EL SUEÑO DE RODIN
La Torre del Trabajo
La Torre del Trabajo
por Rafael Barret
He oído en Buenos Aires insultar a Rodin porque la
efigie de Sarmiento “no tiene parecido”. Esto me recuerda que las gentes
entendidas de Madrid creen todavía decadente a D’Annunzio y oscuro a Verlaine.
Nada le confirma a uno tanto en su admiración hacia los artistas nuevos como la
terquedad hostil de ciertas personas competentes. Nada sería tan penoso como
estar de acuerdo con ellas.
Después de conocer la obra del prodigioso escultor,
cuya gloria por supuesto sólo es ya discutida entre cegatos remotos de
académicos lentes, se entiende la frase de Carrière: “El arte de Rodin sale de
la tierra y vuelve a ella, semejante a los gigantescos bloques, rocas o
dólmenes, que afirman las soledades y en cuyo heroico agrandamiento el hombre
se ha reconocido a sí propio”. Pero Carrière, el pintor filósofo, otro
salpicado por la envidia oficial, el que halló esta admirable fórmula: “la
naturaleza es materia, el espíritu es matriz”, nos dejó de Augusto Rodin un
retrato preferible, debido al pincel. Rodin fue el único digno de imponer a las
generaciones venideras la figura de Víctor Hugo; Carrière, la de Rodin. En ella
palpita “una sensualidad superior que fuera la síntesis de todos los vigores,
amorosa y valerosa, tocada de esta delicadeza influida por un divino comercio
cotidiano del genio con la naturaleza; bajo las apariencias de la fuerza sobre
todo, Carrière ha discernido en el alma del gran estatuario esta suavidad
singular que respira este rostro poderoso, y que lo dulcifica sin debilitarlo,
cuando sonríe hablando de las cosas que ama, o cuando las mira” (Morice).
Cabeza descomunal y armoniosa, paisaje profundo, diversamente bello, en que se
siente la fecundidad radiante de las primaveras futuras, y la saludable
melancolía de los inviernos pasados, y las potencias ocultas, geológicas, que
levantan montañas, y la ternura, forma penetrante y potente de la energía… ¡Qué
salud salvadora la de Rodin, Prometeo victorioso, semidiós del mármol y del
bronce!
Sin embargo, el “genio es una neurosis”, según los
innumerables psiquiatras que infestan nuestra cultura. Es fácil ser psiquiatra.
O Rodin, esa expresión de irresistible y hondo impulso creador, es neurótico, o
tiene que resignarse a no ser genio. ¡Qué despreciable es su buena salud de
mediocres, señores psiquiatras!
La evolución actual de Rodin, como la de muchos
artistas eminentes llegados a la plena madurez, se dirige a la sencillez
augusta de la verdad fundamental. Dotado de facultades maravillosas, que le han
permitido dominar en absoluto el tecnicismo de su arte, y ponerse en extenso e
íntimo contacto con la realidad exterior, la corrige y depura y sublima,
reduciéndola a las líneas ejes que él sólo ve, y que por él robadas al seno misterioso
del mundo, han de resucitar después en el espíritu que las reciba toda la
riqueza hasta entonces enterrada. “Este músico de las modulaciones, dice un
crítico, este músico de los modelados esenciales ha ido simplificándose cada
vez más. Hoy se reúne a los griegos primitivos, y este adorador del antiguo
Egipto prueba que lo ha comprendido bien. Sus líneas jugosas y sobrias, que
sinfonizan la luz, traen el individuo al tipo, el tipo a la especie, y hacen
con una serenidad más y más poderosa vibrar en una sola figura elegida la vida
universal”.
Carrera estupenda, que del San Juan Bautista y el Beso
y los Burgueses de Calais al Balzac y al Pensador y al Hombre que
marcha, asciende ahora a un coronamiento extraordinario. Rodin proyectó un
monumento ciclópeo y celeste a un tiempo, sin análogo en la historia, cuyas
grandes construcciones no arquitectónicas llevaron siempre un certificado
personal o local, ya en conmemoración de la victoria o de la muerte. Es La Torre del Trabajo, que tendrá ciento
treinta metros de altura.
La Torre del Trabajo
“Se quiere
recordar la Colmena y el Faro”, ha escrito el maestro en lo bajo del
boceto. Figúrense los enormes cimientos, formando criptas, cuyos fantásticos
muros representarán el limbo tenebroso donde se agitan los mineros y los buzos.
En los cuatro ángulos, cuatro figuras capitales, la Antigüedad, la Edad Media,
el Renacimiento y los Tiempos Modernos. En el centro se eleva la Torre del
Trabajo; sus primeros sillares serán de roca fina, abierta por anchas
hendiduras que darán acceso al público, y sobre los cuales, grandes
bajorrelieves contarán la historia del trabajo humano desde épocas
prehistóricas; encima una cintura de estatuas de héroes, luchadores de la
herramienta y de la idea en todos los siglos y en todos los países; luego ocho graciosas
columnas de mármol blanco caladas, dentro de las cuales habrá ascensores que
subirán y bajarán despacio a las gentes para que vean a gusto la columna
central, en cuyo colosal fuste se desarrollan sobre infinitas espirales de oro
y las leyendas y triunfos del trabajo. En el entablamiento, de mármol blanco,
ostenta el friso los copiosos útiles y símbolos del trabajo del hierro, de la
madera y de la tierra, y los nombres de cuantos han contribuido al progreso de
la humanidad. Una terraza, por fin, su pequeño templo al Pensamiento Creador, y
sobre la cúpula, de mármol rosa como el templo, las Bendiciones, figuras aladas de una hermosura incomparable,
descendidas del cielo para glorificar al Hombre.
Éste es el sueño de Rodin. Jamás será tan noble y tan
pura su obra como en estos instantes en que aún es sueño; mas, cuando se
encarne en la rebelde piedra y en el áspero bronce, será el sueño de los demás.
Esta Gran Pirámide europea que se alzará representando la vida inmortal
enfrente de la Gran Pirámide funeraria de los antiguos, será el sueño de una
raza. Sueño es el arte, sueño, lo mejor de nuestra valiente especie, nutrida y
empujada por las visiones del futuro.
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