El Premio
Cuento




Nunca se enteró de su amor. Apenas lo tenía registrado como uno de los tantos chicos que transitaban por la aldea improvisando etapas entre changas mal pagas y alguna cortesía huérfana de gratificación. De traza desordenada y sonrisa despareja, el pibe era pobre, muy pobre, no entendía la vida de otro modo. Fuera del ámbito escolar acudía a misa cuando estaba seguro de su presencia. Al igual que dentro del aula se sentaba en el último asiento, la cuestión era no incomodar a sus vecinos. Sólo quería observarla comulgar. Imaginarse abrigado por sus manos entrelazadas, por sus ojos color plegaria, estar allí, acaso ausente, como posible báculo o lazarillo ante una posible contingencia. No precisaba más que eso, contemplarla desde un rincón apartado, en la iglesia y en el aula, retiro hosco, espacio que no alcance a conspirar ni a confundir la cadencia del espectro. Jamás se hubiese perdonado perturbarla. Sus rodillas sucias no merecían ser atendidas, su guardapolvo remendado y amarillento obligaban a las maestras licenciarlo sin penalización cuando de fiestas se trataba. Era muy buen alumno, pero las banderas exigían de abolengos y bellezas que el chico no portaba. Diestro futbolista representaba al club del pueblo en los torneos locales, séptima y octava división eran las categorías en donde exhibía sus notables habilidades. Todos los sábados, antes de comenzar los partidos, miraba hacia los laterales de la cancha en busca de sus ojos. Nunca los halló. Los viernes por la noche solía quedarse dormido esperando que al día siguiente su amada lo sorprenda festejando sus jugadas. Ese estado de espera lo reconfortaba, se percibía cuidado, protegido; junto a sus magras cobijas, moraba la ilusión.
Promediando el año la Directora de la escuela les informó a los alumnos del sexto grado que estaban invitados a participar de un concurso nacional organizado por la Armada. El tema: La primera expedición Argentina al Polo Sur. El premio consistía en dos computadoras: Una para el establecimiento y otra para el alumno. De inmediato solicitó las bases con la firme convicción de intervenir en el certamen. No era el premio la principal motivación del compromiso asumido, aun sabiendo perfectamente que era la única instancia posible para gozar de un ordenador personal; ser tomado en cuenta por aquellos ojos color plegaria era el fundamento del esfuerzo.

Luego de dos semanas de un duro trabajo de investigación le presentó a su maestra una prolija y exquisita monografía de diez hojas encarpetadas en las que incluía mapas y fotografías del evento. De puño y letra – según me cuentan su mano derecha se le acalambró en varias ocasiones -  logró narrar con propia y atildada prosa, basado en las lecturas aprehendidas y utilizando todas las fuentes de información posible, la épica de aquella expedición, incursión científica de la que se cumplía el cincuenta aniversario.
Su empeño fue muy valorado por las autoridades de la entidad educativa las cuales no dudaron en incluirlo dentro de los tres trabajos a presentar. Lamentablemente para su suerte la monografía de su amor también formaba parte del envío, de modo que ganar significaría la tristeza de su espectro. Comenzó a deplorar su tesón, maldecía los gráficos, las diez hojas escritas y su esmerada narrativa. No deseaba ganar, prefería a la distancia, contemplar la bella y orgullosa alegría de su amada.
Poco a poco comenzó a darse cuenta que ni él ni ella tenían posibilidades ciertas de victoria. Nunca, en sus más de cien años de historia, la aldea había sido galardonada con un primer premio en un certamen a escala nacional, dentro del campo de las probabilidades no había razón para pensar que esta vez ocurriría algo distinto. Miles de monografías concursarían provenientes de todo el país, la mala suerte no podía jugarle la peor de las zancadillas. El transcurrir de las semanas provocó que todos olvidaran el asunto entendiendo que el determinismo renovaba, gratamente en este caso, sus históricas derrotas – bienvenida la desdicha, pensó -.
Bien entrada la primavera, a muy pocos días de finalizar el año lectivo y totalmente ajenos de aquel compromiso asumido, reciben la buena nueva que al día siguiente el conjunto de los alumnos de sexto grado sería llevado de excursión a la Base General Belgrano distante cien kilómetros de la villa. No era necesario llevar uniforme escolar ni vianda, esto último debido a que almorzarían en la dependencia de la Armada, acaso se les recomendaba precaverse algo de dinero, no más treinta pesos, y un buzo o rompevientos por si la temperatura descendía abruptamente. La única condición era presentar ante la maestra una autorización firmada por cualquiera de los padres o por el tutor encargado prestando conformidad para efectuar la travesía. Luego de una hora y media de viaje la combi ingresó al predio militar estacionando en el lugar indicado para tales efectos. Varios vehículos similares detenidos en el playón les indicaron que no serían los únicos invitados a la base. En efecto, a poco de andar, debidamente escoltados por cierto, dieron con un patio interno en donde no menos de un centenar de alumnos de colegios de la zona aguardaban por el último contingente – en este caso ellos -  para comenzar la visita. Incluso tuvo el chico la posibilidad de cruzarse con algunos de sus ocasionales rivales de los torneos sabatinos a los cuales saludó afectuosamente con alguna broma mediante.
La mañana transcurrió ciertamente entretenida: simuladores, antiguas maquinarias, radares, aviones modernos, elementos de rescate, todo apuntaba al asombro y a la sorpresa. Arribaron a la explanada destinada para el almuerzo sin darse cuenta que el tiempo había pasado de manera vertiginosa. De todos modos en varias ocasiones el chico se detuvo en aquellos ojos color plegaria que atontados seguían con marcada atención cada palabra que el guía dictaba a modo de lección. Le hubiese gustado aunque sea por un rato vestir ese uniforme de marino, hablar tonteras que nadie recordaría y recibir el regalo de una mirada que por el momento le era esquiva. La niña no lo despreciaba ni mucho menos, no había malicia en su actitud. La niña solamente lo ignoraba, no lo tenía incorporado como paisaje cotidiano de su vida, cuestión que lo laceraba doblemente.
Finalizadas las hamburguesas y en pleno tiempo del helado un oficial de alto rango, micrófono en mano, le solicitó a la concurrencia un momento de atención con el objeto de permitirse anunciarle al auditorio una importante novedad.

 - “Queridos visitantes, alumnos de la sexta sección electoral de la Provincia de Buenos Aires, ahijados de la Base. Aprovechando vuestra presencia tengo el enorme agrado de informarles que la Institución ganadora del Concurso Nacional lanzado a mitad de año con motivo del celebrarse el quincuagésimo aniversario de la primera expedición de nuestra Armada al Polo Sur se encuentra entre ustedes. Se trata del establecimiento Escolar número 4 de la localidad de El Perdido, Partido de Coronel Dorrego. Obtuvo dicha distinción debido al formidable trabajo presentado por el alumno Lisandro Arrieti, en breve estaremos coordinando con las autoridades del establecimiento la entrega efectiva de los premios tanto al colegio como al autor de la monografía. Felicitaciones a ambos, muchas gracias y que sigan disfrutando el día” -...


Estaba incómodo, desanimado, excesivamente contrariado, demasiadas contradicciones internas. Las palmadas y los besos que siempre le fueron esquivos estaban en ese momento abusando de su confusión. Se resistía a levantar la vista, suponía que la niña lo estaría observando, cosa que deseaba desde que tenía memoria, entendiendo que ese instante era el peor para encontrarse con el rigor de su mirada. De algún modo la niña había perdido porque él había ganado y eso lo colocaba en un lugar equivocado, instancia olvidable, acaso dolorosa. El beso de la maestra resultó por demás prolongado, si se quiere pegajoso. ¡Es la primera ves, es la primera vez!..., gritaba con exagerada exaltación y vergonzante entusiasmo. Terminados los escándalos, Lisandro sacó fuerzas de donde no tenía, levanto la vista en la búsqueda de sus ojos color plegaria, no los encontró. Varios de sus compinches futboleros se acercaron para abrazarlo, despeinarlo y hacerle sentir el peso de la gloria. Siguió buscando por un buen rato hasta que pudo distinguirla entre la muchedumbre de chicos; venía desde la zona de los sanitarios, en directo sentido hacia él, escoltada  por Inés, su inseparable amiga y también su compañera de banco. Tenía los ojos color plegaria llorosos, mirada acuarelizada, tierna e hiriente, al mismo tiempo. La niña lo felicitó, le dio un beso en la mejilla y pidió un generoso aplauso de todos los presentes para su compañero. Años estuvo esperando Lisandro ser observado por esos ojos color plegaria, cuando llegó el momento había tristeza en la mirada. La niña ignoraba que ese joven ignorado la amaba, tampoco sabía que ese pibe de rodillas sucias y guardapolvo remendado, amarillento, hubiera dado todo de sí para devolverle la sonrisa: Retrotraer el tiempo, no participar en el concurso y volver a ser ignorado. Lisandro estaba triste por haberla entristecido; la niña, jamás sabrá de su amor...

                                                                            Autor: Gustavo Marcelo Sala


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