DIOS Y EL ESTADO de Mijail Bajunin – Texto político filosófico con muchos elementos para pensar sobre la contemporaneidad... 1ra entrega
¿Quiénes tienen razón, los idealistas o los materialistas?. Una vez planteada así la cuestión, vacilar se hace imposible. Sin dudan alguna los idealistas se engañan y/o los materialistas tienen razón. Sí, los hechos están antes que las ideas; el ideal, como dijo Proudhon, no más que una flor de la cual son raíces las condiciones materiales de existencia. Toda la historia intelectual y moral, política y social de la humanidad es un reflejo de su historia económica. Todas las ramas de la ciencia moderna, concienzuda y seria, convergen a la proclamación de esa grande, de esa fundamental y decisiva verdad: el mundo social, el mundo puramente humano, la humanidad, en una palabra, no es otra cosa que el desenvolvimiento último y supremo -para nosotros al menos relativamente a nuestro planeta-, la manifestación más alta de la animalidad. Pero como todo desenvolvimiento implica necesariamente una negación, la de la base o del punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo y esencialmente una negación, la negación reflexiva y progresiva de la animalidad en los hombres; y es precisamente esa negación tan racional como natural, y que no es racional más que porque es natural, a la vez histórica y lógica, fatal como lo son los desenvolvimientos y las realizaciones de todas las leyes naturales en el mundo, la que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, las ideas. Nuestros primeros antepasados, nuestros adanes y vuestras evas, fueron, si no gorilas, al menos primos muy próximos al gorila, omnívoros, animales inteligentes y feroces, dotados, en un grado infinitamente más grande que los animales de todas las otras especies, de dos facultades preciosas: la facultad de pensar y la facultad, la necesidad de rebelarse. Estas dos facultades, combinando su acción progresiva en la historia, representan propiamente el "factor", el aspecto, la potencia negativa en el desenvolvimiento positivo de la animalidad humana, y crean, por consiguiente, todo lo que constituye la humanidad en los hombres.
La Biblia, que es
un libro muy interesante y a veces muy profundo cuando se lo considera como una
de las más antiguas manifestaciones de la sabiduría y de la fantasía humanas
que han llegado hasta nosotros, expresa esta verdad de una manera muy ingenua
en su mito del pecado original. Jehová, que de todos los buenos dioses que han
sido adorados por los hombres es ciertamente el más envidioso, el más vanidoso,
el más feroz, el más injusto, el más sanguinario, el más déspota y el más
enemigo de la dignidad y de la libertad humanas, que creó a Adán y a Eva por no
sé qué capricho (sin duda para engañar su hastío que debía de ser terrible en
su eternamente egoísta soledad, para procurarse nuevos esclavos), había puesto
generosamente a su disposición toda la Tierra, con todos sus frutos y todos los
animales, y no había puesto a ese goce completo más que un límite. Les había
prohibido expresamente que tocaran los frutos del árbol de la ciencia. Quería
que el hombre, privado de toda conciencia de sí mismo, permaneciese un eterno
animal, siempre de cuatro patas ante el Dios eterno, su creador su amo. Pero he
aquí que llega Satanás, el eterno rebelde, el primer librepensador y el
emancipador de los mundos. Avergüenza al hombre de su ignorancia, de su
obediencia animal; lo emancipa e imprime sobre su frente el sello de la
libertad y de la humanidad, impulsándolo a desobedecer y a comer del fruto de
la ciencia. Se sabe lo demás. El buen Dios, cuya ciencia innata constituye una
de las facultades divinas, habría debido advertir lo que sucedería; sin
embargo, se enfureció terrible y ridículamente: maldijo a Satanás, al hombre y
al mundo creados por él, hiriéndose, por decirlo así, en su propia creación,
como hacen los niños cuando se encolerizan; y no contento con alcanzar a
nuestros antepasados en el presente, los maldijo en todas las generaciones del
porvenir, inocentes del crimen cometido por aquéllos. Nuestros teólogos
católicos y protestantes hallan que eso es muy profundo y muy justo,
precisamente porque es monstruosamente inicuo y absurdo. Luego, recordando que
no era sólo un Dios de venganza y de cólera, sino un Dios de amor, después de
haber atormentado la existencia de algunos millares de pobres seres humanos y
de haberlos condenado a un infierno eterno, tuvo piedad del resto y para
salvarlo, para reconciliar su amor eterno y divino con su cólera eterna y
divina siempre ávida de víctimas y de sangre, envió al mundo, como una víctima
expiatoria, a su hijo único a fin de que fuese muerto por los hombres. Eso se
llama el misterio de la redención, base de todas las religiones cristianas. ¡Y
si el divino salvador hubiese salvado siquiera al mundo humano! Pero no; en el
paraíso prometido por Cristo, se sabe, puesto que es anunciado solemnemente,
que no habrá más que muy pocos elegidos. El resto, la inmensa mayoría de las
generaciones presentes y del porvenir, arderá eternamente en el infierno. En
tanto, para consolarnos, Dios, siempre justo, siempre bueno, entrega la tierra
al gobierno de los Napoleón III, de los Guillermo I, de los Femando de Austria
y de los Alejandro de todas las Rusias. Tales son los cuentos absurdos que se
divulgan y tales son las doctrinas monstruosas que se enseñan en pleno siglo
XIX, en todas las escuelas populares de Europa, por orden expresa de los
gobiernos. ¡A eso se llama civilizar a los pueblos! ¿No es evidente que todos
esos gobiernos son los envenenadores sistemáticos, los embrutecedores
interesados de las masas populares?.
Me he dejado
arrastrar lejos de mi asunto, por la cólera que se apodera de mí siempre que
pienso en los innobles y criminales medios que se emplean para conservar las
naciones en una esclavitud eterna, a fin de poder esquilmarlas mejor, sin duda
alguna. ¿Qué significan los crímenes de todos los Tropmann del mundo en
presencia de ese crimen de lesa humanidad que se comete diariamente, en pleno
día, en toda la superficie del mundo civilizado, por aquellos mismos que se
atreven a llamarse tutores y padres de pueblos? Vuelvo al mito del pecado
original. Dios dio la razón a Satanás y reconoció que el diablo o había
engañado a Adán y a Eva prometiéndoles la ciencia y la libertad, como
recompensa del acto de desobediencia que les había inducido a cometer; porque
tan pronto como hubieron comido del fruto prohibido, Dios se dijo a sí mismo
(véase la Biblia): "He aquí que el hombre se ha convertido en uno de
nosotros, sabe del bien y del mal; impidámosle, pues, comer del fruto de la
vida eterna a fin de que no se haga inmortal como nosotros. "Dejemos ahora
a un lado la parte fabulesca de este mito y consideremos su sentido verdadero.
El sentido es muy claro. El hombre se ha emancipado, se ha separado de la
animalidad y se ha constituido como hombre; ha comenzado su historia y su
desenvolvimiento propiamente humano por un acto de desobediencia y de ciencia,
es decir, por la rebeldía y por el pensamiento.
Tres elementos o,
si queréis, tres principios fundamentales, constituyen las condiciones
esenciales de todo desenvolvimiento humano, tanto colectivo como individual, en
la historia: 1º la animalidad humana; 2º el pensamiento, y 3º la rebeldía. A la
primera corresponde propiamente la economía social y privada; la segunda, la
ciencia, y a la tercera, la libertad. Los idealistas de todas las escuelas, aristócratas
y burgueses, teólogos y metafísicos, políticos y moralistas, religiosos,
filósofos o poetas, sin olvidar los economistas liberales, adoradores
desenfrenados de lo ideal, como se sabe-, se ofenden mucho cuando se les dice
que el hombre, con toda su inteligencia magnifica, sus ideas sublimes y sus
aspiraciones infinitas, no es, como todo lo que existe en el mundo, más que
materia, más que un producto de esa vil materia. Podríamos responderles que la
materia de que hablan los materialistas -materia espontánea y eternamente
móvil, activa, productiva; materia química u orgánicamente determinada, y
manifestada por las propiedades o las fuerzas mecánicas, físicas, animales o
inteligentes que le son inherentes por fuerza- no tiene nada en común con la
vil materia de los idealistas. Esta última, producto de su falsa abstracción,
es efectivamente un ser estúpido, inanimado, inmóvil, incapaz de producir la
menor de las cosas, un caput mortum, una rastrera imaginación opuesta a esa
bella imaginación que llaman Dios, ser supremo ante el que la materia, la
materia de ellos, despojada por ellos mismos de todo lo que constituye la
naturaleza real, representa necesariamente la suprema Nada. Han quitado a la
materia la inteligencia, la vida, todas las cualidades determinantes, las
relaciones activas o las fuerzas, el movimiento mismo sin el cual la materia no
sería siquiera pesada, no dejándole más que la imponderabilidad y la
inmovilidad absoluta en el espacio; han atribuido todas esas fuerzas,
propiedades y manifestaciones naturales, al ser imaginario creado por su
fantasía abstractiva; después, tergiversando los papeles, han llamado a ese
producto de su imaginación, a ese fantasma, a ese Dios que es la Nada:
"Ser supremo". Por consiguiente han declarado que el ser real, la
materia, el mundo, es la Nada. Después de eso vienen a decimos gravemente que
esa materia es incapaz de reducir nada, ni aun de ponerse en movimiento por sí
misma, y que, por consiguiente, ha debido ser creada por Dios.
En otro escrito he
puesto al desnudo los absurdos verdaderamente repulsivos a que se es llevado
fatalmente por esa imaginación de un Dios, sea personal, sea creador y
ordenador de los mundos; sea impersonal y considerado como una especie de alma
divina difundida en todo el universo, del que constituiría el principio eterno;
o bien como idea indefinida y divina, siempre presente y activa en el mundo y
manifestada siempre por la totalidad de seres materiales y finitos. Aquí me
limitaré a hacer resaltar un solo punto. Se concibe perfectamente el
desenvolvimiento sucesivo del mundo material, tanto como de la vida orgánica,
animal, y de la inteligencia históricamente progresiva, individual y social,
del hombre en ese mundo. Es un movimiento por completo natural de lo simple a
lo compuesto, de abajo arriba o de lo inferior a lo superior; un movimiento
conforme a todas nuestras experiencias diarias, y, por consiguiente, conforme
también a nuestra lógica natural, a las propias leyes de nuestro espíritu, que,
no conformándose nunca y no pudiendo desarrollarse más que con la ayuda de esas
mismas experiencias, no es, por decirlo así, más que la reproducción mental,
cerebral, o su resumen reflexivo. El sistema de los idealistas nos presenta
completamente lo contrario. Es el trastorno absoluto de todas experiencias
humanas y de ese buen sentido universal y común que es condición esencial de
toda ente humana y que, elevándose de esa verdad tan simple tan unánimemente
reconocida de que dos más dos son cuatro, hasta las consideraciones científicas
más sublimes y más complicadas, no admitiendo por otra parte nunca nada que no
sea severamente confirmado por la experiencia o por la observación de las cosas
o de los hechos, constituye la única base seria de los conocimientos humanos.
En lugar de seguir la vía natural de abajo arriba, lo inferior a lo superior y
de lo relativamente simple a lo complicado; en lugar de acompañar prudente,
racionalmente, el movimiento progresivo y real del mundo llamado inorgánico al
mundo orgánico, vegetal, después animal, y después específicamente humano; de
la materia química o del ser químico a la materia viva o al ser vivo, y del ser
vivo al ser pensante, los idealistas, obsesionados, cegados e impulsados por el
fantasma divino que han heredado de la teología, toman el camino absolutamente
contrario. Proceden de arriba a abajo, de lo superior a lo inferior, de lo
complicado a lo simple. Comienzan por Dios, sea como persona, sea como
sustancia o idea divina, y el primer paso que dan es una terrible voltereta de
las alturas sublimes del eterno ideal al fango del mundo material; de la
perfección absoluta a la imperfección absoluta; del pensamiento al Ser, o más
bien del Ser supremo a la Nada. Cuándo, cómo y por qué el ser divino, eterno,
infinito, lo Perfecto absoluto, probablemente hastiado de sí mismo, se ha
decidido al salto mortal desesperado; he ahí lo que ningún idealista, ni
teólogo, ni metafísico, ni poeta ha sabido comprender jamás él mismo ni
explicar a los profanos. Todas las religiones pasadas y presentes y todos los
sistemas de filosofía transcendentes ruedan sobre ese único o inicuo misterio.
Santos hombres, legisladores inspirados, profetas, Mesías, buscaron en él la
vida y no hallaron más que la tortura y la muerte. Como la esfinge antigua, los
ha devorado, porque no han sabido explicarlo. Grandes filósofos, desde
Heráclito y Platón hasta Descartes, Spinoza, Leibnitz, Kant, Fichte, Schelling
y Hegel, sin hablar de los filósofos hindúes, han escrito montones de volúmenes
y han creado sistemas tan ingeniosos como sublimes, en los cuales dijeron de
paso muchas bellas y grandes cosas y descubrieron verdades inmortales, pero han
dejado ese misterio, objeto principal de sus investigaciones trascendentes, tan
insondable como lo había sido antes de ellos. Pero puesto que los esfuerzos
gigantes -como de los más admirables genios que el mundo conoce y que durante
treinta siglos al menos han emprendido siempre de nuevo ese trabajo de Sísifo-
no han culminado sino en la mayor incomprensión aún de ese misterio, ¿podremos
esperar que nos será descubierto hoy por las especulaciones rutinarias de algún
discípulo pedante de una metafísica artificiosamente recalentadas y eso en una
época en que todos los espíritus vivientes y serios se han desviado de esa
ciencia explicable, surgida de una transacción, históricamente explicable sin
duda, entre la irracionalidad de la fe y la sana razón científica?.
Es evidente que
este terrible misterio es inexplicable, es decir, que es absurdo, porque lo
absurdo es lo único que no se puede explicar. Es evidente que el que tiene
necesidad de él para su dicha, para su vida, debe renunciar a su razón y,
volviendo, si puede, a la ingenua, ciega, estúpida, repetir con Tertuliano y
con todos los creyentes sinceros estas palabras que resumen la quintaesencia
misma de la teología: Credoquia absurdum. Entonces toda discusión cesa, y no
queda más que la estupidez triunfante de la fe. Pero entonces se promueve
también otra cuestión: ¿Cómo puede nacer en un hombre inteligente e instruido
la necesidad de creer en ese misterio?. Que la creencia en Dios creador,
ordenador y juez, maldiciente, salvador y bienhechor del mundo se haya
conservado en el pueblo, y sobre todo en las poblaciones rurales, mucho más aún
que en el proletariado de las ciudades, nada más natural. El pueblo
desgraciadamente, es todavía muy ignorante; y es mantenido en su ignorancia por
los esfuerzos sistemáticos de todos los gobiernos, que consideran esa
ignorancia, no sin razón, como una de las condiciones más esenciales de su
propia potencia. Aplastado por su trabajo cotidiano, privado de ocio, de
comercio intelectual, de lectura, en fin, de casi todos los medios y de una
buena parte de los estimulantes que desarrollan la reflexión en los hombres, el
pueblo acepta muy a menudo, sin crítica y en conjunto las tradiciones
religiosas que, envolviéndolo desde su nacimiento en todas las circunstancias
de su vida, y artificialmente mantenidas en su seno por una multitud de
envenenadores oficiales de toda especie, sacerdotes y laicos, se transforman en
él en una suerte de hábito mental moral, demasiado a menudo más poderoso que su
buen sentido natural. Hay otra razón que explica y que legitima en cierto modo
las creencias absurdas del pueblo. Es la situación miserable a que se encuentra
fatalmente condenado por la organización económica de la sociedad en los países
más civilizados de Europa. Reducido, tanto intelectual y moralmente como en su
condición material al mínimo de una existencia humana, encerrado en su vida
como un prisionero en su prisión, sin horizontes, sin salida, sin porvenir
mismo, si se cree a los economistas, el pueblo debería tener el alma
singularmente estrecha y el instinto achatado de los burgueses para no
experimentar la necesidad de salir de ese estado; pero para eso no hay más que
tres medios, dos de ellos ilusorios y el tercero real. Los dos primeros son el
burdel y la iglesia, el libertinaje del cuerpo y el libertinaje del alma; el
tercero es la revolución social. De donde concluyo que esta última únicamente,
mucho más al menos que todas las propagandas teóricas de los librepensadores,
será capaz de destruir hasta los mismos rastros de las creencias religiosas y
de los hábitos de desarreglo en el pueblo, creencias y hábitos que están más
íntimamente ligados de lo que se piensa; que, sustituyendo los goces a la vez
ilusorios y brutales de ese libertinaje corporal y espiritual, por los goces
tan delicados como reales de la humanidad plenamente realizada en cada uno de
nosotros y en todos, la revolución social únicamente tendrá el poder de cerrar al
mismo tiempo todos los burdeles y todas las iglesias. Hasta entonces, el
pueblo, tomado en masa, creerá, y si no tiene razón para creer, tendrá al menos
el derecho.
Hay una categoría
de gentes que, si no cree, debe menos aparentar que cree. Son todos los
atormentadores, todos los opresores y todos los explotadores de la humanidad.
Sacerdotes, monarcas, hombres de Estado, hombres de guerra, financistas
públicos y privados, funcionarios de todas las especies, policías, carceleros y
verdugos, monopolizadores, capitalistas, empresarios y propietarios, abogados,
economistas, políticos de todos los colores, hasta el último comerciante, todos
repetirán al unísono estas palabras de Voltaire: Si Dios no existiese habría
que inventario. Porque, comprenderéis, es precisa una religión para el pueblo.
Es la válvula de seguridad. Existe, en fin, una categoría bastante numerosa de
almas honestas, pero débiles, que son demasiado inteligentes para tomar en
serio los dogmas cristianos, los rechazan en detalle, pero no tienen ni el
valor, ni la fuerza, ni la resolución necesarios para rechazarlos totalmente.
Dejan a vuestra crítica todos los absurdos particulares de la religión, se
burlan de todos los milagros, pero se aferran con desesperación al absurdo
principal, fuente de todos los demás, al milagro que explica y legitima todos
los otros milagros: a la existencia de Dios. Su Dios no es el ser vigoroso y
potente, el Dios brutalmente positivo de la teología. Es un ser nebuloso,
diáfano, ilusorio, de tal modo ilusorio que cuando se cree palparle se
transforma en Nada; es un milagro, un ignis fatuus que ni calienta ni ilumina.
Y, sin embargo, sostienen y creen que si desapareciese, desaparecería todo con
él. Son almas inciertas, enfermizas, desorientadas en la civilización actual,
que no pertenecen ni al presente ni al porvenir, pálidos fantasmas eternamente
suspendidos entre el cielo y la tierra, y que ocupan entre la política burguesa
y el socialismo del proletariado absolutamente la misma posición. No se sienten
con fuerza ni para pensar hasta el fin, ni para querer, ni para resolver, y
pierden su tiempo y su labor esforzándose siempre por conciliar lo
inconciliable. En la vida pública se llaman socialistas burgueses. Ninguna
discusión con ellos ni contra ellos es posible... continuará...
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