Albert Einstein, pensamientos políticos








Otoño de 1932- Mi Credo mi discurso


Nuestra situación sobre este planeta parece muy extraña. Cada uno de nosotros aparece aquí involuntariamente y sin invitación para una corta estadía, sin saber los porqué ni los adónde. En nuestra vida diaria sólo sentimos que el hombre está aquí en aras de los demás, para aquellos que amamos y para muchos otros cuyo destino está conectado con el nuestro. A menudo me preocupa el pensamiento de que mi vida está basada a tal punto sobre el trabajo de mis congéneres humanos, que me doy cuenta de mi gran deuda hacia ellos.
Yo no creo en el libre albedrío. Las palabras de Schopenhauer: “El hombre puede hacer lo que quiere pero no puede decidir lo que quiere” me acompañan en todas las situaciones y en toda mi vida, y me reconcilian con las acciones de los demás, aún si para mí son dolorosas. Esta conciencia de la falta de libre albedrío me cuida de tomarme a mí y a mis semejantes demasiado en serio como individuos que actúan y deciden, y me cuida del perder la ecuanimidad.
Nunca codicié la opulencia y el lujo, y hasta los desprecio bastante. Mi pasión para la justicia social a menudo me ha llevado al conflicto con las personas, como también mi aversión a cualquier obligación y dependencia que no considero absolutamente necesaria. Siempre guardo gran consideración por el individuo y tengo una insuperable aversión a la violencia y su apología
Todas estas razones han hecho de mí un apasionado pacifista y antimilitarista. Estoy en contra de cualquier nacionalismo aun cuando disfrazado de patriotismo. Los privilegios basados en la posición y en la propiedad siempre me han parecido injustos y perniciosos, como también cualquier exagerado culto a la personalidad. Soy un adherente del ideal de la democracia, aun sabiendo claramente de la debilidad de la forma democrática de gobierno. La igualdad social y la protección económica del individuo siempre me parecieron metas comunitarias más importantes del estado. Aunque soy un típico solitario en la vida diaria, mi darme cuenta que pertenezco a la comunidad invisible de los que luchan a favor de la verdad, de la belleza y de la justicia me ha preservado del sentirme aislado.
La más bella y profunda experiencia que un hombre puede tener es el sentido de lo misterioso. Es el principio subyacente de la religión además de todo intento serio en las artes o la ciencia. El que nunca ha tenido esa experiencia, a mí me parece sino muerto, por lo menos ciego.
Tener la sensación que atrás de cualquier cosa que puede ser experimentada hay algo que nuestra mente no puede aferrar y cuya belleza y sublimidad nos llegan sólo indirectamente y como un débil reflejo, esto es religiosidad. En este sentido soy religioso. A mí me es suficiente reflexionar sobre estos secretos y tratar humildemente de lograr con mi mente una mera imagen de la encumbrada estructura de todo lo que hay.



Febrero de 1954 - Los Derechos Humanos


Señoras y señores:
Se han reunido ustedes hoy para dedicar su atención al problema de los derechos humanos; y han decidido ofrecerme un premio con este motivo. Cuando me enteré de ello, me deprimió un poco su decisión. ¿En qué desdichada situación, pensé, debe hallarse una comunidad para no dar con un candidato más adecuado a quien otorgar esta distinción?
He dedicado, durante una larga vida, todas mis facultades a lograr una visión algo más profunda de la estructura de la realidad física. jamás he hecho esfuerzo sistemático alguno para mejorar la suerte de los hombres, para combatir la injusticia y la represión, y para mejorar las formas tradicionales de las relaciones humanas.
Sólo hice esto: con largos intervalos, expresé mi opinión sobre cuestiones públicas siempre que me parecieron tan desdichadas y negativas que el silencio me habría hecho sentir culpable de complicidad.
La existencia y la validez de los derechos humanos no están escritas en las estrellas. Los ideales sobre el comportamiento mutuo de los seres humanos y la estructura más deseable de la comunidad, los concibieron y enseñaron individuos ilustres a lo largo de toda la historia. Estos ideales y creencias derivados de la experiencia histórica, el anhelo de belleza y armonía, han sido aceptados de inmediato en teoría por el hombre… y pisoteados siempre por la misma gente bajo la presión de sus instintos animales. Una gran parte de la historia la cubre por ello la lucha en pro de esos derechos humanos, una lucha eterna en la que no habrá nunca una victoria definitiva. Pero desfallecer en esa lucha significaría la ruina de la sociedad.
AI hablar hoy de derechos humanos, nos referimos primordialmente a los siguientes derechos básicos: protección del individuo contra la usurpación arbitraria de sus derechos por parte de otros, o por el gobierno; derecho a trabajar y a recibir unos ingresos adecuados por su trabajo; libertad de discusión y de enseñanza; participación adecuada del individuo en la formación de su gobierno. Estos derechos humanos se reconocen hoy teóricamente, pero, mediante el uso abundante de maniobras legales y formalismos, resultan violados en una medida mucho mayor, incluso, que hace una generación. Hay, además, otro derecho humano que pocas veces se menciona pero que parece destinado a ser muy importante: es el derecho, o el deber, que tiene el individuo de no cooperar en actividades que considere erróneas o perniciosas. A este respecto, debe ocupar un lugar preferente la negativa a prestar el servicio militar. He conocido casos de individuos de excepcional fortaleza moral y gran integridad que han chocado por ese motivo con los órganos del Estado. El juicio de Nuremberg contra los criminales de guerra alemanes se basaba tácitamente en el reconocimiento de éste principio: no pueden excusarse los actos ilegales aunque se cometan por orden de un gobierno. La conciencia está por encima de la autoridad de la ley del Estado.
La lucha de nuestra época gira primordialmente en torno a la libertad de ideas políticas y a la libertad de debate, así como de la libertad de investigación y de enseñanza. El miedo al comunismo ha llevado a prácticas que han Llegado a ser incomprensibles para el resto de la humanidad civilizada y que exponen a nuestro país al ridículo. ¿Hasta cuándo toleraremos que políticos, hambrientos de poder, intenten obtener ventajas políticas de ese modo? A veces, parece que la gente ha perdido su sentido del humor hasta el punto de que ese dicho francés «el ridículo mata» haya perdido ya su validez.




Mayo de 1954: A los Estudiantes

Las últimas generaciones nos han dado una ciencia altamente desarrollada y una técnica, en calidad de don extraordinariamente valioso, que proporciona las posibilidades de la liberación y del embellecimiento de nuestra vida: un don jamás ofrecido a las anteriores generaciones. Pero al mismo tiempo, este don involucra, para nuestra existencia, peligros y amenazas como jamás han existido hasta ahora.
La suerte de la humanidad civilizada depende, en grado más alto que nunca, de las fuerzas morales que ella puede evocar. Por esa razón el problema que se plantea a nuestra época no es más fácil que los resueltos por las últimas generaciones.
Las necesidades que experimenta la humanidad en elementos de subsistencia y bienes de uso diario puede ser satisfecha, pues para crearlos se necesita una inversión de horas de trabajo mucho menor que anteriormente. Pero, en cambio, el problema de la distribución del trabajo y de los bienes producidos, se hizo más grave y más difícil de ser resuelto. Todos sentimos que el libre juego de las fuerzas económicas, la tendencia desordenada y desenfrenada por las posesiones y el poder por parte de los individuos aislados, ya no conducen de manera automática hacia una solución tolerable al problema. Se necesita una estudiada ordenación de la producción de bienes, de la inversión de la fuerza de trabajo y de la distribución de las mercaderías producidas, para evitar la exclusión amenazadora de fuerzas valiosas y productivas, y el empobrecimiento y embrutecimiento de grandes masas de población.
Si el ilimitado “sacro egoísmo” en la vida económica conduce a resultados perniciosos, él mismo es un dirigente aún peor en las relaciones mutuas entre las naciones. El desarrollo de la técnica militar es de tal importancia que la vida humana se va a tornar insoportable si no se encuentra en breve un camino hacia la prevención de la guerra: tanta importancia inviste este objetivo, y tan insatisfactorios e ineficaces son los esfuerzos realizados hasta ahora para hallar este camino.
Se trata de disminuir el peligro mediante la limitación de los armamentos y por medio de reglar prohibitivas en cuanto a la conducción de las guerras. Pero la guerra no es un juego de sociedad, durante el cual cada uno de los contrincantes se atiene a las reglas de juego establecidas. Cuando se trata del ser o no ser, las reglas y obligaciones pierden se fuerza. Sólo el repudio incondicional de la guerra, en general, puede ser de utilidad y eficacia. No basta, en la emergencia, la creación de una instancia internacional de arbitraje; la seguridad ha de estar afianzada mediante pactos y convenios, de tal manera que las resoluciones de aquella instancia habrían de ser cumplidas en común por todas las naciones. Sin esta seguridad, las naciones jamás tendrían el valor de desarmarse seriamente.
Imaginen por ejemplo, que los gobiernos norteamericano, británico, alemán y francés exigieran a Japón, bajo la amenaza de un total boicot comercial, la cesación inmediata de sus acciones bélicas contra China. ¿Creen ustedes que en Japón se encontraría un gobierno que tomaría a su riesgo la precipitación de su país a una aventura tan peligrosa? ¿Por qué entonces, no se procede así? ¿Por qué debe temblar por su existencia toda nación y todo individuo? Sencillamente, porque cada uno busca, en primer lugar, su mezquino bienestar momentáneo, sin avenirse a subordinarlo al bienestar y prosperidad de la comunidad.
Es por eso que les dije al principio que la suerte de la humanidad depende hoy, en mayor grado que nunca, de sus fuerzas morales. En todos los órdenes de la vida, el camino hacia la existencia alegre y feliz lleva a renuncias y limitaciones de la propia persona que ha de gozarlas.
¿De quiénes podrían surgir las fuerzas para esta clase de desarrollo espiritual? Sólo de aquellos a quienes se ofrece la posibilidad de fortificar se espíritu en los años juveniles mediante el estudio asiduo, y de poner en libertad sus aspiraciones espirituales. Así los contemplamos nosotros, los mayores, a ustedes, los jóvenes, con la esperanza de que, armados con sus mejores fuerzas, persigan y logren aquello que nosotros no hemos podido.



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