Nos Disparan desde el Campanario Midamos con seriedad la amenaza de la extrema derecha… por Cihan Tuğal
Fuente: Jacobin
Link de Origen:
https://jacobinlat.com/2024/12/midamos-en-serio-la-amenaza-de-la-extrema-derecha/
Traducción: Pedro Perucca
Un segundo mandato de Donald Trump
podría fortalecer a la extrema derecha organizada mucho más que el primero. Su
actual capacidad de movilización sugiere que aún no está en condiciones de
tomar el control total del aparato estatal, pero sí tiene margen para
consolidarse como una amenaza peligrosa.
Ahora que Donald Trump fue reelegido
con mayoría en la Cámara de Representantes y el Senado, nos enfrentamos a dos
preguntas acuciantes: 1) ¿Será el segundo mandato de Trump más popular, más
resistente, más autoritario y más derechista que el primero? y 2) ¿Puede la
extrema derecha revertir los resultados electorales si los trumpistas pierden
en 2028?
Ambas preguntas requieren una
valoración de la situación de Trump y de la extrema derecha en comparación con
la situación inmediatamente anterior a su primera elección. Cuando anunció que
se presentaría en 2015 no tenía ninguna relación con la extrema derecha, ni
realmente ninguna relación política profunda con ninguna parte de la población.
Los endebles vínculos que sí tiene no se desarrollaron mucho en estos últimos
nueve años, a pesar de un creciente culto a la personalidad. Esto también
limita su capacidad para remodelar realmente la política estadounidense.
La extrema derecha carece de un
proyecto de clase sólido
El primer mandato de Trump fue una
vergüenza para la extrema derecha y una victoria para el centro. Ni siquiera
pudo terminar de construir el muro. No sólo «el establishment liberal»
sino también el Partido Republicano le impidieron llevar a cabo su plan más
amplio en materia de infraestructura. El muro simplemente no es bueno
para los negocios: no sólo es costoso, sino que podría provocar un clima
desfavorable para la acumulación de capital.
¿Se repetirá el mismo escenario en un
segundo mandato de Trump?
En los prolegómenos de estas
elecciones, Trump habló de añadir una «prohibición socialista» a su
«prohibición musulmana», comentó que sería un dictador (al menos a la hora de
expulsar a sus oponentes del cargo) «desde el primer día» e indicó que
deportaría a millones de personas. Los tribunales bloquearon muchos aspectos de
su prohibición musulmana durante su primer mandato. El FBI también lo frenó,
incluso luchando contra grupos neonazis en su primer año: Trump le había hecho
un guiño a las bandas armadas de derecha diciéndoles que «se apartaran y se
mantuvieran al margen». Pero Trump no tardó en sustituir a muchos jueces. Y el
Tribunal Supremo está ahora bajo un sólido control conservador. Algunos
periodistas plantearon que el FBI ya fue sometido y que no puede reaccionar
como lo hizo a principios de 2017. Estos factores podrían cambiar la dinámica.
Esto es en lo que se centró la mayor parte de la atención de la corriente
principal, y esto está en parte en la raíz de lo que se plantea cuando se habla
de «fascismo».
Pero muchas cosas no cambiaron. De
ahí mi primera tesis: Las posiciones de política económica de Trump y sus
relaciones con la clase trabajadora no se modificaron drásticamente.
La naturaleza del apoyo por parte de la clase trabajadora es crucial:
Trump puede ser más popular entre los trabajadores, pero esta popularidad será
voluble mientras no esté respaldada por políticas duraderas, así como por la
organización y la movilización sobre el territorio. Pero el hecho de si las
relaciones del trumpismo con la clase empresarial cambiaron, o podrían cambiar,
es más complejo.
Recordemos dos acontecimientos
importantes al final del primer mandato de Trump: el Medio Oeste volvió a
inclinarse por los demócratas y los sindicatos de la construcción le retiraron su apoyo debido a la falta de creación
de empleo sólido en el sector y las industrias relacionadas. Los cambios, hasta
ahora granulares, en el trumpismo no son suficientes para evitar un ajuste de
cuentas similar en 2028.
Trump sigue apelando a la clase
trabajadora, sobre todo a través de cuestiones culturales, de seguridad y
fronterizas. A pesar de sus afirmaciones en sentido contrario, convirtió a los
republicanos en el partido de los varones blancos enojados (y, en segundo
lugar, de una parte cada vez mayor de minorías) que resultan ser
trabajadores, pero no en «el partido de los trabajadores». El liderazgo de Trump
sobre «los incultos» frente a «los cultos» está bien establecido en los datos
de las encuestas. Pero si bien hay una superposición entre la clase trabajadora
y las personas sin títulos universitarios, las dos categorías no deben ser
confundidas.
No cabe duda de que Trump mejoró su
posición entre la clase trabajadora, incluidos los hogares sindicalizados. Sin
embargo, incluso la pro-empresarial Kamala Harris aventajó a Trump por un margen del 10% entre los hogares
sindicalizados (6 puntos menos que la ventaja de Joe Biden en 2020). Es cierto
que los hogares sindicalizados son una minoría de la población trabajadora,
pero proporcionan un indicador crucial, ya que se puede esperar que voten más
en función de cuestiones de clase, en comparación con los trabajadores no
sindicalizados.
Además, incluso entre la clase
trabajadora en general, la ventaja de Trump no es insuperable. Si hay una
considerable desalineación, esto significa una división, no
una realineación en la que «los republicanos se convirtieron en el
partido de la clase obrera». Lo más probable es que muchos trabajadores oscilen
entre partidos en las próximas elecciones.
D. Vance no cambió la naturaleza del
atractivo de Trump para los trabajadores hasta el momento.
Si antes de que Trump lo eligiera como compañero de fórmula expresaba
posiciones relativamente más favorables a los trabajadores, como defender
salarios más altos y oponerse a las fusiones empresariales, difícilmente esté
llevando ahora la voz cantante. Las partes antiempresariales del discurso del
líder de los Teamsters, Sean O’Brien, en la Convención Nacional Republicana no
fueron recibidas con entusiasmo, con la multitud visiblemente excitada por ver la
rara exhibición de un importante líder sindical en este lugar firmemente
proempresarial. El discurso pro-sindical y anti-corporativo de O’Brien fue un
intento genuino de llevar un mensaje populista al partido de derecha, así como
un movimiento para apuntalar el apoyo de O’Brien entre sus propios miembros,
que apoyan a Trump en gran número. Sin embargo, dada la ausencia de un marco
republicano anticorporativo en los meses siguientes, probablemente fue una
casualidad, más que un presagio de cambio institucional.
El propio Trump sigue confiando en el
aumento de los aranceles y en la presión para recuperar el empleo como
herramientas para convertir realmente al Partido Republicano en el hogar de los
obreros. Sin embargo, en ausencia de una política industrial seria, los
aranceles y las intervenciones personales no recuperarán el empleo de forma
sostenible. Con más recortes de impuestos y aranceles no respaldados por una
política industrial, es probable que el segundo mandato de Trump sea aún más
desastroso para la generación de empleo duradero.
El Proyecto 2025 y la actual
plataforma política del Partido Republicano (anunciada a mediados de julio)
solo aportan palabrería sobre estas cuestiones. No integran ninguna de las
posiciones relativamente más pro-laborales de Vance. La mayor parte de la
prensa dominante declaró que el Partido Republicano
abandonó sus posturas tradicionales al anunciar esta plataforma a mediados de
julio y se convirtió en el Partido de Trump. Sin embargo, esta no es una
descripción exacta. Aparte de la cuestión de los impuestos y la desregulación,
no hay un marco coherente en la plataforma de julio. Y en esos temas, la
plataforma es la del «Partido Republicano tradicional», es decir, favorable a
las grandes empresas y al «libre mercado».
En ese sentido, recordemos
que este mismo asunto —los impuestos— llevó a Steve Bannon a ser
expulsado de la Casa Blanca en el verano de 2017. Cuando Bannon intentó gravar a
los ricos para financiar el impulso de Trump en cuanto a proyectos de
infraestructura, y los neoliberales republicanos iniciaron una campaña
para ridiculizarlo y socavarlo, no hubo movimiento organizado ni
intelectualidad que pudiera defender a Bannon. Tuvo que abandonar la Casa
Blanca poco después de su campaña de impuestos a los ricos. A su salida,
fue meridianamente claro respecto a la forma en que el
gasto en infraestructura y construcción lo diferenciaban del Partido
Republicano: «El establishment republicano(…) [no es] populista. No tenía
ningún interés en las infraestructuras (…). ¿Dónde está la financiación para el
muro fronterizo, uno de los principios centrales [de la candidatura
presidencial de Trump en 2015-16?». Tras la ida de Bannon, Trump no desarrolló
ninguna postura seria de «economía nacional». El trumpismo no creó ninguna
«economía nacionalista» entonces. Y es poco probable que lo haga ahora.
Por lo tanto, la pregunta sigue en
pie: Si el Partido Republicano sigue siendo el partido de las grandes empresas,
¿puede el trumpismo alinear eficazmente al establishment republiano y a los
sectores de clase trabajadora de su base?
Este realineamiento se topará con un
primer gran obstáculo en lo que respecta a las deportaciones. El establishment
republicano podría estar de acuerdo con el «populismo» de Trump al principio,
pero las empresas podrían verse perjudicadas si el número de deportados
asciende a millones. ¿Quién realizará los trabajos sucios si millones son
deportados? Se podría argumentar que una realización parcial de este
plan tendrá un fuerte efecto disciplinador sobre la mano de obra migrante,
logrando una mano de obra más mansa y dócil, más vulnerable al chantaje. Sin
embargo, podría haber consecuencias adversas no deseadas para la clase
capitalista. Incluso si los trabajadores nacidos en EE.UU. deciden sustituir a
los inmigrantes en algunos lugares, la consiguiente escasez de mano de obra
haría subir los salarios. Esto podría compensar los beneficios esperados. Dados
estos intereses empresariales, más allá de cierto punto el establishment
republicano y los demócratas podrían incluso unirse e intervenir para frenar
las deportaciones.
Revistas como American
Affairs y think tanks como American Compass (y boletines
conectados a ellos, por ejemplo, Understanding America) estuvieron tratando
de empujar a Trump hacia una línea más consistente de «economía nacional».
Tales intentos fracasaron hasta ahora. Estos pequeños círculos de intelectuales
y cuadros de extrema derecha intentan darle un giro positivo a las cosas: «A diferencia de
2016, estamos listos para gobernar», parecen decir. Pero Trump no se cree
realmente su línea, y es dudoso que les dé algún puesto destacado para dictar
la política.
Es más probable que Trump ponga al
frente de la economía a gente como Elon Musk y otros multimillonarios, no a
visionarios de extrema derecha. Es poco probable que Musk y los de su calaña
creen políticas alternativas significativas que puedan garantizar el apoyo a
largo plazo de los trabajadores, como hicieron en parte los partidos de extrema derecha contemporáneos en Turquía y
Hungría, por ejemplo. La evolución del gabinete de Trump es reveladora. Aunque
son muy molestos para la clase dirigente, son leales a la persona de
Trump y no a una causa ideológica de extrema derecha o populista.
La única excepción seria al amiguismo
que hasta ahora operó en la conformación del gabinete es la elección de la
secretaria de Trabajo, Lori Chavez-DeRemer, una de las pocas republicanas de la
Cámara de Representantes que ha apoyado la Ley PRO. Con conservadores clave
como Grover Norquist movilizándose ya contra ella, no está claro si
Chávez-DeRemer será confirmada o, si lo es, cuánta diferencia podría marcar.
Las principales orientaciones de
Trump hacia la clase empresarial son más o menos las mismas que en 2016:
amiguismo, falta de visión y favoritismo. Trump no es el salvador de la clase
trabajadora, pero es, en el mejor de los casos, un héroe improbable y molesto
para la clase capitalista. Complace sus intereses económicos, corporativos y
personales a corto plazo más que sus intereses políticos e ideológicos de grupo
a largo plazo.
Por lo tanto, son débiles las
dinámicas sociales y económicas que podrían mantener al Medio Oeste, al
Cinturón del Óxido y a la población trabajadora «masculina enojada» en general
como leales a Trump sin alienar a las empresas.
Los fascistas no están preparados
para una violencia masiva que cambie el régimen
Ahora, llego a mi segunda tesis:
debido al fracaso casi inevitable de Trump para crear un entusiasmo duradero en
el frente económico, simplemente no hay garantía de una victoria de la extrema
derecha en 2028. La excepción sería algún tipo de intervención violenta: tal
vez en forma de un levantamiento del tipo del 6 de enero o —dado que esto se ha
intentado con un éxito menos que óptimo— una campaña de violencia más sutil
pero también más organizada el día de las elecciones u otra interferencia
similar.
Podría parecer que el Proyecto 2025
—un plan sistemático para infiltrarse y reformar las instituciones— podría
darle a Trump la influencia necesaria para dejar sin sentido todas las
elecciones posteriores. ¿Mantendrán la ingeniería electoral y la manipulación
institucional a la extrema derecha en el poder incluso en ausencia de un
entusiasmo de clase o de una violencia de masas decisiva? Los expertos pusieron
al húngaro Viktor Orbán como ejemplo de esta estrategia. Sin embargo, a falta
de organizaciones de masas y de un proyecto de clase sólido, la infiltración y
la manipulación institucionales podrían no funcionar con la misma fuerza. De
hecho, la estrategia de Orbán le otorgó catorce años en el poder, posiblemente
porque se basaba en la organización de masas: una estrategia
similar en Polonia aseguró el gobierno de la extrema derecha sólo durante ocho
años (2015-23) porque carecía de tal base organizada. También es significativo
que lo que queda de la sociedad civil húngara esté más alineado con Orbán —y
las instituciones descentralizadas sean más débiles— que en el caso
estadounidense.
Así pues, la verdadera pregunta es:
¿está preparada la extrema derecha para la violencia decisiva? Las encuestas
vienen indicando una creciente disposición por parte de los republicanos
respecto a una «segunda guerra civil». También sabemos que tienen bastantes
armas. Sin embargo, sus organizaciones siguen dispersas y escasas. A
pesar del creciente dinamismo documentado por varios periodistas y académicos, no se vislumbra nada parecido al Ku
Klux Klan. No existe un liderazgo unificado y astuto que pueda convertir una
sublevación en un golpe de Estado exitoso.
He aquí, pues, mi tercera tesis: no
tenemos motivos suficientes para pensar que el próximo 6 de enero vaya a ser
más coordinado y eficaz (aunque no podemos descartar del todo esta
posibilidad).
Así pues, me atengo al argumento que desarrollé a principios de 2021, mi cuarta tesis: el peligro
real está en el enfoque displicente de las instituciones hacia la extrema
derecha, más que en la organización, los recursos o las bases sociales de la
derecha.
Si las instituciones quisieran hacer
frente a la posibilidad de una insurrección que cambiara el juego en 2028,
podrían hacerlo de la noche a la mañana. Pero las agencias de seguridad e
inteligencia se escudan en la «libertad de expresión» y otras excusas para
cerrarle los oídos a las advertencias de periodistas y expertos («integrados» entre ellos) de que la extrema derecha
se prepara para una guerra civil. Al FBI y a los tribunales no les
importa la «libertad de expresión» cuando se trata de la izquierda. Toman medidas
enérgicas contra los izquierdistas siempre que hay la menor duda respecto de
algún «peligro», que se define de forma muy amplia. Sin embargo, dejan que los
grupos violentos de extrema derecha tengan un impacto cada vez más grave en la
política y la sociedad.
Pero existe una amenaza fascista
Para unir mis cuatro tesis: la
extrema derecha estadounidense no tiene lo que hace falta, ni en términos de
visión programática, ni de bases en grupos y clases sociales, ni de nivel de
organización y recursos, para imponer su dominio a largo plazo. Pero la
decadencia de las instituciones aún puede allanar el camino a una toma del
poder por la extrema derecha.
Por otra parte, nada de esto debe
justificar una actitud complaciente respecto de la amenaza fascista. Los grupos
paramilitares aún pueden aprovechar la amenaza del terror estatal para sembrar
el caos y seguir organizándose. Las deportaciones masivas, las redadas y la
represión estatal de las protestas (especialmente antiisraelíes) ofrecerán cada
vez más oportunidades de este tipo para la organización de la extrema derecha.
Los sucesos de la Universidad de
California, en Los Ángeles, en los que las autoridades del campus y la policía
facilitaron los ataques de activistas de extrema derecha contra estudiantes,
pueden presagiar lo que está por venir. Imaginemos semejante cooperación
implícita entre las autoridades y los violentos ultraderechistas durante una amplia
campaña federal para deportar a millones de personas. El número de víctimas
mortales del terror de Estado podría aumentar desproporcionadamente si contara
con la complicidad de la violencia paramilitar, incluso en ausencia de un
régimen fascista. Mi quinta tesis es la siguiente: la movilización neofascista
y el daño social crecerán, sin que ello signifique una transición inmediata a
un régimen fascista.
A pesar de la claridad de este
peligro, la izquierda se enfrenta a una dificultad más. Como lo demostró la
campaña electoral de Harris, el antifascismo no se vende bien por sí solo. La
prioridad de la izquierda tiene que ser la construcción de una base sólida a
través de la organización de masas en el lugar de trabajo, de los inquilinos y
de otros sectores. Pero cada una de estas actividades de organización de masas
debe tener una dimensión antifascista. Sólo una clase obrera organizada, en una
coalición liderada por los trabajadores con diversos movimientos sociales,
puede derrotar al fascismo.
Cihan Tuğal Profesor asociado de Sociología en la Universidad de
California, Berkeley. Su área de estudio se sitúa en la intersección de los
movimientos sociales, el populismo, el capitalismo, la democracia y la
religión. Es autor de The Fall of the Turkish Model: How the Arab
Uprisings Brought Down Islamic Liberalism (2016).
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