Impotencia, ¿Pero de quién,
de Axel Kicillof o de los violentos?


En muchas oportunidades, durante un partido de fútbol, hemos percibido que un resultado adverso de carácter irreversible, sobre todo en situaciones límite, hace que un grupo no menor de hinchas trate de interrumpir el encuentro utilizando las más variadas estrategias: roturas de alambrados, invasión del terreno para el posterior saqueo, captura y robos de trofeos de guerra, proliferación de bengalas, artilugios explosivos, agresión directa contra los protagonistas, conforman la batería de tácticas que justamente devienen de la impotencia que dispara la resultante de un suceso no esperado, no deseado.

Vemos que en nuestra política contemporánea una gran cantidad de barrabravas “republicanos”, han resuelto, sobre la base de sus “justificados” disgustos, manifestar su impotencia por medio de la violencia, práctica y dialéctica. En el caso mencionado de los hinchas futboleros siempre la responsabilidad recae sobre una suerte de conspiración en donde la AFA, los árbitros, los jueces de línea y demás gestores son los responsables de sus reacciones. Lo mismo ocurre con los desmadrados “barrabravas republicanos”: la responsabilidad de sus dislates, según ellos, siempre la tiene el Gobierno Nacional, nunca el carácter irreflexivo y violento de su accionar.

Por eso para los periodistas y analistas de los medios dominantes es dable y sano insultar a cualquier funcionario que circule por las calles, con su familia o sin ella, ven razonable humillar a boca de jarro, con los epítetos más agraviantes, a toda persona que cuenta con la responsabilidad del mandato popular. Se reservan para sí el derecho de acusar infundadamente sobre cuanto delito se comete, aún los cometidos por las mismas corporaciones y hasta son comprensivos ante las imágenes nefastas que las hordas exhiben de altos funcionarios colgados o con balazos en la frente.

La impotencia, desde el punto de vista humano, en el ámbito de las relaciones humanas se puede manifestar de dos maneras: Con resignación o violentamente. Dentro del campo de la política ninguna de dos variables cuenta, resulta tan desafortunada una como otra.

La resignación labora como un antídoto eficazmente antipolítico, elemento que le roba militancia y participación a la única fuerza colectiva capaz de propiciar cambios sociales: el pueblo movilizado. Mientras que con la violencia se pretende pasar por encima de la voluntad popular irrespetando los plazos institucionales que determinan los mandatos.

¿Cómo se puede licuar la resignación o el odio que provocan la impotencia hacia un camino político positivo?. Primero estando absolutamente convencidos de que la política, dentro del marco del sistema democrático, es la única herramienta de cambio posible. A partir de allí comprender que la participación y la militancia dentro de estructuras orgánicas, partidos políticos tradicionales o nuevos, son los únicos elementos insoslayables para presentar un proyecto de Gobierno. Para Gobernar se necesitan cuadros políticos y técnicos afines. Trabajar en dicha construcción esperanzadora promueve que se canalice debidamente aquel sentimiento de impotencia. Luego las mayorías decidirán en consecuencia. No se puede ni se debe interrumpir el encuentro porque el resultado me es adverso. Ese intento solapado o concreto de interrupción merecería, no sólo un firme repudio social, sino además una ejemplar condena jurídica.

Ahora bien. Todo parte de un error inicial. Sentirse impotente, otorgándose de ese modo las debidas justificaciones a sus violencias, y creer que la política no nos ofrece la posibilidad de modificar los rumbos. Esa desconfianza en la política, como consecuencia, hace que el individuo desestime al propio sistema democrático. Entonces no respeta las decisiones populares, pone en duda los resultados electorales, siembran con sospechas de toda clase y tenor cualquier política pública o cualquier decisión política y anexan la falacia dictatorial como elemento distintivo. Aquí, lamentablemente, los conceptos de libertad individual y de libertad colectiva no ingresan dentro del debate. ¿Puede la libertad individual presentarse como tal, como argumento humanista, en tanto y en cuento restrinja la libertad de una importante porción de la sociedad? ¿Un sistema económico sin regulaciones estatales hasta dónde conspira en contra de la libertades individuales de buena parte de ella? El capital continuará siendo el factor limitante de esa libertad, de modo dibujar un sospechoso oxímoron: Si existen factores limitantes para el desarrollo individual y colectivo cómo encaja el concepto de libertad. Pregunta. ¿Todos estamos de acuerdo qué el trabajo, la educación, la vivienda, la salud, y la seguridad son derechos?.

Quizás ese sentimiento de impotencia radica en que los fervientes apóstatas de ese modelo saben perfectamente que al ser eminentemente excluyentes les resulta muy complejo contar  con las voluntades democráticas suficientes para arribar al Gobierno. Por eso no tienen  ningún reparo en manifestarse brutalmente en contra de algo que para ellos les resulta inexplicable. 

Es probable que en el marco de una sociedad con menor participación colectiva, acaso con el voto optativo, con mucho mayor arraigo en cuento a la consideración de las políticas librecambistas, estos colectivos violentos encuentren sus lechos de confortabilidad, su interna pacificación. Lo cierto es que por ahora, en nuestra sociedad, esa creencia o deseo, esa ausencia de militancia política conspira contra sus propias intenciones para modificar el modelo. Eso no es impotencia ni fracaso, es simplemente un error conceptual, una lectura equivocada sobre de qué se trata la democracia y qué características particulares sostenemos como Patria.

En lo personal, desde el año 1983 hasta el año 2003, nunca percibí las derrotas electorales bajo el prisma de la impotencia y menos aún desde fracaso político. De hecho y a partir de 1989 siempre estuve convencido que la farsa instalada y aceptada democráticamente desembocaría con resultado incierto y que era necesario estar políticamente preparado para el desafío, aunque más no sea para juntar los escombros. En el año 2003, lo inesperado, acaso el azar, nos regaló una duda que luego se transformó en realidad. Tal vez por eso, por considerar que mucho de la política encierra tintes de esperanza, jamás odie a mis adversarios, ninguno de ellos arribó al ejercicio de sus funciones mediante métodos espurios. Todos lo hicieron democráticamente. No tengo ningún derecho a exigirle desdorosamente y mediante aprietes e insultos a quien no vote para que haga lo que yo voté, es decir, que renuncie a sus convicciones y gobierne con las mías, traicionando de ese modo al colectivo social que lo llevó a la primera magistratura. Por 1989 Menem lo hizo, Angeloz cometió el error de anunciarlo con anticipación. Sin embargo Menem logró alianzas con el liberalismo y el conservadurismo nacional que le permitieron licuar una importante porción del peronismo que por entonces se escindió reivindicando su histórico discurso nacional y popular. Recuerdo el Grupo de los ocho y algunos actores sindicales de enorme coherencia como Germán Abdala.
Como ven, no hay razón para sentirse impotente y fracasado, el liberalismo llegó democráticamente al poder, acaso por un atajo, cuestión que desde lo conceptual no comparto, ya que esa supuesta traición de Menem en lugar de ser criticada o denostada políticamente fue ratificada en comicios libres y transparentes en varias oportunidades.


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