Cuenta
la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lun, que vivía en el
reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era famoso por su habilidad y
rapidez al decapitar a sus víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta
aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una
persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y
practicó y finalmente, en su año sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un
atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con graciosa velocidad;
las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el
patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad
que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente
al verdugo:
-¿Por
qué prolongas mi agonía? -le preguntó-. ¡Habías sido tan misericordiosamente
rápido con los otros!
Fue el
gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su vida. En su
rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
-Tenga
la bondad de inclinar la cabeza, por favor.
Auch!
ResponderEliminarTerrible final...
ResponderEliminarCuando leí en cuento pensé inmediatamente en Magnetto y en Durán Barba. En definitva, y ante la vista del público, el verdugo no es quién mata al ajusticiado, el desenlace deviene cuando el hombre decide inclinar la cabeza para dejar de sufrir..