y aunque la línea está cortada señalando el
fin
yo sólo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo.
yo sólo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo.
Bob Dylan
A veces pienso que los días de mi vida se parecen a las teclas de esta máquina. Son redondos y precisos y justamente porque no hacen otra cosa que escribir.
Paco Urondo me ha dicho quiero que escribas
algo para el Diario de Mendoza. Y yo le he dicho que bueno, que sí a esa
voz precipitada que se dispara desde algún rincón de esta madre Baires y
atraviesa una milla de paredes, y antes de colgar la voz me ha dicho un día de
estos tomamos un café y charlamos y yo he dicho que sí, que bueno y le he
pedido a mi vieja que me sirva un café y bebo en honor de Paco este solitario
café que de otra manera se enfriaría en el pocilio esperando el día porque aquí
no hay tiempo realmente para las ceremonias del ocio y todo se reduce a voces y
urgencias y paredes y señales.
Y ahora me siento a escribir y en el mismo
momento, a seiscientos kilómetros de aquí, mi amigo Lirio Rocha se sienta en la
puerta de su rancho, porque sus días son igualmente redondos, solo que en otro sentido, y si el mar lo
permite son también precisos, a su manera, se sienta, como digo, en la puerta
de su rancho, en la Punta del Diablo, al norte de Cabo Polonio, entre el faro
de Polonio y el de Chuy, y mira el mar después de cabalgar un día sobre el lomo
de su chalana, porque es el tiempo de la zafra del tiburón, ese oscuro pez del
invierno hecho a su imagen y semejanza, y se pregunta (es necesario que se
pregunte para que yo siga vivo porque yo soy tan solo su memoria), se pregunta, digo, qué hará
el flaco, es decir, yo, seiscientos kilómetros más abajo en el mismo atardecer.
Y entonces yo me pregunto a mí vez qué es lo
que hago realmente, o para decirlo de otra manera por qué escribo, que es lo
que se pregunta todo el mundo cuando se le cruza por delante uno de nosotros, y
entonces uno pone cara de atormentado y dice que está en la Gran Cosa, la
misión y toda esa lata, pero yo sé que a mi amigo Lirio Rocha no puedo decirle
nada de eso porque él sí que
está en la Gran Cosa, esto es, en la vida y que yo hago lo que hago, si
efectivamente es hacer algo, como una forma de contarme todas las vidas que no
pude vivir, la de Lirio por ejemplo, que esta madrugada volverá al mar, de
manera que se duerme y me olvida.
Y yo dejo de golpear esta máquina. Y ahora,
que es noche cerrada y las voces y las paredes se han muerto hasta mañana y la
Gran Noche de Buenos Aires
se parece al mar, pongo un disco de Jobim para no morirme del todo y pienso en
mi otro amigo, porque es el momento de los amigos y las ausencias, mi amigo
Alfonso Domínguez, capitán, que vive también frente al mar, algunas millas más
abajo sobre el lomo salado del Cabo de Santa María y que toca la flauta como
Herbie Mann y talla mascarones como el Aleijandinho y aparte de eso calcula la
derrota de cada barco que pasa en el horizonte y bebe una copa de vino a cada
cambio de viento, siempre que no tarde demasiado, y entonces vuelvo a golpear
otra tecla y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si
no es por este viejo artificio, y que es igualmente urgente y necesario que mi
amigo Antonio Di Benedetto y Mercedes del Carmen Thierry, que tiene los ojos
más sabios del mundo, y don Florencio Giacobone que vive en Rivadavia y prepara
las mejores conservas de este lado de la tierra y que todos los inviernos baja
al Delta a faenar un par de cerdos en el almacén del Nene Bruzzone, que nació
en las islas y tripuló aquel doble par de leyenda con el flaco Bataglia cuando
todos los remeros eran campeones, y el resto generoso de los muchos y buenos
amigos de Mendoza tengan noticias de estos otros amigos que viven frente al
mar, y es así que por fin entiendo cuál es la Gran Cosa, porque yo los junto a
todos ellos, salto sobre las distancias y el tiempo y los junto a todos ellos
en esta mesa del recuerdo que tiendo y sirvo para mis amigos.
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