Un día como hoy de 1851 moría Mary Shelley, autora de la siempre vigente obra El Moderno Prometeo o más conocida con el nombre de Frankenstein.
El
1 de febrero de 1851 fallecía Mary Shelley, escritora, filósofa y biógrafa
británica autora de la que es considerada como la primera obra gótica literaria
y uno de los cásicos universales de todos los tiempos El Moderno Prometeo o Frankenstein.
Su heráldica libertaria radicalizada fue determinante a la hora de sus decisiones
y elecciones de vida.
Su
madre, a la cual no alcanzó a conocer debido a que falleció pocos días después
del parto fue Mary Wollstonecraft pionera
del pensamiento feminista, ensayista y militante por una educación completa y humanista
independientemente del género, y su padre William Godwin novelista, periodista,
filósofo y político anarquista de enorme incidencia en el pensamiento reformista
y radical del siglo XIX. En 1814 conoció a un admirador de su padre, el joven
escritor del romanticismo Percy B. Shelley, autor, a instancias de su amigo, el
poeta Lord Byron, del que para mí entender es el más exquisito alegato estético
nunca jamás escrito, estamos hablando del Himno a la Belleza Intelectual, inspirado
en esa sombra salvadora que para el poeta era el espíritu de la belleza natural.
Como
admirador de la vida y obra de Mary cometí el despropósito hace algún tiempo de
ensayar un relato trasladado a la contemporaneidad política que tiene la
alocada pretensión de asumir cierto y lejano paralelismo…
El Prometeo Fabrice
Del libro de cuentos y relatos breves
El Sendero de los Extemos Sucios
Sin prevenciones
Fabrice encadenó su decoro al escritorio en donde reposaba desde hacía varios
meses el vetusto ordenador personal, incluyó los épicos cronopios que durante
los últimos cinco años apuntara al margen del texto cardinal y comenzó a
bocetar su íntimo culto a Prometeo, acaso una peculiar metamorfosis, procurar
reconocerse como invención y novedad. Dejó parcialmente de lado las
vulgaridades ligadas al sentido común como ser ordenar prendas en las maletas,
viajar sin carta cierta, modificar su estética, cambiar de sexo, hasta
desaprender el idioma para reemplazarlo por uno extranjero, por el momento
ellas no formaban parte de la fórmula. La transmutación debía incluir incisos
nunca antes sometidos al escarnio que proponen tanto la controversia como la
incompetencia. Por caso la memoria y la cultura, y ésta desde lo antropológico,
es decir hábitos y costumbres, desde luego que las bellas artes y la ciencia no
podían ni debían ser omitidas. La necesidad de deconstruirse para destruirse
con eficacia sin llegar al absurdo límite de un no retorno, para más tarde y
como final de juego volver a construirse metódicamente sin dejar párrafo de
lado.
Durante las primeras
semanas Fabrice inició el proceso escrutando su moral y su ética. El asunto no
hendía por exhibirse banalmente despiadado, era necesario internalizar la
perversión hasta ubicarse dentro de los mundos de la psicopatía más extrema,
ausente de toda conciencia y vergüenza. Cada acción debía ser minuciosamente
pensada, desde el sabotaje a las instalaciones de las viviendas linderas,
pasando por la desaparición de las mascotas de sus vecinos hasta la propia
muerte de algún parroquiano de la cuadra. Y siempre, como eficaz coartada,
exponiendo su agradable imagen como auxilio y testimonio del acertijo a
descifrar. Una vez concluida la primera etapa el devenir fue más sencillo
debido a que la moral, usualmente, acostumbra a podar nuestros más bajos
instintos. Sin su onerosa carga la espontaneidad afloraría naturalmente.
Los seis meses
siguientes los invirtió para proveerse de una dosis terminal de sentido común.
Para ello y al igual que el señor Chance en el film Desde el Jardín confió en
la capacidad de la televisión para que la transfusión se llevara a cabo
completa y sin interrupciones. Luego de colegir sus alternativas estimó que los
canales de aire de los medios corporativos serían las herramientas más adecuadas. Su calidad de rentista e
inversionista bursátil le daba la posibilidad para dedicarle tiempo completo a
la empresa de modo que dividido el día en cuatro cuartos de seis horas
utilizaba tres de ellos en su instrucción destinando el restante para el
descanso, detalle que se reservaba a partir de las dos de la madrugada. La
dieta alimenticia y el tabaco en cigarrillos armonizaban su praxis en función
de la tarea debido a que había acordado con
Médéric, en su doble rol de primo y vecino, para encargarse de la diaria
provisión según horarios preestablecidos, a cambio de una suculenta
gratificación semanal, cuestión exigida por el servidor más allá de los lazos
sanguíneos. El joven solo debía dejar la vianda en el segundo recinto del
compartimentado zaguán de la casa, sitio en donde Fabrice disponía de una
elegante hornacina religiosa que, debido a su agnosticismo, usufructuaba como
buzón de correspondencia. De la bebida se hacía cargo su recoleta bodega
personal, cava que supo atesorar durante los últimos diez años a razón de cinco
unidades semanales, existencia sobrada si la administraba con delicadeza y
moderación. Descartaba en este punto la posibilidad de una mínima claudicación
gourmet.
Ser acreedor de raíces
francesas, extremadamente incorporadas, debido a una formación muy cerrada por
parte de su familia, en latitudes tan distantes como encontradas culturalmente,
no dejaba de ser un dilema que Fabrice debía resolver con idéntico afán. La
poética de Artaud y de Éluard, la filosofía de
Sartre y de Camus, la música de Debussy y de Berlioz, la pintura de
Delacroix y de Proudhon, la escultura de Rodin y de Claudel, debían ser
borradas de su consciente y acaso lo más complejo, de su inconsciente. Sus
lugares en la preferencia debían ser ocupados por expresiones de limitada
complejidad, por caso literatura de escaso vuelo poético, siendo los textos de
autoayuda los más aconsejables, música de rítmica no pensada, cumbia, acaso
cuarteto, plástica paisajística sin doble lectura, formarían el índice de su
nuevo catálogo.
Finalizó los dos
últimos meses de su primer año de abjuración individual mutando sus linajes y
elegancias por prendas rústicas y de avería, pero sin exagerar. Aún así sentía
que no estaba preparado, intuía que apenas había cubierto menos de la mitad de
la asignatura, cuestión que lo ponía bastante incómodo debido a que su nivel de
exigencia consigo mismo era de una escala muy superior que para con los demás.
De manera que su cuerpo Prometeo continuaba encadenado al escritorio en donde
seguía reposando su vetusto ordenador personal, lo cierto es que pactó no
incomodarse tratando de recordar el destino de las llaves libertarias, optó por
seguir pensando las fórmulas más adecuadas y convincentes para llegar con éxito
al final de su sucio sendero.
El segundo año de su
programa de desleimiento personal lo comenzó soliviantando su lenguaje, tanto
el oral como el escrito. En este punto estaba convencido que su misión era
obtener el beneplácito interpretativo del mundo con el cual iba a interactuar, de
manera que necesitaba urgentemente allanar la totalidad de sus complejidades
dialécticas y si era posible derrocarlas desde todos los planos sanchopancescos
posibles de modo evitar cualquier tipo de renacimiento o insurgencia imprevista.
Lo que Fabrice desconocía era que dicha empresa le llevaría treinta meses de
constante y esforzado estancamiento intelectual debido a que previamente era
menester derretir su raciocinio hasta la mínima expresión ya que el lenguaje en
gran medida es el vocero del pensamiento.
Pasados casi cuatro
años consideraba que la contrahecha obra ya estaba coronada desde la praxis. El
Prometeo Fabrice gozaba de las mieles de la vulgaridad sin corduras tal cual el
plan que había proyectado cuando varios adherentes encumbrados del distrito
ligados a la Unión Cívica Republicana y Liberal le habían ofrecido ser
candidato a la intendencia en los venideros comicios. Conforme todas las
pericias efectuadas y garantizadas, el Prometeo se desencadenó de su escritorio,
se miró con detalle al espejo, acomodo el teclado de su vetusto ordenador,
bebió la enésima copa de vino del día y comenzó a redactar en Arial 16 y a
doble espacio su primer discurso de campaña.
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