El
Hombre del Rifle
y
la cultura del videojuego
Se menciona con cierta extrañeza que el
victimario de Connecticut pertenecía a una familia acomodada, ubicada social y
económicamente por sobre la media de la comarca, como si tal cosa incluyera
per-se distritos permeables a la malevolencia. Curioso laberinto, espejismo
prejuicioso pensar como probable que estas cuestiones conservan límites
pecuniarios asequibles y determinantes. “El que tiene guita no hace esas cosas”
afirmación muy ligada sobre todo en aquellos que observan al dinero como única
respuesta a todos los dilemas de la vida. Recuerdo el suicidio de Yabrán.
Muchos aún consideran que el tipo está vivo simplemente por ostentar fortuna. A
la persona de abolengo y hacienda – aplicando el siempre horroroso sentido
común - no se le suelen observar ni se
le admiten potenciales quebrantos. El capital parece inocular como vacuna
multipropósito todas las pandemias, cuestiones que supuestamente quedan
reservadas para aquellos que caminan por las veredas de la marginalidad. “El
tipo hizo tal o cual cosa porque era un excluido, un resentido social”. Aquí la
cosa, tristemente, suena más aceptable.
¿Qué es un videojuego violento sino un
intento subliminal, un simulador de muerte?
¿Acaso podemos relacionar esos promiscuos
espíritus aniquiladores que se van formando desde pequeños delante de las
pantallas de las PC, con el laxo sistema para acceder a la compra de armas, con determinados desequilibrios
personales? Es sólo una hipótesis, demasiado vaga para mi gusto.
Justamente las estadísticas (momios que
en este tipo de asuntos nada significan cuando uno forma parte de ellos)
demuestran lo contrario. Si detrás de cada persona que posee armas, que se
entretiene en las “redes sociales” con esos nefastos artificios y que sostiene
alguna clase de desequilibrio mental hubiera un potencial asesino estaríamos en
plena matanza global. ¿Y no lo estamos acaso? ¿Cuántas muertes y matadores se
necesitan para arribar al rango que califique la cosa como tal? ¿En algún
momento, como especie, fuimos algo distinto? ¿Muchas naciones no explicitan del
mismo modo sus apetencias políticas, sobre todo las más poderosas del planeta?
Algunas de estas preguntas pueden responder de modo concreto a aquella cuestión
que rezaba sobre los supuestos límites que propone el origen económico de los
desquiciados.
Demasiadas contradicciones como para no
tenerlas en cuenta. La violencia está inserta de forma multifacética en
nuestras sociedades y es muy difícil hallar algún período histórico en donde tal
dilema no existió. De asesinos seriales, de matadores compulsivos, de
sanguinarios exterminadores está sembrada nuestra universalidad, tiempos en los
cuales los videojuegos no existían, sin embargo otros simuladores hacían lo
suyo: Las guerras de la antigüedad, la esclavitud, las cruzadas, la
inquisición, el racismo, las conquistas de los nuevos mundos, el fascismo, son
ejemplos del caso. Planes de aniquilación planificados y ejecutados según
propia lógica y justificación, a la par que cientos de espontáneos perturbados
desarrollaban sus peores instintos urbanos.
En oportunidades se trata de forzar
explicaciones con el objeto de arribar a puertos convenientes (El gran sofisma:
ser concluyente a partir del embuste que presenta encauzar el debate a través
de la parte por el todo). En este caso se intenta, a mi entender groseramente,
imponer como verdad revelada que la sociedad estadounidense transita hacia la
decadencia debido a que dos o tres veces al año aparecen ciertos desquiciados
que abusan y malversan determinadas libertades taxativamente expresadas en la
carta magna. De ningún modo intento justificar conductas malevolentes, lo que
deseo es pensar de modo abarcativo qué es lo que la propia sociedad, en el
marco de sus conductas habituales, puede llegar a construir a partir de un
derecho. Llámese armas, auto, propiedad, o libertad. Hablo del corrimiento de la
línea, comprendiendo que muchas de las cuestiones que en el pasado eran
penalizables hoy no lo son y viceversa. Generalmente la norma se constituye a
partir de la detección del fenómeno.
La posesión de armas es un derecho, una
posibilidad legal que la constitución norteamericana exhibe, malversar ese
derecho implica entrar en el campo de la ilegalidad. El problema radica en el
concepto fundacional de la enmienda en cuestión. Por aquel entonces, estamos
hablando de fines del siglo XVIII, se concebía al Estado como un incipiente
agente con serias limitaciones para monopolizar del poder de fuego. La
seguridad interna no era política de Estado. Se formaban grupos parapoliciales
y paramilitares comarcales a discreción, los linchamientos solían reemplazar al
ámbito jurídico y la justicia por mano propia ostentaba formato de deber ser
social. Las espadas, los cuchillos y los revólveres en la cintura no son
caprichos cinematográficos. De modo que ante dicha licencia aquel Estado
prefirió que cada ciudadano tenga la opción de poseer armamento,
independientemente de considerar los debidos atributos que tan peligrosa
posesión debería obligar. Pero los tiempos han cambiado. Los Estados Unidos de
Norteamérica es el “Estado” con mayor capacidad de fuego que existe en el
planeta de modo que ceder el monopolio interno de dicho poder a favor de una
enmienda que se extendió por razones que ya no existen me parece ciertamente
revisable, por fuera de sostener que inmiscuirse dentro del campo de las causas
sociales sería el camino que en lo personal más me agrada.
A la par de la existencia de una
multiplicidad de estímulos exógenos para que el arma sea un elemento más del
mobiliario hogareño, dichos estímulos se hallan muy bien publicitados por la
cadena productiva: fabricantes, intermediarios y comerciantes obtienen enormes
ganancias económicas con la venta de esos productos. Sin tener en cuenta el
mercado negro.
Vale decir, hay una importante porción de
la sociedad estadounidense (Gerentes, supervisores, obreros, auxiliares,
transportistas, exportadores, publicistas, etc., etc., etc.) que vive debido a
un enmienda obsoleta y por obsoleta malversada. Una pregunta que nos debemos
hacer es cuánta mano de obra absorbe la industria armamentista norteamericana y
cuánto le aporta a las rentas nacionales dicha actividad.
Hace pocas horas pude observar, en un
periódico yanqui, bajo una crónica que describía el luctuoso suceso de Connecticut,
en la misma carilla, una publicidad que
decorada con motivos navideños ofertaba armas manuales de toda clase y tenor.
Entiendo que el armamentismo es una cuestión internalizada socialmente de modo
que el cambio cultural exigirá no sólo de una decisión política firme, además
de una concientización que por ahora sólo se percibe compulsivamente cuando este
tipo de sucesos desacomoda el relato cotidiano.
Cuando se expone un insumo a
consideración del consumidor se le debe dar a ese consumidor razones
(publicidad) para su adquisición de modo abarcar el mayor horizonte de
usuarios. Esas motivaciones pueden emerger a partir del simple mercadeo o
mediante el mensaje subliminal. Convengamos que Estados Unidos se especializa
en la difusión de este tipo de recados.
El cigarrillo durante los cincuenta y los
sesenta otorgaba distinción, por esa misma época la bebida blanca exhibía
ámbitos de placer, en la actualidad el arma consolida un criterio de seguridad
(perverso oximoron si se me permite). Durante mucho tiempo hemos visto como una
determinada marca de cigarrillos nos ubicaba en lugares paradisíacos, mientras
que un exquisito blend escocés venía acompañado de la mujer más hermosa. ¿Cómo
nos pueden vender armas? Pues con la permanente sensación de inseguridad e
indefensión.
Sin darnos cuenta hemos diversificado
tanto el tema que aquella porción inicial que presumíamos vivía de la industria
armamentista ha crecido exponencialmente. ¿Alcanza entonces con eliminar la
enmienda? Temo que el tema es mucho más complejo y que el mismo debe encausarse
en el marco de una política de Estado. Y otra pregunta emerge graciosamente.
¿En una sociedad eminentemente liberal, que aborrece la intromisión del Estado
sobre distritos individuales, aceptaría dócilmente esta ingerencia en el campo
del presente dilema? Lamentablemente lo considero muy dificultoso.
La cultura norteamericana está infectada
por íconos individuales, el ser iluminado que resuelve de espaldas a la
sociedad y conforme a su libre albedrío (emergente positivo del ser americano).
¿Puede un colectivo cambiar sus paradigmas tan drásticamente? El les affaire
económico y el les affaire social. ¿La sociedad estadounidense se daría para sí
un Gobierno que tenga la firme decisión política de solucionar la cuestión de
modo taxativo o preferirán continuar con los riesgos de dicho ordenamiento?
Como se puede observar el presente
artículo no responde, sólo se pregunta. Tal vez a partir de la construcción de
preguntas, sinceras, no inquisidoras,
bajemos nuestros niveles de soberbia para comenzar a observarnos cómo
realmente somos y no como creemos que somos, o quizás algo mucho peor suponer
cómo deben ser los demás.
Si en nuestra pequeña y compleja sociedad
resulta tan enmarañado y dificultoso enfrentar a las corporaciones y tratar de
democratizar la palabra no intento imaginar las dificultades que implicaría
modificar las conductas sociales estadounidenses y a la vez enfrentar a las
corporaciones (cadena productiva) que hacen a la industria armamentista.
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