La especificidad del populismo - Ernesto Laclau
Autor de Hegemonía
y estrategia socialista, en conjunto con Chantal Mouffe, y La razón populista,
entre otras publicaciones, fue entrevistado por el filósofo y ensayista
político mendocino Roberto Follari.
En una nota
especial para Veintitrés, el filósofo mendocino realizó una entrevista al
reconocido autor.
R.F.:–¿Puede
afirmarse que el populismo es un modo de recuperación de la política?
E.L.: –Sí y no.
Evidentemente hay formas de accionar político que no son populistas. La
especificidad del populismo como forma de la política es que es un discurso
dicotomizante que divide a la sociedad en dos campos opuestos, que constituye
al “pueblo” sobre la base de interpelar a los de abajo contra el poder
institucional constituido. Pero un discurso que hiciera lo opuesto, que
desarticulara las identidades populares mediante la absorción institucional de
demandas particulares, no dejaría por eso de ser político. Lo que sí cabe
preguntarse es si esta dicotomización del campo social a la que acabo de referirme
no es inherente a todo antagonismo social y si, en tal sentido, no hay algo de
populismo en todo discurso político. Incluso el más institucionalista de los
discursos tiene que constituir agentes sociales que lo apoyen, y
presumiblemente lo hace oponiéndose a formas alternativas del accionar
político. Vistas las cosas desde este ángulo, podría decirse que, si bien lo
político no es sinónimo de populismo, la operación política mínima, que
consiste en plantear alternativas a la situación existente, tiene una dimensión
que es populista.
R.F.: –Los
institucionalistas atacan a los populismos calificándolos de
antiinstitucionales. ¿Qué podría responderse a ello?
E.L.: –Creo que
populismo e institucionalismo se oponen en un punto decisivo. La tendencia del
populismo es crear la equivalencia entre una pluralidad de demandas sociales,
en tanto que el institucionalismo tiende a su absorción diferencial y, en su
forma más acabada, a reemplazar a la política por la administración. La forma
extrema de institucionalismo sería un gobierno puramente tecnocrático. Ya en el
siglo XIX Saint-Simon preconizaba el reemplazo del gobierno de los hombres por
la administración de las cosas. Esta mentalidad administrativista es la que
dominó ideológicamente a las elites políticas latinoamericanas en las últimas
décadas del siglo XIX y los comienzos del siglo XX. El lema del general Roca en
Argentina era ‘Paz y administración’. Y en la bandera brasileña todavía puede
leerse ‘Ordem e progresso’, que era lo fórmula acuñada por el templo
positivista de Río de Janeiro.
Lo que es preciso
entender es que las instituciones políticas no son nunca neutrales, sino una
cristalización de las relaciones de fuerza entre los grupos y que, por tanto,
todo proyecto de cambio social, cualquiera sea su orientación ideológica,
chocará necesariamente, en cierto punto, con el orden institucional vigente.
Podríamos decir que, por reducción al absurdo, institucionalismo total y
populismo total son los dos extremos ideales de un continuo, dominado el
primero por la lógica de la diferencia y el segundo por la de la equivalencia.
En la práctica, todo régimen político se construye en algún punto al interior
de este continuo y combina, en proporciones diversas, a ambas lógicas. No puede
existir un régimen tan puramente institucionalista que haga en un ciento por
ciento imposibles las equivalencias populares, ni uno tan puramente populista
que carezca de todo anclaje institucional.
R.F.: –¿Tiene
pertinencia aún –a su juicio– la referencia a cambio de modo de producción, o
cambios como los producidos por Evo o por Chávez están en el máximo horizonte
de lo posible?
E.L.: –“Modo de
producción” es una categoría en buena medida perimida. En su apogeo, significó
una combinación estrictamente necesaria entre un estadio determinado en el
desarrollo de las fuerzas productivas y un sistema –también preciso– de las
relaciones de producción, que constituiría la infraestructura de la sociedad.
Hoy ya nadie piensa en estos términos. Ya en los años 60 había dudas crecientes
acerca de la pertinencia del concepto. La escuela althusseriana, por ejemplo,
trató de enfrentar estas dificultades introduciendo lo político y lo ideológico
en el interior mismo del concepto y, algunos años más tarde Etienne Balibar,
miembro prominente de esa escuela, sostuvo que había que subsumir al modo de
producción en formaciones sociales más amplias, con lo que perdía toda función
de determinación infraestructural. En los hechos, la noción de “formación
hegemónica debería tomar la centralidad que en el discurso marxista tradicional
correspondía al concepto de modo de producción. Es decir, que un socialismo del
siglo XXI, para usar la expresión de Chávez, no puede consistir en la
socialización total de los medios de producción. Lo que se dará en todos los
casos será una combinación entre las relaciones de Mercado y la función
regulatoria del Estado, que es capital. Acentuar este último aspecto es lo que
define a un socialismo viable y lo diferencia de los enfoques neoliberales, que
postulan la ilimitada capacidad autorregulatoria de los mercados.
R.F.: –¿Cómo podría
responderse a quienes conciben el liderazgo personalista de los populismos como
una condición antidemocrática?
E.L.: –Afirmando
que esa deriva antidemocrática es en buena medida una ficción. Desde luego que
siempre es posible que un régimen populista degenere en autoritarismo –no hay
más que pensar en el Zimbawe de Mugabe– pero la deriva autoritaria también
puede darse a partir de regímenes altamente institucionalistas –es el caso de
las tecnocracias, a que antes nos refiriéramos. El régimen de Mugabe es, sin
duda, autoritario, pero por eso mismo ha dejado hace mucho de ser populista:
carece de toda capacidad de movilizar auténticamente a las masas. En otros
casos africanos, por el contrario, la ecuación ha sido diferente: han sido
capaces de combinar un liderazgo con interpelación populista y un desarrollo
equivalencial democrático de las demandas sociales, con alta participación de
las masas en la gestión política. Tal fue el caso de la Tanzania de Nyerere. En
general, podemos decir que un populismo sano combina la dimensión horizontal de
la expansión de la democracia popular con la dimensión vertical ligada a la
acción del Estado.
R.F.: –¿Tiene Ud.
alguna hipótesis sobre por qué el populismo ha tenido –tal cual tiene también
hoy– una especial vigencia en Latinoamérica, en comparación con otras regiones
del mundo?
E.L.: –No creo que
el populismo sea un fenómeno restringido a América Latina. En los últimos años
hemos visto una proliferación de movilizaciones populistas de distinto signo
ideológico (de derecha o de izquierda) en distintas partes del mundo. En África,
en el sudeste asiático, en el mundo árabe. En Europa Oriental hemos asistido al
surgimiento de populismos étnicos profundamente reaccionarios y la historia de
los Estados unidos está surcada por movilizaciones populistas que han definido
redefinido en varias etapas la fisionomía de la política. Las razones de la
larga vigencia de la forma populista de la política en América Latina se
vinculan al modo en que los Estados latinoamericanos se constituyeron. Hablando
de la Europa de comienzos del siglo XIX C.B.Macpherson observa que, al comienzo
de ese siglo “liberalismo” y “democracia” eran conceptos con connotaciones
evaluativas diferentes: el liberalismo era un régimen político perfectamente
respetable en tanto que la democracia era una denominación peyorativa porque se
la asociaba con el gobierno de la turba y el odiado jacobinismo. Se necesitó
todo el largo y torturado proceso de revoluciones y reacciones del siglo XIX
para establecer un puente que permitiera una integración entre ambos. Pues
bien, ese puente nunca se estableció en América Latina. Los Estados liberales
se constituyeron en la segunda mitad del siglo XIX, pero ellos fueron la forma
de organización política que se dieron las oligarquías terratenientes locales,
con escasa capacidad para absorber las demandas democráticas de las masas. Por
eso cuando las movilizaciones de estas últimas adquieren una intensidad
creciente al comenzar el nuevo siglo, ellas se expresaron a través de formas
políticas que rompían con las reglas del liberalismo –en muchos casos a través
de dictaduras militares de carácter nacionalista (que eran democráticas porque
respondían a las aspiraciones de las masas, pero que definitivamente no eran
liberales). En las décadas subsiguientes vemos la aparición de fenómenos
políticos tales como el varguismo en Brasil, el peronismo en Argentina, el MNR
en Bolivia y el primer ibañismo en Chile, por citar sólo los casos más
evidentes. Se da así una bifurcación en la tradición latinoamericana entre una
corriente liberal-democrática y otra nacional-popular. Esta dualidad dominará
el conjunto de la historia latinoamericana del siglo XX y está aún viva, con la
peculiaridad de que, los nuevos regímenes nacional-populares latinoamericanos
son respetuosos de las formas estatales liberales de un modo que no lo habían
sido los populismos de viejo cuño.
R.F.: –Desde su
teorización en La razón populista acerca de la cadena equivalencial de
demandas, ¿queda algún lugar para retomar su primer noción sobre el populismo
–cuando escribió Política e ideología en la teoría marxista– como respuesta a
la interpelación producida por el discurso del líder?
E.L.: –El momento
de la interpelación por parte del líder continúa teniendo una importancia
central. Pero debemos estar claros acerca de un punto: el líder no crea la
cadena equivalencial sino que la ayuda a consolidarse. Procesos subyacentes de
equivalencias entre demandas deben preexistir y constituir algo así como la
infraestructura de la interpelación populista. Una cierta solidaridad difusa
debe existir entre, por ejemplo, demandas concernientes a la vivienda, a la
salud, al transporte, a la escolaridad, a la seguridad, etc., que la palabra
del líder ayuda a cristalizar en torno a ciertos símbolos y a avanzar hacia
objetivos políticos claramente definidos. Si el discurso del líder es un factor
activo en la constitución del pueblo como sujeto político, las demandas
populares no son tampoco creadas de la nada: están ya allí y una interpelación
que no se vinculara a ellas no tendría el menor eco.
R.F.: –En Debates y
combates ud. discute a Negri, entendiendo que hay en él una cierta negación de
la política. ¿Qué respondería Ud. a los marxistas que afirman que la política
realizada en torno al poder del Estado sería sólo “la forma burguesa (actual)
de la política”, y que por ello hay una forma de política posible que no se
rige por lo que hoy solemos llamar “política”? Es decir, una noción de la
política como extinción de la forma/Estado.
E.L.: –Yo
respondería que la extinción del Estado es una idea enteramente perimida. Es
interesante ver cómo surgió. Para Hegel la burocracia (entendida como conjunto
de los aparatos estatales) constituía la clase universal, en tanto que la
sociedad civil era el mundo del particularismo y de los intereses sectoriales.
Marx pone en cuestión esta división. Para él el Estado está también dominado
por el particularismo de los intereses privados, es tan sólo un instrumento de
la clase dominante. Lo universal tiene que emerger del seno de la sociedad
civil, para lo cual se requiere la constitución de una clase que, al
emanciparse a sí misma, emancipe también al conjunto de la sociedad. La función
de clase universal es así transferida del Estado al proletariado. Y en la
sociedad reconciliada que el marxismo postulaba, el Estado y la política no
tenían lugar alguno. El destino del Estado, por tanto, era su progresiva
extinción. Desde este punto de vista Gramsci representa una superación tanto de
la visión de Hegel como de la de Marx. Coincide con Marx en que la localización
exclusiva de lo universal en la instancia estatal es incorrecta –la drástica
separación entre Estado y sociedad civil debía ser eliminada (según afirmaba:
la construcción de la hegemonía comienza en la fábrica). Pero coincide con
Hegel en que el momento de lo universal es político –es lo que llamó
“hegemonía”–. En tanto que Marx hablaba de la extinción del Estado, Gramsci
hablaba de la constitución de un “Estado integral”. Y está claro que este
último no tiene nada que ver con la forma burguesa de la política.
A nadie le importa Laclau. Lo que importa es el dólar
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