Argentina: Ciencia para
qué
Diego Hurtado, Doctor en Física por la Universidad de Buenos Aires pero desde
mediados de los noventa se dedica a la historia de la ciencia y la tecnología
en América Latina. Es profesor titular en UNSAM, donde dirige el Centro de
Estudios de Historia de la Ciencia y la Técnica, para Revista Sin Permiso
El “Plan Barañao”, lanzado en 2013, tenía como meta
el aumento del ingreso de investigadores al CONICET “a un ritmo del 10% anual”.
Un recorte en los fondos destinados a la ciencia dejaba a científicos y
becarios fuera del consejo. Después de una semana de protestas y un principio
de acuerdo, Diego Hurtado, doctor en Física y miembro del directorio de la
Agencia Nacional de Promoción Nacional de CyT en el Ministerio de Ciencia y
Tecnología, recorre la historia del CONICET y propone un debate sobre qué tipo
de conocimiento necesita un país como Argentina y cómo planificar la formación
de técnicos, ingenieros y científicos sociales y naturales.
Entre las promesas
de campaña, Mauricio Macri explicó que el crecimiento de las actividades de
investigación heredado del kirchnerismo iba a sostenerse. En este caso único y
excepcional la pesada herencia se reconocía virtuosa. También sostuvo que iba a
sostener el incremento paulatino en el sector de ciencia y tecnología hasta
alcanzar el 1,5%, una proporción semejante a lo que invierte un país como
Irlanda. Como referencia, digamos que los gobiernos kirchneristas habían pasado
de poco menos del 0,4% al 0,6% y que Brasil invierte 1,15%; China 2,1%; Estados
Unidos 2,7% y Corea del Sur, 4,3%. Es decir, estábamos en la mitad del río.
Sin embargo, a
contramano de todas las promesas, en el presupuesto nacional aprobado por el
Congreso para 2017, Ciencia y Técnica cayó un 18% respecto del presupuesto para
2016. Irónicamente, los servicios de deuda pública se incrementaron en más de
un 85%. Si además se considera que la actividad industrial cayó un 5% en 2016,
hoy la proa del país apunta con esmero hacia el subdesarrollo.
El primer impacto
de estos “números” deja sin trabajo a 500 investigadores jóvenes que, en
promedio, llevan siete años financiados por el CONICET con becas de formación
doctoral y posdoctoral. De los aproximadamente 900 becarios recomendados para
ingresar a la carrera de investigador del CONICET, el Ministerio de Ciencia,
Tecnología e Innovación Productiva (MINCyT) solo tiene fondos, dice, para
financiar el ingreso de 400. Ahora bien, detrás de los casi 500 becarios que
pueden quedar en la calle en 2017 vienen en fila india más de 9.000 becarios
que hoy avanzan en sus investigaciones doctorales y posdoctorales y que esperan
ingresar a la carrera de investigador de CONICET en los próximos años.
Y esto es así porque
había un plan. Y el ministro Lino Barañao fue quien lo impulsó. Y el actual
presidente de CONICET, Alejandro Cecatto, era secretario de Barañao cuando se
diseñó esta política pública. Ambos aparecen en YouTube, de corbata flamante y
gesto verosímil, cuando Cristina presentó, en marzo de 2013, el Plan Argentina
Innovadora 2020 o, digamos como homenaje, el “Plan Barañao”. El ministro
explicaba en el acto de presentación que habían participado de la elaboración
del programa “más de 300 profesionales de todo el país”. “Nunca antes se ha
hecho un esfuerzo tan riguroso”, aseguraba sin reírse y remarcó que había
“metas claramente definidas”.
Veamos la meta de
la discordia del “Plan Barañao”. En castellano prístino se lee: “Se apuntará a
la federalización de los recursos humanos priorizando el 25% de las vacantes
del CONICET en aquellas regiones del país con escaso desarrollo
científico-tecnológico y a incrementar el ingreso de personal a esta
institución a un ritmo del 10% anual”. Es este insoportablemente kirchnerista
“10% anual” el que transforma a Barañao y a Cecatto en las pesadas herencias de
sí mismos.
No hace falta
calculadora. Si en 2016 el CONICET tiene aproximadamente 9200 investigadores de
carrera, la expresión “10% anual” significa que en 2017 deben ingresar
alrededor de 920 becarios a la carrera de investigador de CONICET. Y esta cifra
no es arbitraria. El “Plan Barañao” la fundamenta. Tratemos de avanzar,
entonces, en comprender los fundamentos de este “10% anual”, que el presidente
del CONICET negó en el programa de televisión de Marcelo Zlotogwiazda del 12 de
diciembre y que el periodista Claudio Martínez tuvo que leerle, dando lugar a
una de las escenas más penosas que registra la ciencia argentina: un así
llamado presidente de CONICET que para salir del paso comienza a denostar la
institución que preside.
Una trayectoria institucional larga y sinuosa
El Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) fue creado por decreto-ley
1291, promulgado el 5 de febrero de 1958. Su proyecto fue concebido por un
grupo de científicos liderados por el fisiólogo y premio Nobel Bernardo
Houssay, que asumió como presidente vitalicio hasta su muerte en 1971.
El objetivo
original del CONICET era organizar y fortalecer la investigación en las universidades
–aumentar la dotación de docentes- investigadores a tiempo completo de aquellas
“personas que hayan mostrado capacidad en la realización de investigaciones y
en la formación de discípulos”– y promover estándares internacionales de
calidad para la producción científica, además de criterios para la asignación
de recursos. También se le dio la potestad de autorregular sus actividades.
Desde el comienzo, se puso en marcha un programa de becas, destinadas a la
formación de investigadores –tanto en el país como en el extranjero–, un
programa de subsidios para investigaciones específicas, adquisición de equipos
e instrumental, repatriación, contratación de investigadores extranjeros y
viajes al exterior.
Si bien la “carrera
de investigador” se inicia en 1961,su sentido inicial era un suplemento
salarial para fortalecer la dedicación completa a la investigación y la
docencia en las universidades. El 23 de mayo de 1973 –dos días antes de la
asunción del gobierno de Héctor Cámpora– se sancionó una ley que aprobaba un
nuevo estatuto para las carreras del investigador científico y del personal de
apoyo del CONICET, como los conocemos hoy. Entre otras cuestiones, a partir de
esta ley, los investigadores y el personal de apoyo pasaban a tener estatus de
personal civil de la administración pública nacional.
Los sucesivos
golpes militares, junto con sus pretensiones refundacionales –expresión
grandilocuente que se traduce como “desguace del Estado y sus instituciones”–
produjeron sucesivas distorsiones y discontinuidades en las políticas que
orientaron al CONICET. Citemos un ejemplo. A comienzos de los años setenta, el
CONICET tenía 13 institutos propios. Al final de la dictadura, en 1983, pasó a
tener 116 institutos y 7 centros regionales. Este proceso fue acompañado por
actividades de malversación de fondos de algunos funcionarios de la dictadura y
de un crecimiento desproporcionado de la superestructura administrativa. El
saldo era su desvinculación de las universidades.
Con la vuelta a la
democracia, en diciembre de 1983, el CONICET apenas superaba los 2000
investigadores. El gobierno de Raúl Alfonsín se propuso eliminar del CONICET
las dinámicas autoritarias heredadas de la última dictadura y recuperar sus
vínculos con las universidades. También reconocía “la irrupción del problema
tecnológico” y, mientras asumía la “tremenda importancia” de la investigación
básica”,se comprometía a “hacer un gran esfuerzo para aumentar la investigación
tecnológica”. En ese momento era claro que los resultados logrados en los laboratorios
universitarios o institutos no eran demandados por el sector privado. Por eso
aparecía como un problema urgente la vinculación de la actividad de
investigación al sector productivo. Una de las iniciativas principales de este
período fue la creación, en marzo de 1984, del área de Transferencia de
Tecnología.
Sin embargo, estas
iniciativas fueron impulsadas en un contexto de crisis económica, deuda externa
y escaso financiamiento. Según el sociólogo Enrique Oteiza, el objetivo del
gobierno de Alfonsín de “articular e integrar las políticas científicas y
tecnológicas con el resto de las políticas de desarrollo económico y social” no
fue posible por la propia evolución de la economía argentina. Tampoco se pudo
cumplir el objetivo de “establecer un régimen sobre la importación de
tecnología y asegurar su efectiva absorción y adaptación a las condiciones
sociales”, explica Oteiza, dado que era incompatible con las políticas de
liberalización y desregulación de la economía.
Con la llegada de
Carlos Menem a la presidencia en 1989, los recambios que se produjeron en las
autoridades de la SECyT y el CONICET iniciaron un período de luchas ideológicas
cruentas. Como parte de los diagnósticos de los organismos financieros
internacionales que comenzó a promover la “revolución cultural”
neoconservadora, en 1993, un informe del Banco Mundial, titulado Argentina.From
Insolvency to Growth, recomendaba la privatización del CONICET.
Decía este informe: “El CONICET y la Fundación Miguel Lilio deberían ser
privatizados, resultando en 5.639 posiciones abolidas del presupuesto público”.
En paralelo, las políticas de “achicamiento del Estado” producían una fuga
masiva de cerebros: los jóvenes se iban del país, los más viejos se acogían al
“retiro voluntario”.
Una novedad institucional
crucial tuvo lugar a mediados de 1996, cuando se crea la Agencia Nacional de
Promoción Científica y Tecnológica (ANPCyT), iniciativa que iba a modificar
drásticamente los mecanismos de financiamiento de las actividades de CyT en la
Argentina. La creación de la ANPCyT, sostenía el gobierno de Menem, respondía a
la necesidad de contar con un organismo dedicado exclusivamente a la promoción,
sin instituciones propias de ejecución de actividades de CyT, como era el caso
del CONICET.
En la actualidad se
están produciendo varias tesis de maestría y doctorado sobre este período, que
intentan comprender las dinámicas de enfrentamientos entre la ANPCyT y el
CONICET durante los años noventa y el cuasi-equilibrio que ambas instituciones
finalmente alcanzaron. Si bien este es un debate abierto, una década más tarde
a su entrada disruptiva en escena, la ANPCyT se transformó en una pieza central
para el diseño y ejecución de recursos de financiamiento para el sector de CyT
y para fomentar su articulación con el sector privado.
A comienzos de
2000, Dante Caputo, secretario de Ciencia y Tecnología del gobierno de Fernando
De la Rúa, sostuvo que su propósito era consolidar los vínculos entre las
universidades y el CONICET. Los nuevos miembros de la carrera del investigador
debían obtener un puesto en alguna universidad y, a cambio, recibirían del
organismo un suplemento de dinero sobre su salario universitario. Aquellos que
fallaran en el plazo de cuatro años perderían su cargo en el Consejo. El status
de aquellos investigadores que ya pertenecían a la carrera permanecería
inalterado, salvo que voluntariamente decidieran pasar al nuevo régimen.
El CONICET se había
vuelto demasiado burocrático, argumentaba Caputo, y la reforma propuesta daría
mayores oportunidades e incrementaría la movilidad de los investigadores
jóvenes. Muchos interpretaron que esta iniciativa destruiría la estructura de
la carrera del investigador. La rápida reacción de la comunidad científica hizo
que este plan no pudiera ser implementado y que Caputo se volviera a dedicar a
las relaciones internacionales.
En la Argentina
neoliberal de los años noventa dominó en el sector de CyT una contradicción
esencial. Por un lado, se hablaba de la necesidad de involucrar a las
universidades, al CONICET y al resto de las instituciones públicas de CyT en el
“mundo de los negocios”, pero en un ecosistema económico que no exigía una
orientación hacia un proyecto de país al sector empresarial, que a su vez no
demandaba conocimiento local. Las empresas trasnacionales traían la tecnología
de sus casas matrices y los grupos concentrados nacionales se dedicaban a la
soja o al procesamiento de materias primas. Por eso, la revolución neoliberal
de los noventa no necesitaba ni científicos, ni tecnólogos. Ni siquiera
necesitaba técnicos, por eso clausuró los colegios industriales de nivel medio.
La crisis terminal de 2001 terminó de arrasar lo poco que quedaba.
Maldito “10% anual”
Vimos que al inicio
del gobierno de Alfonsín el CONICET tenía poco más de 2.000 investigadores. Casi
veinte años más tarde, cuando asume Néstor Kirchner, el CONICET tenía apenas
3.500 investigadores y 2.200 becarios. De la trayectoria relatada en la sección
anterior se puede inferir el estado de los laboratorios, de su equipamiento o
de la infraestructura. Pero el gobierno de Kirchner trajo una novedad: por
primera vez desde que la última dictadura inició la destrucción de la industria
nacional, un gobierno decía que iba a poner en el centro de su política
económica un proyecto de país industrial. Y los economistas que estudian
desarrollo económico saben, porque es la gran enseñanza del siglo XX, que el
proceso de crecimiento y diversificación de los sectores industriales demanda
conocimiento científico y tecnológico.
Y también saben
cuáles son los obstáculos que deben superar los países en desarrollo como la
Argentina. Una de las mayores dificultades es la presencia de capitales
concentrados y empresas trasnacionales junto con las presiones de los
organismos internacionales para que se adopten formas institucionales, marcos
regulatorios y medidas económicas ajenas a la propia realidad socio-económica.
Para enfrentar estas presiones se necesita un Estado inteligente, robusto y con
la legitimidad política para negociar con –y/o disciplinar a– los poderes económicos
que no quieren jugar el juego de la democracia. Y el conocimiento que necesita
un Estado para sus políticas públicas lo producen las ciencias sociales, las
mismas que motivaron que Domingo Cavallo mandara a los científicos del CONICET
a lavar los platos.
Y acá llegamos
finalmente al punto. Este proyecto de país industrial, que además quiere ser
inclusivo, necesita un sistema educativo en expansión, que proyecte qué tipo de
conocimiento se necesita y, por lo tanto, cuáles serán las áreas de mayor demanda
para planificar la formación de técnicos, ingenieros y científicos sociales y
naturales. En este contexto se crea a fines de 2007 el MINCyT, asume Barañao
como ministro y Cecatto queda al frente de una de sus secretarías. Y mientras
ambos construyen un ministerio desde cero, en 2010 el CONICET ya tiene poco más
de 6000 investigadores y una población creciente de becarios.
Entonces se
comienza a trabajar en el “Plan Barañao”, que concluye que la Argentina debe
alcanzar en 2020 una población de 5 científicos, tecnólogos y becarios cada
1.000 habitantes de la población económicamente activa (PEA), cifra muy
razonable para un país en desarrollo. Y así llega el CONICET a fines de 2015,
con 9.200 investigadores y 10.000 becarios, población que acompaña el logro de
haber alcanzado los 3 científicos, tecnólogos y becarios cada 1.000 habitantes
de la PEA. Hasta este punto, podemos decir sin titubear que el período
2003-2015 es lo mejor que le ocurrió a la ciencia y a la tecnología argentinas
desde 1810.
Pero entonces asume
la presidencia Mauricio Macri y Barañao, casi de rodillas, jura a la comunidad
científica que va a continuar con el “Plan Barañao”. En alguna nota o
entrevista confiesa sentirse un equilibrista del Cirque du Soleil. Hasta acá no
es otro Diego Bossio, sino algo así como un hábil garrochista de “la grieta”.
La gran falacia que difunde sin decirlo es que un proyecto de país neoliberal,
desindustrializador, que apuesta al agro, a la minería y a los flujos
especulativos necesita la misma ciencia y tecnología que un país industrial que
se orienta a la justicia social.
Durante 2016, en un
clima de inflación y déficit fiscal sin obra pública, Barañao y Cecatto
hicieron como si todo siguiera igual. Y entonces, cuando llegó fin de año y
debían ingresar 900 becarios a la carrera de investigador, Barañao nos explica
lo siguiente: “[…] No hay ningún país que con un 30 por ciento de pobreza esté
aumentando el número de investigadores como lo está haciendo la Argentina”.
¿Cómo? Espere…Es al revés… La pobreza desde el siglo XIX se combate con
inversión en educación, ciencia y tecnología y se coordina con el crecimiento
industrial… Esa frase, señor ministro es del siglo XVIII. Ya no se sostiene ni
siquiera en el siglo XIX.
¿Pero qué dice
Cecatto, finalmente el presidente de la institución de marras? Lo hizo ante
Zlotogwiazda y Martínez: “Yo no tengo registro de que diga el plan
específicamente 10 por ciento de incremento… no creo que lo diga en esos
términos”. Y lo que sigue en este programa es para una escena de Los Hermanos
Karamazov, cuando algún personaje se humilla a sí mismo y el lector descubre
las profundidades insondables de la miseria humana.
¿Qué otro final
entonces que la indignación de la comunidad de científicos y tecnólogos y de
parte de la sociedad? Especialmente de los jóvenes, que creyeron en estos
funcionarios y que planificaron sus vidas a partir de la garantía que supone
una política de Estado, que no es ni kirchnerista ni macrista, porque fue
consensuada en democracia. Quienes tomaron el edificio del ministerio durante
algunos días son, en su mayoría, jóvenes que decidieron hacer ciencia y
tecnología en la Argentina y que no quieren volver a figurar en la lista de los
cerebros fugados por políticas de subdesarrollo.
Gracias por los favores y dones recibidos, hermandad de lucha contra el gato.
ResponderEliminarSI LIMONES LIMONADA.
EliminarCIENTIFICOS AYUDEN O NO SE PUEDEN ATAR LOS CORDONES.