Álamos y Toscas Cuento


Álamos y Toscas
Cuento



La claridad de un amanecer mezquino formaba parte del fresco de cada día. La bruma abraza la cúpula de la parroquia que no cesa de lamentar lo temprano de su informe. Son las 6 a.m. del ayer, del hoy y del mañana. No importa mucho el orden ni el nombre. El tiempo es una inusitada visita al cementerio, que como en todo pueblo, está en las afueras y cuyo nexo es un camino de toscas poblado de álamos que se besan en altura, que llaman al descanso y al sosiego por tanto olvido acumulado. Aníbal Mendoza aún se percibía forastero. A pesar del tiempo transcurrido y de su amor por esa tierra no advertía síntoma alguno de pertenencia. Años atrás tuvo que exiliar su cuerpo, ánimo e instinto; esas treinta manzanas lo enamoraron sin saber a ciencia cierta si tal idilio se engendró por encantamiento o abandono. Aunque para el caso da igual. Encantamiento y abandono se suelen disfrazar con las mismas túnicas y se suelen maquillar con los mismos tonos. Fantasmas de lo que pudo haber sido y no fue, o de lo que fue, y no debió haber sido.
El exilio voluntario le otorgó medallas de contradicción. 
Esas condecoraciones le provocaron revisar cada uno de los acontecimientos vividos en cientos de oportunidades. Lo llevaron a implorar a sordas y a ciegas; le enumeraron decenas de fórmulas aritméticas plagadas de simbologías tenebrosas que le hubieran permitido recorrer instancias de adaptación. - No puedo pensar más en el pasado se reprochaba a modo de sentencia - Pero las imágenes lo acuchillaban en forma despiadada sospechando que más temprano que tarde tendrían el éxito deseado.
Supo Mendoza de cruentas batallas. Sus heridas intensificaban los tonos morados cuando el espejo lo descubría de manera imprevista. Su odio hacia los espejos crecía como su odio a un pasado colmado de desprecios e injusticias.
Ayudado por la brisa matinal y el badajo del campanario pugnaba para que desde muy temprano su piel recorriese los ansiados distritos que lo ayuden a sobrellevar la definitiva derrota que hace años le fuera propiciada.
Un día de Enero de un año cualquiera se lo vio por última vez. 
El rumor parroquiano afirma que llevaba la foto de su amada, un diploma de contador, algo similar a un  premio/reconocimiento y un telegrama de despido. No transpiraba. No rezaba. La brisa le acariciaba la cara aireándole las lágrimas que de manera prepotente le recordaban su hoy. No llevaba equipaje, ni abrigo, ni vianda.
Cuentan los anecdotarios del pueblo que los álamos y las toscas acompañaban su paso mientras uno de sus gatos, acaso el más fiel de sus camaradas, lo acechaba a prudente distancia.



                                                        Gustavo Marcelo Sala

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