LAS PENURIAS QUE INEVITABLEMENTE DEBEN AFRONTAR DENTRO DE UN ORDEN CAPITALISTA INTERNACIONAL LAS EXPERIENCIAS DISTRIBUCIONISTAS DE AMÉRICA LATINA



por Gregory Wilpert para Le Monde diplomatique



En octubre pasado, Venezuela pagó una parte de sus importaciones de alimentos con bonos del Tesoro; un indicio alarmante de su falta de divisas. El país posee una de las mayores reservas de petróleo del mundo, pero la renta inmensa que genera se destina al exterior sin nutrir su propia economía.
Evidentemente, hay algo que no funciona. Interminables colas de espera a la entrada de los comercios para surtirse de productos básicos como leche, harina, aceite o papel higiénico; auge de una economía paralela en la que vendedores callejeros proponen los mismos productos a precios prohibitivos. Si bien es cierto que desde hace mucho tiempo los venezolanos están sufriendo desabastecimientos puntuales, el agravamiento del problema desde comienzos de año ha tomado a todos por sorpresa. Este mal agobia a la población sobre todo porque se viene a sumar a los problemas de infraestructura que provocan cortes de agua y de electricidad. Los que tienen la posibilidad, llenan sus bañeras para hacerse de reservas, y todo el mundo reza para no perder el contenido del freezer...
Durante estas últimas semanas, el gobierno anunció prácticamente día tras día nuevas medidas que prometen remediar la inflación y el desabastecimiento. La causa de estas dificultades y las respuestas que éstas demandan son objeto de apasionadas controversias. Mientras que el régimen bolivariano denuncia un sabotaje económico perpetrado conjuntamente por la oposición, los sectores empresariales y el gobierno de Estados Unidos, la derecha incrimina la negligencia del presidente Nicolás Maduro y de su equipo. Sin embargo, la polémica no hace más que rozar el corazón mismo del problema, que consiste en saber cómo Venezuela, uno de los más importantes productores de petróleo del planeta, debería administrar el maná que extrae de sus recursos naturales.
Antes de la llegada al poder de Hugo Chávez, en 1999, los enormes ingresos procedentes del oro negro prácticamente sólo generaban inmensos beneficios a las compañías petroleras. Chávez, inmediatamente después de ser elegido, invirtió dicha política, por un lado militando con denodado vigor en el seno de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (OPEP) por un alza del precio del barril, y por el otro presionando a los explotadores privados para que pagaran a la colectividad lo que le correspondía. Mientras que antes la industria venezolana de los hidrocarburos sólo reinvertía el 30% de sus ganancias en el tesoro público, su tasa de impuestos trepó al 70% a lo largo de los últimos años.

¿Qué hacer con la renta petrolera?

Cuando las arcas del Estado empezaron a llenarse de petrodólares, y después que la oposición fracasara en 2003 en su intento de bloquear la explotación petrolera con vistas a destituir a Chávez, la cuestión de saber para qué debía servir todo ese dinero y qué política monetaria sería la más adecuada se convirtió en una problemática crucial para el futuro de la Revolución Bolivariana. ¿Había que ahorrar los fondos como modo de previsión para las épocas de vacas flacas, como había hecho Noruega, invertirlos en grandes y opulentas infraestructuras, a la manera de Qatar, o más bien destinar esos fondos a programas sociales y a la lucha contra la pobreza? La joven república bolivariana optó por la tercera solución, combinándola con una política de control de las tasas de cambio para frenar la fuga de capitales, devenida un desafío mayor para el gobierno luego del fallido intento de golpe de Estado de la oposición en abril de 2002.
Acoplada al crecimiento demográfico, esta política les permitió a los venezolanos consumir un 50% de calorías más que en 1998, reduciendo al mismo tiempo las desigualdades mucho más rápido que en otros países de la región. Pero la redistribución de la renta petrolera entre los pobres evidentemente presentaba un riesgo inflacionario, dado que, al estimular el consumo interno más rápido de lo que crece la producción, se provoca mecánicamente un alza de los precios.
No obstante, ya hacía veinte años que Venezuela sufría de la fiebre de los precios, desde aquel “viernes negro” del 18 de febrero de 1983, cuando el país devaluó bruscamente su moneda. Durante la década de las dos presidencias anteriores a la de Chávez, la inflación alcanzaba un promedio del 52% anual. Con una tasa anual del 22% promedio entre 1999 y 2012, este objetivo se alcanzó parcialmente. El alivio no sobrevivió a la muerte de Chávez, acaecida en el último mes de marzo. La inflación nuevamente se disparó este año, para culminar en un 49% en septiembre.
El segundo desafío económico es el fenómeno desmoralizante de las rupturas de los stocks, de los que el propio Banco Central de Venezuela (BCV) registra casi una duplicación en un año. Según las declaraciones del poder socialista, la alta burguesía local estaría orquestando el sabotaje de las cadenas de aprovisionamiento y la especulación en el mercado negro para hacer fracasar la política del gobierno. El presidente Maduro reiteró estas acusaciones el 8 de octubre último, en un discurso ante la Asamblea Nacional: “La economía venezolana está atravesando una coyuntura particular en la cual el aparato productivo del país sufre una violenta y agresiva ofensiva a través de la especulación, del acaparamiento, del contrabando y del mercado negro de las divisas”.

Una combinación de factores

El jefe de Estado compara las actuales dificultades de Venezuela con las que conocía Chile antes del golpe de Estado de Augusto Pinochet, cuando el sector privado, con la ayuda de la Central Intelligence Agency (CIA), fomentaba el desabastecimiento para debilitar al presidente Salvador Allende. Por su parte, la oposición imputa la agitación del país a la mala administración gubernamental. No se descarta que ambos campos tengan razón... El gobierno, efectivamente, ha dejado el campo libre a los sectores empresariales para que puedan dedicarse a las maniobras de las que los acusa, y si los tráficos, el contrabando y la fuga de capitales se revelan más lucrativos y más cómodos que las inversiones legales en la producción y en la distribución, entonces la política pública sin duda ha fallado en algún lado.
La apuesta consistente en construir el socialismo en un solo país, cuando el capitalismo campea por doquier, no favorece las aspiraciones del régimen bolivariano. El Chile de comienzos de los años 1970 y la Nicaragua de los años 1980 chocaron con el mismo obstáculo. En estos dos países, como en Venezuela, la voluntad política de liberarse de las leyes del capitalismo provocó una fuga masiva de capitales, creando una inestabilidad frente a la cual los gobernantes se han visto vulnerados. Es verdad que el control de los precios y de las tasas de cambio permite, dentro de ciertos límites, remediar esta contraofensiva, pero no menos cierto es que crea otros problemas de envergadura, como el desabastecimiento.
Si Venezuela consiguió durante mucho tiempo limitar el deterioro, es porque su fuerza de choque petrolera le confiere una ventaja comercial y monetaria importante. Pero ésta no basta para garantizar la estabilidad de la moneda, en la medida en que el sector privado, que sigue siendo muy influyente en la economía del país, concentra en sus manos una parte importante del maná petrolero. En consecuencia, dispone de enormes volúmenes de capitales que sólo piden abandonar el país a partir del hecho de que los depósitos más rentables son recibidos afuera con los brazos abiertos.
Tanto bajo el gobierno de Maduro como bajo el de Chávez, el principal mecanismo de protección de la moneda nacional es la Comisión de Administración de la Divisa (Cadivi), que fija las condiciones en las cuales los venezolanos pueden cambiar a tasa oficial sus bolívares por dólares. La operación sólo está autorizada en casos muy precisos, como la importación de productos no provistos por el mercado local, los viajes, el mantenimiento de familiares y allegados instalados en el extranjero o incluso algunas compras por Internet.
Mientras el gobierno autorice un acceso relativamente fluido a las divisas extranjeras, la tasa de cambio en el mercado negro y la inflación mantienen un techo soportable. Pero Venezuela importa el 70% de los bienes que consume. Por ende, trata de mantener una tasa de cambio favorable para su moneda, para que los precios exhibidos de los productos de importación no se disparen. Pero esta política es una fuente de distorsión: con el transcurso del tiempo, se profundiza la brecha entre el valor real del bolívar, al que una inflación –incluso controlada – devalúa mecánicamente en el mercado interno, y su valor nominal en el mercado de divisas, el cual se mantiene a un elevado nivel. Esto implica un azote para las industrias venezolanas, ya que el costo de sus productos aumenta más rápido que el de los bienes de importación, de lo cual se desprende que los productores locales resultan aplastados por la competencia. Es por ello que el gobierno decidió limitar las importaciones exclusivamente a los productos fabricados en el exterior; pero esta condición se reveló insostenible. Los alimentos básicos, por ejemplo, en su mayor parte se producen en Venezuela, pero en cantidad insuficiente para satisfacer la demanda.

La paradoja del control de cambios

La otra consecuencia indeseada del control de cambio tiene que ver con el hecho de que, al devaluarse el bolívar en el mercado interno mientras que se mantiene fuerte en el mercado de divisas, el abismo entre la tasa de cambio oficial y la tasa de cambio vigente en el mercado negro se ahonda inexorablemente. De allí que el acceso a las oficinas de cambio gubernamentales se está convirtiendo en un privilegio cada vez más codiciado y disputado. Un año de estudios universitarios privados venezolanos, por ejemplo, costaba 46.000 bolívares a comienzos de 2010, es decir el equivalente de 10.000 dólares. En la actualidad, sigue costando lo mismo, aunque técnicamente el bolívar haya perdido mientras tanto el 50% de su valor en suelo venezolano. Así pues, en tres años, el precio de un año universitario bajó a la mitad.
En suma, el control de la tasa de cambio se ha vuelto una herramienta ventajosa sobre todo para los sectores más acomodados de la población, ya que las compras de dólares están reservadas a quienes tienen los medios para viajar, para enviar dinero a sus familiares o para financiar estudios en el extranjero. Estas tres motivaciones cubren casi el 20% de las compras de divisas efectuadas en 2012 en el marco de la Cadivi, es decir 5.800 millones de dólares. Lo que significa que Venezuela, a partir de ahora, es el único país de América Latina donde los envíos de dinero se realizan desde el Sur hacia el Norte, en lugar de tomar el camino inverso.
El gobierno intenta atacar el mercado negro, pero sus esfuerzos hasta ahora han resultado infructuosos. En principio, no se puede efectuar giros bancarios al extranjero sin autorización. Pero desbaratar este obstáculo es un juego de niños: basta con dirigirse a un intermediario que posea una cuenta a la vez aquí y allá. Una vez que el dinero ha sido acreditado en la cuenta venezolana, desbloqueará el monto correspondiente en la cuenta de Estados Unidos, deducidos la comisión y los beneficios obtenidos de las tasas de cambio en el mercado negro. Difícil para el Estado contrarrestar un tráfico tan fluido.
Los efectos perversos del control de cambio se han impuesto desde comienzos de 2013. La primera razón, probablemente, es la iniciativa concertada de los sectores empresariales favorables a la oposición para exacerbar las dificultades económicas del país, aprovechando oportunidades abiertas por la ausencia de Chávez durante su enfermedad, y luego por su deceso. En múltiples ocasiones a lo largo de este año, las autoridades descubrieron galpones llenos hasta el techo de aceites de cocina y otras provisiones alimentarias básicas, claramente sustraídas al circuito de venta para agravar el desabastecimiento.
A ello se añade la torpeza del régimen: en el momento en que el Estado bajaba un 32% la tasa de cambio oficial del bolívar, en febrero de 2013, también suprimió su sistema de cambio secundario, llamado Sistema de Transacciones para los Fondos de Divisas Extranjeras (SITME). La convergencia de estas dos medidas, anunciadas un mes antes de la muerte de Chávez, tuvo un impacto devastador en la economía, galvanizando la inflación, que trepó un 2,8% a partir del mes siguiente.
Con el tiempo, los venezolanos han aprendido a convivir mal que mal con este flagelo. Los ahorristas preocupados por proteger su colchón contra la devaluación constante de su moneda se las arreglan efectuando depósitos astutamente calculados. En orden decreciente de fortuna, los más provistos se lanzan al mercado inmobiliario, a los automóviles y a la Bolsa (la más rendidora del mundo, con un alza del 165% entre enero y octubre de 2013), razón por la cual estos tres mercados, desde la instauración del control del cambio en 2003, explotaron a un ritmo muy superior al de la inflación.
Pero el dólar sigue conservando su rol de valor refugio. Cuando se disparó la inflación a comienzos de este año, hasta alcanzar el 6,1% en mayo, muchos venezolanos se lanzaron al billete verde del mercado negro, provocando un nuevo recalentamiento de la tasa de cambio clandestina. Como ésta sirve de base al cálculo de los precios de la mayoría de los productos disponibles en el comercio, este ataque febril tuvo por efecto galvanizar la inflación y, consecuentemente, acrecentar aun más la avidez de dólares. Por consiguiente, la economía venezolana está entrampada en este círculo vicioso de una potencia devastadora pocas veces vista.
El abismo cada vez más profundo entre la tasa de cambio oficial y su contraparte en el terreno económico origina pesados deterioros sociales. No es infrecuente que los productos subvencionados por el Estado –principalmente las provisiones alimentarias– aterricen por contrabando en los países vecinos. Los habitantes de las zonas fronterizas ven desfilar regularmente camiones cargados de leche, de aceite o de arroz que van a descargar su mercadería a Colombia, a Brasil o a la Guayana. Los aduaneros cierran los ojos. Entre el precio de estos productos en Venezuela y las tarifas a las que se negocian del otro lado de la frontera, el margen es holgado, y les permite a los traficantes asegurarse la condescendencia de los funcionarios. Y mala suerte si el desabastecimiento se redobla en el interior del país.
Al final de cuentas, el sistema de control de cambio, herramienta de una política soberana y anticapitalista, se vuelve a favor de los venezolanos más ricos. Los privilegiados que tienen acceso al mercado de cambio oficial embolsan beneficios exorbitantes adquiriendo mercancías a tasa legal para revenderlas a los precios vertiginosos del mercado negro. En la República Bolivariana, las tasas de un beneficio que va del 100% al 500% se han vuelto moneda corriente.
El gobierno comprendió que no podía permanecer inactivo. El 8 de octubre, Maduro le pidió a la Asamblea Nacional que lo autorizara a gobernar por decreto, no sólo para combatir la corrupción sino también para enderezar la economía. Poco después, Rafael Ramírez, presidente de la compañía petrolera estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA) y vicepresidente de la República responsable de los asuntos económicos, anunciaba el lanzamiento de un nuevo sistema de cambio “subastado” que le daría acceso a 100 millones de dólares por semana. Destinado a reemplazar al ex SITME, este régimen ya suscita, empero, las críticas de muchos economistas, que lo juzgan demasiado tímido para satisfacer la demanda y secar el mercado negro.
La única solución para detener la evaporación de los capitales consistiría seguramente en reafirmar el control del Estado en la economía, por medio, por ejemplo, de una nacionalización total del sector bancario o de un control más riguroso de las importaciones. Son muchos los ex seguidores de Chávez que luchan a favor de esta reorientación, pero el gobierno de Maduro parece haberse comprometido en un camino más tortuoso.
La situación excepcionalmente difícil de Venezuela se debe a la vez a su estatuto de gran productor de petróleo y a su compromiso de construir un sistema no capitalista. Los ingresos del petróleo no cambian en nada el hecho de que la construcción de una isla socialista en un océano liberal ocasiona mecánicamente una epidemia de evasión de capitales. El maná petrolero abandona el país tan rápido como había entrado, dejando detrás a una población agotada por la inflación, el desabastecimiento y la inestabilidad. 

* Sociólogo. Autor de Changing Venezuela by Taking Power

Fuente: Le Monde diplomatique



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