Giovanni
Papini
Cuatrocientas
cincuenta y tres
cartas de amor
En el último cajón de mi cómoda, al fondo,
encerradas con llave, hay cuatrocientas cincuenta y tres cartas de mujer. Son
cartas de amor, dirigidas a mí, todas de la misma mujer, de una mujer a la que
ya no amo desde hace mucho tiempo, a la que no he visto más, que no sé dónde
está. Son cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor; son todo lo que queda
de un gran amor.
Ese cajón lleno de cartas me turba. Yo no soy un
sentimental. Soy muy frío: más observador que apasionado. De esas cartas,
cenizas de un fuego, he hecho tema de estudio. Todo puede ser objeto
científico. Quiero librarme de ellas de esta manera. Si las destruyera
permanecerían allí como un vano lamento de mi corazón vacío.
Ante todo he empezado numerándolas una a una. Son
cuatrocientas cincuenta y tres, ni una más, ni una menos, de eso estoy seguro.
Las he puesto por orden cronológico: van de 1903 a 1906. Las he atado en
paquetes, mes por mes: enero 1903, cuatro; febrero 1903, dieciocho; marzo 1903,
treinta y dos, y así sucesivamente. Crecen, crecen; a medida que pasan los
meses, los paquetes son cada vez mayores. El máximo es el del mes de junio de
1904: cincuenta y siete cartas. Pero con el 1905 los paquetes adelgazan y
llegamos al mes de octubre de 1906: una sola, la
última, ¡si Dios quiere!
Las he pesado también (porque las cartas más
espirituales y líricas tienen, según los empleados de correos, su peso), las he
pesado cuidadosamente, unas cuantas a la vez; son en total 6.740 gramos; más de
seis kilos y medio, casi siete kilos. Es un peso discreto para un amor, y si
tuviera que llevarlo en un saco todo junto, no haría mucho camino.
He contado, también, una a una, las páginas. El
número de las páginas es espantoso: las mujeres escriben con una facilidad de
la que no tenemos idea. Para ellas, las palabras, tanto habladas como escritas,
no son monedas sagradas, sino céntimos que se pueden gastar a todas horas con
la más byroniana prodigalidad. Es verdad que esta mujer tenía una escritura muy
grande y dejaba mucho espacio entre líneas, pero, a pesar de todo, no puedo
convencerme de que sólo en cuatrocientas cincuenta y tres cartas haya podido
escribir tres mil doscientas noventa páginas. Ninguna carta tiene menos de
cuatro páginas y hay bastante de ocho, de diez, de doce e incluso de dieciséis.
Las cuentas salen, pero el asombro sigue siendo grande igualmente. Pienso que
si hubiera tenido que escribir todas esas páginas seguidas —esas tres mil
doscientas noventa páginas—, aunque hubiera podido escribir diez por hora,
habría invertido trescientas veintidós horas, es decir, trece días y trece
noches seguidas, sin descansar nunca. Creo que su amor, aunque es grandísimo,
no hubiese resistido semejante prueba.
No he tenido la paciencia, ni el tiempo, de contar
las palabras y las sílabas, pero mis investigaciones no se han detenido aquí.
He observado, por ejemplo, con cierto interés que los tipos de papel y de los
sobres son cuatro. Algunas cartas están en papel hecho a mano, gordo y pesado,
de color amarillo marfil viejo; otras, en papel pergamino, con sobres largos y
bajos; otras, en feísimo papel comercial blanco, pobre y filamentoso. Pero la
mayoría está en un papel ligero, a la inglesa, encerradas en aquellos sobres
azul oscuro impresos por dentro con trazos grises y negros para que no se
puedan leer las palabras desde fuera.
Tampoco he olvidado el lado cómico de mi
epistolario. Todo este papel ha sido fabricado, vendido al por mayor y luego
revendido al detalle. Según mis cálculos, que creo bastante exactos, porque
también yo he probado varios tipos de papel de cartas, considero que el costo
total del papel asciende a unas diecinueve liras y algunos céntimos. No es una
suma despreciable para quien no sea muy rico. Con diecinueve liras se pueden
hacer muchas cosas, sin comprar papel de cartas. Entran, por lo menos, cinco
novelas francesas de tres cincuenta cada una.
Pero el gasto del papel es lo de menos. Cada una de
estas cartas tiene un sello. De estas cuatrocientas cincuenta y tres cartas,
hay ciento doce que vienen de ciudades lejanas y trescientas cuarenta y una que
vienen de la misma ciudad donde vivo yo. Se trata, pues, de ciento doce sellos
de quince céntimos, que equivalen a dieciséis liras con ochenta céntimos, y de
trescientos cuarenta y un sellos de un céntimo, que importan diecisiete liras
con cinco céntimos. Sumándolo todo, papel y sellos, se ve que el gasto
sostenido por aquella pobre mujer enamorada es de unas cincuenta y dos liras.
Pero ¿dónde dejamos la tinta? Para escribir tres
mil doscientas noventa páginas se necesitan, por lo menos, cuatro botellas de
tinta. Pongamos que cada botella valga solamente sesenta céntimos, y el gasto
total asciende a casi cincuenta y cinco liras. Yo creo, en efecto, que el gasto
vivo, en dinero, de este amor ha sido, para mi corresponsal, un poco superior a
las cincuenta y cinco liras, y juraría que no puede haber llegado a sesenta. Su
valor actual es indudablemente bastante menor, casi nulo. El papel escrito no
es muy buscado y hay quien lo paga apenas a dos céntimos el kilo. De todo el
epistolario yo no sacaría más de sesenta y cinco céntimos como máximo. Está
claro que no vale la pena desprenderse de un recuerdo tan poético por tan poco.
Sin embargo, hay algo más —tanto para un historiador
como para un poeta— en estas cartas de lo que había cuando eran simples cajas
de papeles en la tienda del papelero. Hay todas las palabras escritas, hay toda
la pasión de tres años, hay una cantidad enorme de imágenes, de adjetivos y de
besos: hay, en suma, para abreviar, un poco de la vida profunda de un hombre y
de una mujer. ¡Y todo eso ya no vale nada!
Siento que soy inmensamente idiota con todos esos
cálculos y esas reflexiones. Yo estoy hecho así. No soy un sentimental. Soy un
observador de las cosas. Cuando veo un muerto, pienso en cuánto habrán gastado
los parientes en todas aquellas medicinas que no lo han podido salvar, y cuando
una madre llora, busco adivinar cuántos decilitros de lágrimas verterá en una
jornada, comprendida la noche. ¿Qué quieren? Yo estoy hecho así: no soy un
sentimental.
Y estas cuatrocientas cincuenta y tres cartas de
amor, encerradas con llave en el último cajón de mi cómoda, me fastidian un
poco. No quisiera tenerlas y no quisiera quemarlas. Y he hecho todo lo que he
podido para sacármelas del alma. Lo he contado y calculado todo y, sin embargo,
hay algo en el fondo de mi corazón que muge y gime y no está satisfecho. Pero
no hago caso. Yo no soy un sentimental.
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