastreable en la sonrisa y el
placer ostensibles de niño colmado de felicidad que embargaba al presidente
junto a Trump. El norte de su imaginario coincide con el cardinal situado en
Londres o New York. A eso anhelan pertenecer, del mismo modo que una clase
media pacata delira con parecérseles a ellos si es que pueden sobrevivir al
purgatorio al que la están sometiendo; el resto, que engrose el ejército
esclavo de una cultura extraña en su propia tierra.
Con una subestimación de la inteligencia que parece guionada para
una sátira sobre el poder y la superchería, su consciencia aunque hoy
diversificada, fue parida allá lejos por una barbarie ancestral que arrastró y
exhibió como trofeos a los sobrevivientes de los pueblos originarios luego de
diezmarlos en la Conquista del Desierto.
El presidente tiene dentro de su estirpe, un gen que desentona con
la casta materna terrateniente a la que con ostensible intencionalidad declamó
su pertenencia ni bien asumió, con regalos contantes y sonantes que entregó en
nuestro nombre; como si la sangre fuera el calzado que se elige cada mañana.
Lo mandaron al Newman por títulos de nobleza,
adónde llegó charolado y con piel durazno para sufrir una humillación
educadora. Y ahora actúa para esa tribuna selecta a despecho de un padre
castrador, con una mezcla sajona, cuya letra como decía Sarmiento, entró con
sangre en el bullying del colegio, otra calabresa que lo entrenó para la
transgresión…. y la terrateniente, cruenta y depredadora expuesta en estos días
sin miramientos contra los Mapuches.
A los llamados para ocupar lugares relevantes
y más en política, la propia historia les marca a golpe seco el camino y les
elige la compañía. El caso de Macri es como el de esos príncipes endebles del
Medioevo que vemos en las películas mandando desgraciados a la horca para
parecer fuertes frente al griterío de la horda clamando por orden.
Lo que siempre nos ha costado dilucidar es la combinación de
factores en la constitución de nuestra subjetividad, que les ha permitido
trastocar la historia y adulterar la intimidad del pueblo con sus propios
íconos, aunque más no sea para desfigurarlos.
Sin dudas que es algo que nos viene de lejos. Que es una puerta
secreta en el ADN de nuestra identidad que facilita el ingreso de depredadores,
ora calculado ora espontáneo, para cambiar cables y conexiones que neutralicen
defensas.
En cualquier comunidad, en tanto tal, el valor más preciado es el
orden. Orden por oposición a caos en su versión más extrema. Sobre ella seguro
se hilvanó la vida de los primeros grupos de neandertales o lo que fueren,
entre los fenómenos incontrolables de la naturaleza y la acechanza de
depredadores. De esa debilidad hecha fortaleza tampoco quedó excluida la matriz
victimaria de nuestra especie y fue ella la que alimentó la semblanza
conjetural de que no hay peor animal que el ser humano acorralado. Pero también
la certificación de que no hay pulsión más fuerte en la especie que el poder,
incluso más que la vida y la libertad (Nietzsche).
Desgraciadamente, por cuestiones geográficas e históricas que se
yuxtaponen, el orden, de por sí el valor más determinante para la especie en
punto a lo gregario, ha encontrado en estas latitudes su propia significación.
Primero de manera brutal con el exterminio de los pueblos originarios y la
apropiación de sus tierras en el siglo XIX. Continuando en la centuria
siguiente con los golpes de estado restauradores y conservadores de aquel poder
frente a la amenaza que representaba la avanzada del yrigoyenismo con el
sufragio universal y la subsiguiente del peronismo que se constituyó como
bloque social hegemónico.
Por ello, la noción del orden que anida en el inconsciente
colectivo está identificada estructuralmente con la misma con que se enmascaró
el poder real en la Argentina para constituirse como tal y por eso es el ariete
más eficiente de la derecha. Orden y poder de la mano. Y reforzado con los años
por un contexto en que la macrocefalia poblacional de la Argentina, de por sí
refractaria a un orden más racional y sustentable del territorio, dispara
flashes de esa desmesurada y conflictiva densidad a los puntos más o menos
alejados, que lo miran por TV.
Pero no todo es tan mediato y distante en el tiempo. Más acá, en
la renovada etapa democrática, la hiperinflación de 1989 no casualmente
temprana, estrenó el nuevo paradigma de dominación de la secuencia iniciada con
la Conquista del Desierto y continuada con los golpes en la siguiente centuria.
Fue el comienzo de un nuevo acto en la prolongada tragedia nacional bajo el
yugo del miedo, pero esta vez provocando el desorden. El riesgo físico que
emanaba del autoritarismo de los golpes militares, mutó en riesgo por el
desabastecimiento, la privación del consumo, la precariedad y el desamparo
ocultos en los pliegues de las imágenes de los saqueos repetidas por las usinas
del poder que tronaban caos.
Sus fuegos fulguraron en el cielo y paralizaron las expectativas
transformadoras de la renaciente democracia trocándolas por la bomba de consumo
y entrega del patrimonio social de los noventa que estalló en mil pedazos en el
2001. Todo junto en un combo de Mc Donald. Allí se consumó una nueva extorsión
reforzando el trauma del desorden transmitido hasta nuestros días de piel en
piel, de generación en generación, cual reflejo de Pavlov listo a dispararse a
la menor amenaza, real o no. La zanahoria y el garrote.
Con esa trama así urdida por el poder real, llegamos a este
presente en que asociar libertad con desorden e inseguridad se volvió además de
natural pan comido para el periodismo de guerra.
Nuestra especie conoce tres formas para mitigar la angustia que
depara la certeza de un día ya no estar: religión, creatividad y consumo.
Depende de los recursos materiales, su historia y la propensión cultural
que posee cada sociedad, la preeminencia de alguna de esas formas en el forjado
del espíritu de una nación.
Antiguamente la fragilidad humana ante la naturaleza era fuente
inspiradora de dioses a quienes temer y adorar, y el agrupamiento, la
organización y la creatividad, más precarios. Ya en la cristiandad el dios fue
uno y en la contemporaneidad las masas confinadas al templo del capitalismo: la
fábrica.
Por estar naturalizado como lo geográfico y por el avance que
provocó el conocimiento y el desarrollo de la tecnología que forzó el
positivismo del siglo XIX, el recurso material es tal vez el menos considerado
en las meditaciones acerca de la producción de la subjetividad, a la vez que
ambivalente para inducir estímulos en un sentido o en otro. Valiosos o no.
Para poner esta cuestión en perspectiva, a un país como Estados
Unidos, el atributo común con el nuestro de la riqueza natural aunque con otros
condicionantes, lo ha llevado a ocupar el rol de primera potencia. Y a Canadá y
Australia países entre los de mayor calidad de vida en el mundo. Mientras, en
el otro extremo, a nuestro imaginario colectivo le ha servido para descansar
indolentemente en el espejismo de que ninguna crisis es tan terrible y que
siempre se puede tirar un poco más de la cuerda para satisfacer deseos.
Sospechosamente los mismos que la clase dominante le fue privando a las
sucesivas oleadas inmigrantes, y a la sociedad misma, conforme se fue
consolidando, a lo largo de casi siglo y medio. Incorporándole como anormalidad
dentro de los límites de lo aceptable o necesario los derrocamientos, los
fusilamientos, la desaparición masiva de personas, los golpes económicos y la entrega
de su patrimonio social, para llegar a este presente ominoso por vez primera
auto medicado en democracia.
La primera operación masiva de esa saga en 1878, el exterminio de
los pueblos que ya estaban en este suelo, también aconteció en otras partes al
paso demoledor de la civilización. Solo que acá, además fue precursor y
ejemplar en la imposición de un patrón de acumulación en que la primera
víctima, inexorable, fueron esos pueblos y después la sociedad misma que se
amasó en esa dinámica depredadora hasta convertirse en su propia victimaria. No
es casual que aún al presente no sea esta una cuestión saldada con nuestra
historia y con los descendientes de ellos como se registra en todo el
territorio. Y tampoco lo es, la saña que importantes capas medias aceptan
destilarles inducidos por la propaganda oficial. Allí está el huevo de una de
las peores serpientes y no sorprende que a esta sociedad le cueste más mirarse
en ese espejo como víctima con pertenencia a una clase que victimario con
consciencia diluida de ella.
En suma, a la experiencia social y política en curso no le falta
nada, ni siquiera la quimera de que los eventos de Chubut sean el epílogo de un
ciclo de orden y poder que se inició en 1878 y cuyo final aún está abierto.
De la tres formas que posee cualquier sociedad para mitigar su
angustia existencial y cuya proporción definen su calidad, el contexto
esbozado, con recursos materiales diversos y sobreabundantes, una historia
demarcada por el pillaje de las elites sustentado culturalmente en el sentido
del orden que reside en el inconsciente de la clase media, nos arroja a las
fauces del consumo, convirtiéndonos en una intrínsecamente vulnerable a los
remesones económicos que ese cuadro necesita para retroalimentarse. El mismo
consumo que pródigamente practicaban nuestros ancestros españoles con la
política de la Gula gracias al oro y la plata con sangre extraídos de las minas
del Potosí.
Y también tenían la Santa Inquisición. Para garantizar un orden
que no era solo religioso.
Está bueno el artículo, pero ¿me pasa a mí nomás que tengo que leer dos o tres veces la misma oración hasta entender lo que quiere decir?
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