El coaching supone la desaparición de la conciencia trágica del político substituyéndola por una forma vacía de la comunicología. Maquiavelo y el “coaching” Por Horacio González para La Tecl@ Eñe
Fuente:
El Príncipe presupone un problema semejante al del
“coaching”, pero las escrituras de Maquiavelo y las técnicas del entrenador
político contienen una profunda incompatibilidad. La obra clásica percibe
la trama desesperante de la política mientras que el coaching supone la
desaparición de la conciencia trágica del político substituyéndola por una
forma vacía de la comunicología. Contra estas mixtificaciones también se
deberá votar en Octubre, afirma González.
La desafortunada presencia del
coaching en nuestro país, y en todo el mundo, presenta la improbable cuestión
de operar un gran reemplazo de las sensibilidades políticas clásicas por la
invención artificial de sujetos. La política, el psicoanálisis, la idea de
autoconciencia, de libertad, de indeterminación reflexiva y de filosofía en
todas sus variantes (tiempo, ser, dialéctica, inmanencia, trascendencia), todo
puede ser sustituido por esta práctica tan extendida como irresponsable,
revestida por el Tao Te King como por los viejos manuales de Dale Carnegie.
Conviene refrescar las escrituras de Maquiavelo al respecto, pues El Príncipe presupone un problema semejante al del
“coaching”, pero apenas pronunciamos estas dos palabras, vemos
su profunda incompatibilidad. La obra clásica percibe la trama desesperante de
la política, a sus protagonistas rondando todas las paradojas del tiempo y la
decisión, mientras que el coaching supone la desaparición de la conciencia
trágica del político substituyéndola por una forma vacía de la comunicología.
El Príncipe de
Maquiavelo es un tratado sobre las paradojas necesarias que habilitan la
posibilidad de enseñar. Enseñar y no comunicar son
las consignas del y para el Príncipe, donde el conocimiento aparece siempre
como una complejidad esencial. Quien quiere el conocimiento debe
conocer los obstáculos para obtenerlo. En el prólogo de este fundamental
escrito aparece el sugestivo ejemplo del pintor, que para pintar debe mirar la
montaña desde el llano y viceversa. Maquiavelo intenta así precaverse de que se
lo considere jactancioso al ofrecer una guía a los príncipes. Pero en realidad
está anotando una consideración sobre un problema esencial: ¿quién puede
sentirse habilitado para sostener un conocimiento? ¿El que al mirar puede
persistir en el lugar original a partir del cual mira? ¿O la mirada debe ser un
desplazamiento incesante que se reduzca, ni más ni menos, a no ser otra cosa
que la crónica de su propio desplazamiento? El conocimiento, así, no puede ser
el ideal del autoconocimiento de la filosofía de los siglos posteriores, sino
la prueba que sólo puede conocerse un desconocimiento de sí. Y a partir de allí
fundar un mundo pedagógico. El
coaching es lo contrario: la conciencia está obligada a ser lo que nunca es,
eliminando el tejido paradójico en nombre de convertir a alguien a la
servidumbre voluntaria, a un simulacro comunicacional y a una pseudo dominación
dominada.
Mira Maquiavelo al
príncipe desde abajo, pero implícitamente describe y de hecho asume él mismo la
mirada del propio príncipe, que debe ejercerse desde arriba. Mira así el autor
de El Príncipe dos veces. Por él mismo y por el príncipe, su gran creación
ficcional, que mira y es mirado cuando mira, desde un mirada que se encuentra
así en un doble juego: desde abajo hacia arriba y desde arriba hacia abajo.
Mecanismo incesante, sin fin. Maquiavelo desdoblado en príncipe sin serlo y el
príncipe de Maquiavelo desdoblado en Maquiavelo sin serlo. Es una misma persona
que fusiona todo, y de este modo define la inadecuación permanente del
intelectual, en épocas en que ésta palabra no existía.
El príncipe es el que puede ver al propio autor del libro, a Maquiavelo,
en su “humilde posición”, sufriendo “el grande y continuo rigor de la mala
suerte”. En la mirada del
príncipe, que secretamente es la que Maquiavelo presenta como suya,
simultáneamente desde encima y desde la planicie, están insinuados casi todos
los temas de El Príncipe. Y también de su escritura, que será sin “frases
elocuentes, ni palabras pomposas, ni esos primores de estilo”. Es porque juega
lo que, por así decirlo, llamaríamos una mismidad ocular, el príncipe son
creaciones de la posición de mirada de Maquiavelo, fantasmagorías visuales que
quizás por eso se animan a desmerecer la escritura –sin elocuencia ni pompa
dice- cuando en realidad es una escritura profundamente vivaz y certera, como
un flechazo que una y otra vez clava en el blanco. Es un Libro Renacentista de
Horas. Pero antes que para la meditación del príncipe, es al revés, un libro
que escribe el propio Príncipe, su conciencia destrozada, investida en un
nombre mitológico –pero que en verdad ha existido. Llamado Maquiavelo. Así, este
libro es la historia de los pasos dolorosos que da el conocimiento. Si se presenta a la figura mitológica
de Quirón como educador, alguien que ejerció su tutoría sobre Aquiles –siendo
el educador un centauro, mitad hombre, mitad caballo-, y que Maquiavelo no
desdeña porque ve en él el remolino conjugado de fuerzas que se invocan
mutuamente, el deseo de agresión y las fórmulas que lo llevan a auto-contenerse
en la creación del Estado.
La misma dualidad tienen el escritor y el Príncipe, que son desiguales y
al mismo tiempo semejantes. Puede juzgarse la
dispar suerte de ambos, entre el esperanzado Lorenzo de Médicis, y el
amargado Maquiavelo. Cara y cruz del concepto de fortuna, uno de los motivos
del libro. El Príncipe es el libro que mira, es el príncipe mirado y que a la
vez mira con la mirada de Maquiavelo, que lo ha informado de vida. El Príncipe
posee una difusa antigüedad como base social inexpugnable –como lo comprobó el
duque de Ferrara resistiendo al papa Julio II- que permitiese sobrellevar las
inclemencias de la guerra. ¡Pero no es eso lo que Maquiavelo busca! El príncipe
se escribe justamente porque no serán esas situaciones estáticas las que
predominen o las que se añoren. El príncipe es la apología de lo que siempre
estará de más, el despojo menudo, de la pestaña sobrante, gratuita, en la que
la cadena de transformaciones va a apoyarse. Se apoya en una saliencia, en una
sobra, en una nada.
Maquiavelo nunca nos deja creer que actúa asumiendo un único punto de
vista. Su texto cambia de manos repentinamente, como si lo hubiera
tomado en un golpe de efecto otro poder gramatical, pronominal o sintáctico. Y
así, cuando al principio nos parece que trata de los inconvenientes de
cualquier ocupación porque el pueblo va a resistir, pronto nos obligará
abruptamente a considerar el punto de vista del ocupante. ¿Cómo no perder
entonces las tierras ocupadas? Es favorable el hecho de que se trate de una
anexión donde no hay diferencias idiomáticas y la variedad de costumbres pueda
ser respetada. Pero además, se debe extinguir la dinastía de los antiguos
príncipes. El clima de la matanza está aquí insinuado, apenas velado bajo las
cautas enunciaciones de una sentenciosa “ciencia política”. El trasfondo del
príncipe es cruel. ¿Es más o menos cruel cuando se insinúa apenas o cuando se
describe con crudeza? Gramsci opina que la crueldad es la que se aplica en los
ámbitos de las elites principescas, y que Maquiavelo escribe para develarle al
pueblo esos estilos sangrientos. No nos parece tan solo eso.
Todo El Príncipe está escrito en un tiempo presente en el cual se
repliegan el conjunto de figuras arquetípicas del pasado y del futuro. De ahí lo absurdo de ganar tiempo, de
beneficiarse con el paso del tiempo, esperando que las heridas cicatricen o que
la sangre no llegue al río. No, el tiempo es sólo heridas, forma real del
conflicto presente. Y la acción sólo se basa en la virtud de su actualidad, que
será permanente y crispada. Maquiavelo forja la cadena del tiempo, pero para
poder arrojarlo en la densidad del tiempo actual. “El tiempo todo lo oculta”,
escribe. ¿Qué quiere decir? Sin duda, que la verdadera voluntad política no
debe hacer apuestas vagas al futuro. El tiempo es una serie de ahoras.
Contrariamente, jugar a una alianza con el tiempo es lanzar al vacío la
capacidad de decidir, es exponerse a la inacción. El príncipe vaga sin tiempo
por la historia, igual que el Dios de Spinoza, que muestra cómo la religión
revelada no es una verdad histórica, y los milagros y los relatos de los
profetas no son realidades sobrenaturales causadas por Dios (si Dios y la
Naturaleza son lo mismo, Dios no puede actuar contra las leyes de la
Naturaleza, que es él mismo) sino una mitología que se presentó al pueblo
hebreo de forma fantástica por la imaginación de los profetas como una manera
sencilla de que comprendieran verdades universales, como la necesidad de
obedecer las leyes que constituyen el Estado, y la de que la verdadera religión
consiste en la práctica de la caridad y la justicia.
También entendemos,
del mismo modo, cómo Gramsci modifica esta perspectiva, y revoluciona la
lectura de El príncipe al hacerlo surgir no como una entelequia anterior al
pueblo, sino a partir de su mismo contorno pasional, como mito conjugado entre
dos hemisferios, pueblo y príncipe. Son mitos humanizados que no sólo no impiden
el discurso vital, inteligible y movilizante, sino que rechazan la pobre
exterioridad de coaching sobre el político, al que sólo lo inviste de levedad y
chatura. Las banalidades del coaching son una mezcla irresponsable de
orientalismo abstracto, un paradojalismo controlado con aparatos y mediciones
avasalladoras de las personas (focus group) y una teoría de sujeto dominado por
medio de la felicidad de sentirse ilusoriamente próximo del Príncipe.
La apología duránbarbiana del acto de “pasar desaparecido y ahorrar
palabras”, no sólo es una impostura por las deficiencias de su
explicación sobre esta “santidad” del político, sino porque lo único que puede
salvar a la civilización política es que aún haya palabras para poder exorcizar
las imágenes. No es cierto, como él dice, que los bolsos de López –el
monasterio, las armas, el dinero, la política, la teología de la carne
corrupta-, sean una forma superior de comunicación. Son un ícono religioso o un
mito contemporáneo que carga arcaísmos de tal magnitud –incluso los que se
refieren a hechos reales-, que sólo pueden analizarse y desmenuzarse en su
carga semántica por las convenciones de las tradiciones del entendimiento
crítico y los juicios trascendentales, que emanan del lenguaje que vincula
historizadamente con las imágenes. Todo lo que el coaching desea evitar
construyendo utopías donde se mezclan el crudo empirismo (para ganar hay que
comunicar) y el utopismo más oportunista (el que gana inesperadamente refuta
cualquier teoría anterior, incluso las teorías comunicaciones).
Es obligatorio en el coaching, apelar a arcaísmos mitológicos, pero de
naturaleza vulgar y profundamente equivocada, pues en él
tienen características darwinistas, que no son las que convienen a
la idea de la verdadera suavidad con que los mitos democratizan –bien
entendidos- la acción política. En Duran Barba y su libro La política en el
siglo XXI, por el contrario, los mitos son primitivismos salvajes a los que no
percibe en el interior mismo de su obra. Por ejemplo. “De los mordiscos que se
infligían los machos cuando disputaban el poder en la horda, heredemos el deseo
irracional de que los líderes se enfrenten de modo violento. La lucha satisface a nuestros instintos, aunque
después no votamos necesariamente por los gladiadores. Durante
muchos años hubo periodistas que exigían que Macri atacara a Cristina Kirchner
argumentando que si no se apuraba en hacerlo nunca sería el líder de la
oposición. Era posible comunicar que el líder del PRO enfrentaba al
kirchnerismo con otros modelos de comunicación, como lo demostró su triunfo en
las elecciones. Desgraciadamente el enojo nubla la mirada de muchos de nuestros
líderes. Se ha generalizado la intolerancia, muchos presidentes no se saludan
con sus predecesores y los candidatos desprecian a sus adversarios. Eso no
ayuda ni a ganar las elecciones ni a la construcción de un país mejor”.
Este freudismo de
cuarta categoría cuenta la historia del mito de la agresión superada por el
saludo entre adversarios, lo que es una interpretación vulgar y marketinera de
un problema profundo. La sociedad tiene violencias específicas que
no implican un retroceso a la horda primitiva. Son conflictos
que se explican por una historicidad específica. Otra cosa es retener la
injuria fácil y convertirla en argumentos. El proceso del argumento es
esa sublimación, si se me permite simplificar con un término serio pero con un
fuerte lado vulgar, que nuestro amigo Barba podría en este último sentido
perfectamente adoptar. La “comunicación” aparece como el remedio contra
los bárbaros de las dentelladas. El coaching así es la “civilización”, la
palabra cauta y la inocencia del poder que controla las pasiones, pero al
precio de elevar el conductismo al carácter de una ciencia que venció al mito.
El conductismo es una pobre medida de acción y reacción, que convierte en
lineal la comunicación (“interacción entre organismos”) y en brutal el uso de
los símbolos. El coaching altera las sabidurías políticas de antiguos y
modernos y tiene –eso sí- el componente de tensión entre Escritor y Príncipe,
que había en Maquiavelo. Pero elimina toda contradicción, todo enigma, toda la
aventura del pensar en nombre de paradojas que en realidad tienen la forma de
avivadas y astucias de un pillo.
Es que las “asesorías políticas”, por más que se basen en Buda o en
Nietzsche y en Lao-Tsé reutilizadas como gluten para los bebés. Esos textos célebres y dignos, que evocan
saberes que pueden encontrarse tanto en Meister Eckart como en Sartre, son
destrozados por Duran en nombre del conductismo empresarial, y terminan en el
entrenador del político, que desmerece tanto la política como el entrenamiento,
que cuando no se convierte en adiestramiento mecánico de cuerpos, puede
ser también un acceso a rutinas auto-conscientes de los sujeto libres. No es el
caso. Hoy está en debate qué es comunicar, y eso también se votará en las
próximas elecciones. O pensamos en expertos en creación de escenas duras y
coactivas, o pensamos en la política como una escena en sí misma que procura lo
real de los cuerpos presentes. Por eso no hubo coaching en el acto de Arsenal.
Hubieron “casos ejemplares” y rostros coaligados en ansiosa espera, que no eran
necesariamente la “manifestación irrepetible de una lejanía”, ni una presencia
innecesaria, sino rostros en movimiento con sus fisonomía componiendo un
llamado último al activismo moral e intelectual. Los rostros no pueden nunca
ser objeto coaching, son los que lo resisten, la última resistencia efectiva.
En la historia del
consejero del político, desde la Ciropedia hasta la Conducción política de
Perón –pasando desde luego por los párrafos magistrales de Maquiavelo-, nunca
hubo tanta acumulación de astucias banales ligadas a las neurociencias y a la
trivialización de las tesis freudianas de Totem y Tabú. Aparecen ahora bajo las
deformaciones de un aventurero especializado en arruinar las grandes ideas, a
las que convierte en técnicas capitalistas de sujeción, en una papilla
irresponsable respecto a todos los legados políticos que importan en la
historia de la cultura. Contra estas mixtificaciones también se deberá votar en
Octubre.
Comentarios
Publicar un comentario