La historia que mejor explica
el gobierno de Obama era una que contaba el gran Gila, sobre dos desconocidos
que se encontraban paseando por la calle y uno le decía de repente al otro:
–Usted es negro.
–No.
–Usted es negro.
–Que no.
–Usted es negro.
–Yo que voy a ser negro.
–Que usted es negro.
–Déjeme en paz, por Dios.
–Pero usted es negro.
–De acuerdo, usted gana. Soy
negro.
–¡Coño, no lo parece!
Efectivamente, no lo parece.
Todavía hay ilusos que piensan que todo iba a cambiar en Estados Unidos únicamente
por el hecho de sentar a un negro en la silla del presidente. Para
desilusionarlos, ahí sigue la misma política exterior de siempre, ahí siguen
los negros inocentes muertos a balazos por la policía y ahí sigue Guantánamo.
Es extraño que pensaran que algo sería distinto en ese curioso país defensor de
las libertades que se construyó asentado sobre dos pilares básicos: la
esclavitud y el genocidio de las tribus indias. Es cierto que muchas otras
civilizaciones han prosperado gracias a la esclavitud y al genocidio, pero no
después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; un documento que
es la base de la constitución estadounidense y con el que sus políticos se
limpian puntualmente el culo. Más extraño todavía es que pensaran que la
elección democrática de un moreno hawaiano iba a suponer el fin del racismo,
cuando ni siquiera la abolición de la esclavitud (la gran coartada moral para
masacrar la escisión de los estados sureños) significó gran cosa en la
práctica. Es que hay gente que no se entera de que la Casa Blanca se apellida
blanca por algo.
Gila era tan bueno que hacía
los chistes con décadas de adelanto, incluso los profetizaba en otra cultura y
en otro continente. Si la muerte de Michael Brown sigue siendo noticia no lo es
porque un botarate uniformado lo asesinase a tiros, sino porque su ciudad
natal, Ferguson, se ha levantado harta de la indecencia y la impunidad del
jurado que lo ha declarado inocente. “Volvería a hacerlo” ha confesado Darren
Wilson, algo de lo que no nos cabe duda alguna. ¿Por qué? Porque puede, porque
era negro y pobre, y ametrallar a un negro pobre en los Estados Unidos sale
gratis. Brown (qué terrible apellido) no es el primer negro ni el segundo que
tiene la mala suerte de tropezar con el policía equivocado. A esta extendida
costumbre del tiro al negro le dedicó Bruce Springsteen una canción,American
Skin (41 Shots), que narraba el homicidio de Amadou Diallo a manos de una
brigada policial cuando al pobre hombre se le ocurrió la infeliz idea de ir a
echar mano de la cartera para sacar su documentación. Lo acribillaron vivo, 41
disparos, como reza el subtítulo de la canción, de los cuales lo alcanzaron 19.
A los agentes por poco les dan una medalla.
Hace apenas unas semanas se
hizo público que el FBI estuvo implicado en el asesinato de Martin Luther King
(como si no lo supiéramos) y la noticia tuvo menos repercusión que cuando a
Janet Jackson se le escapó una teta en un concierto televisado. Sé que hay
muchos lectores políticamente correctos y de buen corazón a los que quizá les
ha molestado mi coloreada adjetivación: “moreno”, “negro” en lugar de
“afroamericano”. Lo sé, son más o menos los mismos que se echan las manos a la
cabeza cuando un alma bendita como Mariló Montero habla de los “negritos”, pero
que apenas se sorprenden cuando un policía homicida sale a hombros de un
juzgado sólo porque la piel de la víctima ya era una sospecha y una prueba.
También están los que se extrañan de que una muchedumbre entera tome una ciudad
y se ponga a incendiar calles, tiendas y automóviles, en lugar de quedarse
tranquilamente en casa, como el Tío Tom que se sienta en el trono de Lincoln.
Disculpen el humor negro pero es que hoy no me salía de otro color.
Fuente: Diario Público de
España
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