La cátedra de los gatos
Beethoven - El Gato Triste y Azul - Moonlight
Beethoven - El Gato Triste y Azul - Moonlight
Estoy extenuado, algo acostumbrado quizás,
acaso levemente rendido ante los males que como hipoteca humana uno tiene la
obligación de disfrutar por gravamen temporal. Resistirse es cuestión absurda;
arribar al final del sendero y que ese finito sea una vaga parodia del camino
no me parece seductor. Borges se colocó ante la muerte con una actitud de
acatamiento, carente de humildad, miedo o desesperación. Yo no puedo, y la
mayoría de las personas que quiero y conozco tampoco. De alguna manera envidio
sanamente al maestro. El crepúsculo es muy bello, sólo si la mañana siguiente
continúa siendo un evento irreversible. Sigo repasando sus historias. Leo una
certera definición de la Muerte: Sucia como el nacimiento del hombre. Pienso.
Qué soberbia provocación resulta higienizar buenamente aquello que se encuentra
entre márgenes tan sórdidos. Me sirvo una nueva taza de café al cual le añado
tres gotas de edulcorante - quema, espero -
repaso viejas fotos, noto que algunas me cuentan novedades. Paisajes que
no recordaba conocer, personas ajenas que me abrazan con una dosis de
incomprensible afecto. Distingo varias mascotas, más precisamente gatos,
animales que mejoran y facilitan exponencialmente la visualización de mi nuevo
pasado. No alcanzo a recordar las razones que motivaron abandonar aquella sana
costumbre de ser elegido por un gato. Y es lógico que ignore algo que no
sucedió, debido a que si bien cumplen el rol de mascota uno no las elige, ellos
son los que deciden. Vale decir que yo no abandoné la costumbre, en realidad
ellos optaron por excusarse. Sabiduría felina me atrevo a sentenciar. El café
está templado y a punto. Excepto por el asunto de los gatos, aún no he logrado
purificar el sendero. Continúo con el recorrido. Un chiquito de unos cuatro
años me avisa que alguna vez fui padre, una nena de dos me lo ratifica. Algo
mejora. No mucho. No es responsabilidad de ellos, espero evitar cualquier
confusión al respecto, en todo caso es por una visión muy particular y un tanto
extraña que tengo de la cosa. No les gustó mi propuesta, dejé que decidieran,
no luché – no estoy muy convencido que la lucha se constituya como válida en
estas cuestiones - acaso siempre pensé que la mejor manera de estar con un
afecto es evitando toda obligación, sea del modo que sea, mimetizada o
taxativa, lo trascendental es el placer de la presencia, cuando eso no sucede
mejor no forzar. En estas otras fotos los veo algo más crecidos, en la playa y
en el campo, eran tiempos en los que viajaba a Buenos Aires cada quince días,
luego, a medida que fueron creciendo y asumiendo obligaciones y gustos lo
comencé a hacer una vez por mes, pasados diez años la travesía se fue diluyendo
de modo imperceptible. Ya no hay fotos en la playa, ni en el campo, ni siquiera
en el pueblo donde vivo. No tengo ganas de seguir, acaso observo que el
recorrido es tan obsceno como los extremos. Comienzo a repensar los dichos de
Borges. No veo muchas diferencias entre los extremos y el camino. Me sirvo otro
café, estos artilugios modernos que lo mantienen templado y a punto trabajan
malamente a favor de las adicciones. “He visto un arrabal infinito donde se
cumple una insaciable inmortalidad de ponientes” decía Borges, y cada foto es
un arrabal, una carta repleta de espejismos, errores ortográficos que se
reiteran con la soberbia que ostenta la infinitud. Rechazo la constancia de los
ponientes, alucinaciones que no vamos a tener la fortuna de padecer, al igual
que hacen los mezquinos cuando deciden rehusar de la mujer que nunca será.
De algún modo los odios comienzan a bosquejarse bajo la geometría de lo
imposible. Aunque pensándolo bien una cosa en nada se relaciona con la otra,
hay que ser muy poco hombre para estigmatizar a una dama que ni siquiera
percibe nuestra existencia. El tema de la finitud encierra incisos más
complejos, por lo menos así lo creo. Ruskin afirmaba que para la arquitectura y
la música: La Noche. Nunca dijo qué tipo de noche. Invernal o estival,
clara u oscura, acaso lluviosa, tal vez con niebla. Reconozco que estoy disfrutando
de esta noche. Puedo agregar entonces que para recorrer ciertas cañadas es
mejor hacerlo en la nocturnidad y en solitario. Me gusta leer de noche, también
escribir, aunque esto último cada vez lo realizo con menor asiduidad. En
definitiva observo mi aridez como un homenaje personal e inconsciente que le
hago a la literatura, no herirla con publicaciones banales es algo que muchos
escritores modernos deberían hacer, sobre todo aquellos que pretenden
transformar el arte en una crónica periodística. Y hablé de odios. Que suerte
no tenerlos. En ese sentido estimo que los gatos me fueron de gran ayuda para
obviar tamaña carga. Debe ser muy penoso transitar por el sendero de los
extremos sucios contaminando el paisaje, envileciendo un horizonte que en si propio
sostiene un desdoroso final. Ellos parecen no tener capacidad - o incapacidad - de odio, si están a
disgusto directamente escapan a merodear, no proponen conflictos terminales,
buscan embellecer su recorrido y lo hacen conscientes debido a que no dudan
sobre la precisión de la fórmula. Delinear un estado de víspera permanente
resulta el modelo a seguir, casi nada es definitivo, sólo el final, por lo
demás, el resto es perfectamente modificable. Un poco de comida, arrojarse bajo
alguna planta, mantenerse higienizado y estar siempre esperanzado ante la
posibilidad de una presa, atención permanente que el gato se reserva para sí
como anhelo de vigilia.
Autor: Gustavo
Marcelo Sala
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