El kirchnerismo irrumpió como una promesa profunda de transformación, aprovechando
el envión posterior de la pesificación asimétrica y la crisis del bipartidismo.
Llegó desde arriba, desde la propia clase dirigente, como una excepción
progresista en el peronismo, y provocó en la sociedad nacional la necesidad de
saldar algunas deudas de la democracia. El gobierno kirchnerista avanzó con un
claro sentido reformista desde el 2003. Lo realizado es mucho, pero por sus
mismas virtudes, exige más de nuestra fuerza y de nuestra inteligencia.
Cualquier propuesta revolucionaria o
reformista, requiere en común tener un conocimiento profundo sobre las
condiciones de la economía, la política y la cultura, sobre la sociedad en que
se implanta un proyecto transformador. Conocer el país a reformar, es obvio y fundamental,
pero también, y al mismo tiempo, es central comprender la etapa y evolución del
contexto internacional. Caracterizar a los adversarios o enemigos; las
relaciones de fuerza, y a los aliados; y tener una política de alianzas. La
aspiración de los reformistas y revolucionarios es transformar; pero esto es
sobre una realidad que debe ser aprehendida en forma objetiva, aunque esto
último es una aspiración difícil. Siempre hay una tensión entre el imaginario y
eso que llamamos realidad. La diferencia: muchas veces no es tan clara; y el
desajuste puede ser dramático. Es posible el error, que en algunos alcanzan el nivel de una
tragedia cuando las contradicciones alcanzan la escala de la violencia. Hoy no
podríamos invocar a Marx con aquello de la “partera de la historia”, porque es un momento frío de la evolución. Es un tiempo más
viable para reformistas y menos para revolucionarios. El problema del
reformismo es que convive con su fuerza contraria; y a veces, hasta utiliza sus
herramientas. La socialdemocracia europea es un buen ejemplo. En los 70 se mixturaron en forma crucial: el
proyecto, el heroísmo, el martirio y el error, de parte nuestra. Los enemigos
aprovecharon para desplegar la forma más cruda y más desigual de la violencia
política: el terrorismo de Estado. La realidad es que nuestro objetivo no tenía
destino posible, estábamos sumergidos en el camino equivocado. La palabra
iconoclasta, la consigna rebelde, y el voluntarismo merecen, hoy, una mirada
más severa, más responsable. Entonces, no logramos caracterizar correctamente
la situación internacional, nacional ni regional, y subestimamos al enemigo.
Caímos en un idealismo fatal. Ese peligro siempre está presente, a pesar de los
años pasados. Sí contábamos con una diferencia respecto al enemigo, una
diferencia ética dada por la aspiración de una sociedad justa, autónoma y una
democracia real. Una utopía irrealizable, pero una ventaja humanística en
relación a la derecha; un testimonio ante la historia. En la etapa de la posconvertibilidad, el kirchnerismo
irrumpió como una promesa profunda de transformación, aprovechando el envión
posterior de la pesificación asimétrica y la crisis del bipartidismo. Llegó
desde arriba, desde la propia clase dirigente, como una excepción progresista
en el peronismo. Para un sector, la nueva etapa empalmaba con los 70 como si fuera
el completamiento de lo iniciado y frustrado hace más de 30 años. Se impuso un
discurso reparatorio de los derechos humanos y denunciativo de la desigualdad
social y cultural. El gobierno kirchnerista, con decisión, avanzó con un claro
sentido reformista desde el 2003. Esta experiencia, aún vigente e innovadora, se situó por dentro de
las hegemonías mundiales. Hoy, la hegemonía (económica, militar, cultural)
capitalista se mantiene a pesar de sus crisis cíclicas, sin que haya un
enterrador dispuesto a liquidarla. Tal cual lo había previsto Marx, el
capitalismo se expande hacia todos los confines de la tierra, y ahora va
asociada a la democracia representativa que se mundializa. Inclusive montado en
la paradoja, China marcha al capitalismo. Esta evolución se produce con cambios internos y la aparición del
“poder blando”, por encima del poder militar. Ahora, más que marines para
América Latina, hay poder financiero, empresas trasnacionales que a través de
la globalización van mundializando un sistema de vida, basado en el lucro, el
libre mercado, el individualismo, etc.
El carácter gendarme de los Estados
dominantes, se mantiene para otros confines. También hay movimientos hacia la
multipolaridad como China, India, Rusia, o la coalición comercial BRICS. Pero
no se proponen liquidar al capitalismo, sino asegurar el policentrismo, con un
mismo modo de producción. Entonces, en esta etapa de capitalismo tardío, el
reformismo posible es el de transformación dentro del sistema económico y
político dominante, que determina el ordenamiento de las relaciones sociales,
no sólo de los procesos productivos y distributivos, sino también en la
constitución de las élites políticas.
Hay un paralelo a considerar: se concentra el capital y la
política. Avanza la democracia liberal y retrocede el campo popular organizado
como sujeto de la historia. Nuestro proyecto nacional y popular navega en un
barco sobre un mar de hegemonías; y trata de ser fuerte, de potenciarse, pero
en el océano ajeno. Entre nosotros, no hay una promesa dominante de
construcción de otra sociedad, como en el caso del Socialismo del Siglo XXI.
Esta es una diferencia esencial con los 70: el mundo ha cambiado, no en la
dirección deseada, pero se ha bloqueado la alternativa anticapitalista. Entonces,
¿cuál es nuestro porvenir? ¿Cuál es el marco y el espacio de nuestra reforma?
Eso no está definido; y da la impresión que nuestro barco, que hoy navega por
aguas turbulentas y cargadas de interrogantes, se acerca a esas definiciones.
Como se trata de reformas y no de revoluciones, los gobiernos se ven compelidos
a utilizar las recetas que la hegemonía pone a disposición del uso de los
países periféricos. Ejemplo: el efecto de las decisiones de la Reserva Federal
en el mundo emergente. La llegada del kirchnerismo provocó en la
sociedad nacional la necesidad de saldar algunas deudas de la democracia:
también la recuperación del poder sindical, ampliación de derechos sociales,
rol del Estado frente al mercado, tratamiento a fondo del terrorismo de Estado,
la latinoamericanización de la política, etc. Lo realizado es mucho, pero por
sus mismas virtudes, exige más de nuestra fuerza y de nuestra inteligencia.
Así como una revolución requiere de una conducción
y de un pueblo que participe, una reforma requiere de una renovación de los
consensos, más o menos activo, según las condiciones políticas y sociales de la
sociedad. En nuestro país, la mayor herramienta del cambio es el gobierno, y
esa también es una limitación, porque requiere de una democracia plebiscitaria
consecutiva para mantener o acumular poder. Y la relación electorado– gobierno,
en estas condiciones, está sometida a la cambiante evaluación sobre la gestión,
más que a la adhesión ideológica. Con el debilitamiento de los Partidos que viene desde hace mucho,
el gobierno no sólo es el principal actor, sino en el único actor del cambio.
El pueblo no participa masivamente ni en los Partidos, ni en las
superestructuras creadas y esto favorece el status quo. Toda la energía transformadora está concentrada en el gobierno
nacional. No hay poder suficiente que garantice continuidad fuera del gobierno.
La división de la clase trabajadora hoy en cinco centrales es un testimonio
crítico de la desorganización popular. La falta de continuidad orgánica
establece las dificultades de asegurar un futuro gobierno que no arriesgue
alguna disminución del proyecto. Ningún candidato será idéntico a los padres
fundadores. La lucha por la autonomía, la lucha por la libertad, continuará en
la búsqueda de la contra-hegemonía; pero deben elevarse las condiciones de
navegación de nuestro barco. Los rangos de autonomía posibles dependen de
contar con un navío sólido y potente que tenga el rumbo definido.
Fuente: La Tecla@eñe
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